Ahora, con la muerte de su padre, no había seguramente nada que le impidiera volver.
Había también otra cuestión que tener en cuenta. En Londres corría el rumor de que el rey Carlos II y su hermano James dedicaban un creciente interés a las colonias americanas. De ser cierto, aquello podría ser un acicate para un joven ambicioso como él para volver a asentarse en América.
¿Qué debía hacer, pues? ¿Quedarse y disfrutar de las diversiones de Londres o aventurarse a cruzar el océano? Sería fácil explicar al comerciante para el que trabajaba que, debido a la muerte de su padre, Eliot reclamaba su presencia en casa. En todo caso, con sus escasas pertenencias, no le llevaría mucho tiempo preparar el equipaje. El barco que tenía delante zarpaba al día siguiente hacia Boston y el capitán le reservaba una litera. ¿Debía aprovecharla?
Puso fin a las reflexiones y, con una carcajada, sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. Cara: Boston. Cruz: Londres.
Más arriba en el norte, el trueno dejaba oír su voz, pero al frente, donde el gran río se unía a las aguas del vasto puerto, había un lago de oro líquido.
La noche anterior, Van Dyck había intentado hacer comprender a Pluma Pálida el significado de aquel lugar usando un mapa que él mismo había dibujado.
—Esta línea que corre recta de arriba abajo —explicó, señalando con la caña de la pipa— es el Río del Norte. Si se viaja muchos días por su curso se encuentran grandes lagos y otros ríos que llegan hasta las regiones de hielo. A la izquierda del río —movió la pipa sobre el papel— se extiende todo el continente de América. A la derecha —apuntó una inmensa cuña de tierra de forma triangular, cuya ancha base bañaba el Atlántico— están los territorios de Connecticut, Massachusetts y muchos otros lugares. Y aquí al lado está el gran océano que atravesó mi pueblo. —Trasladó la pipa al extremo meridional de la cuña para destacar otro sitio donde una larga isla, de unos treinta kilómetros de ancho y unos ciento cincuenta de largo, bordeaba en paralelo la cuña en medio del Atlántico, separada de ella por un largo y resguardado brazo de mar—. Tu pueblo vivió durante muchas generaciones en toda esta zona —añadió, señalando la parte inferior de la cuña y el cercano extremo de la isla—. Y esto es Manhattan —especificó, dando un golpecito a la punta del sur de la cuña.
Manna hata
era un nombre indio que, por lo que él sabía, significaba simplemente «la isla». En realidad era una estrecha península, pero en su límite norte un estrecho desfiladero permitía el paso de un canal de agua que desde el Río del Norte se vertía en el brazo de mar contiguo a la isla larga (Long Island), lo cual convertía Manhattan, técnicamente, en una isla. De no haber sido por aquélla, que la protegía como un rompeolas por el lado del océano, Manhattan habría estado expuesta a los embates del Atlántico. No obstante, gracias a aquella feliz circunstancia, al desembocar en la punta de Manhattan, el Río del Norte entraba en una espléndida y acogedora ensenada de unos seis kilómetros de ancho y diez de largo, un espacioso fondeadero al que los marineros llamaban Upper Bay (la Bahía de Arriba). Aquellas idóneas condiciones se completaban con los dos bancos de arena que impedían por el sur el contacto directo con el oleaje del Atlántico formando la Lower Bay o Bahía de Abajo, tan vasta que en su interior podrían haber atracado todos los barcos del mundo.
—Ésta es la puerta de entrada hacia el norte —había explicado.
Pluma pálida no comprendió, sin embargo. Y aunque siguió hablándole del comercio y el transporte, él advirtió que no alcanzaba a captar el significado del mapa del hombre blanco.
Desde los tiempos de Cristóbal Colón hubo blancos que acudieron a aquellos territorios. Al principio iban en busca de oro, o trataban de encontrar la ruta hacia Oriente. De un tal Verrazano, que llegó en 1524, quedó constancia de su nombre, pero otros muchos cayeron en el olvido. Y no siempre fueron blancos: el capitán portugués Gomez era negro. Éste se detuvo allí para apoderarse de unos sesenta indios de la zona con intención de venderlos como esclavos, tras lo cual se alejó de nuevo por el horizonte. Fue la llegada de otro blanco lo que entrañó un cambio radical para el pueblo del gran Río del Norte y su bahía.
Henry Hudson era un inglés que contrató la potencia rival, Holanda, para descubrir una ruta marítima hacia China por el este. Después de inspeccionar el legendario paso del noreste por el lado de Rusia y llegar a la conclusión de que era inviable, buscó una posible vía por el noroeste. Fue Hudson quien se aventuró a entrar en la bahía situada debajo de Manhattan y quien remontó el gran río durante días hasta dictaminar que por allí no se llegaba a China.
—Aunque no conduzca a China —informó a los holandeses a su regreso—, el territorio es magnífico, y hay muchísimos castores.
Las gentes del norte de Europa sentían una codicia insaciable en lo que a los castores se refería.
—El castor es una criatura muy útil —aleccionaba Van Dyck a sus hijos—. Su aceite cura el reumatismo, el dolor de muelas y el malestar digestivo. El polvo de sus testículos, disuelto en agua, puede devolver la cordura a los idiotas. Su piel calienta mucho.
En realidad, lo que realmente despertaba las ansias de los hombres era la suave piel que tenían bajo la pelambre por un motivo concreto: porque podía transformarse en fieltro. Los sombreros se confeccionaban con fieltro y todo el mundo quería poseer uno, pese a que sólo los ricos podían permitírselo. Los sombrereros que los hacían se volvían locos a veces, envenenados por el mercurio que se usaba para separar el fieltro de la piel. Van Dyck reconocía para sus adentros que también era una locura que tan sólo por la moda de llevar cierta clase de sombrero se llegara a fundar una colonia, un imperio tal vez, para lo cual los hombres arriesgaban la vida y mataban a otros. Así eran las cosas, sin embargo. Si la costa nororiental del Atlántico la habían colonizado a fin de comerciar con el pescado, la gran bahía de Nueva Ámsterdam y su gran Río del Norte atraía a los colonos por el proceso de fabricación del sombrero de fieltro.
Como muestra de gratitud al intrépido explorador, al referirse al gran río del norte, Van Dyck y los comerciantes de pieles como él a menudo lo llamaban el río Hudson.
—Aquí la tienes. La Nueva Ámsterdam.
El holandés sonrió al ver que su hija se estremecía de alborozo. Ante ellos, la punta meridional de Manhattan surgía entre la inmensidad de la bahía. Las gaviotas revoloteaban sobre las suaves olas del agua. El aire tenía un vigorizante olor salobre.
Pluma Pálida observó las grandes aspas del molino de viento y la compacta masa del fuerte que presidía los muelles. Mientras bordeaban el extremo de Manhattan, donde las casas de los comerciantes se concentraban formando un simulacro de calles, Van Dyck fue señalándole algunos lugares destacados.
—¿Ves esas casas que hay cerca del fuerte? Tu pueblo tenía un campamento allí antes de que llegaran los blancos. Dejaron unos montones tan grandes de conchas de ostra que le pusimos el nombre de De Peral Straet, la calle de las perlas. Esa casa de color claro es de Stuyvesant. La llaman la Mansión Blanca.
Después de doblar la punta meridional, se desviaron por el largo y ancho canal que ascendía por el lado oriental de Manhattan. Pese a que no se trataba de un río, a aquel curso de agua lo denominaban el East River. Van Dyck señaló el terreno que se extendía en la otra orilla.
—Brooklyn. —Los holandeses le habían puesto el mismo nombre que una localidad próxima a Ámsterdam.
—La tierra de mi pueblo —dijo la niña.
—Sí, allí era.
El muelle lo habían construido en el lado oriental de la punta. La canoa se dirigió hacia él. No lejos, había varios barcos fondeados en el East River. Un buen número de miradas se posaron en ellos cuando atracaron.
Enseguida llegaron a un acuerdo para trasladar las pieles a los espaciosos almacenes de la Compañía de las Indias Occidentales por medio de unas grandes plataformas de tracción manual. Van Dyck caminaba junto a éstas en compañía de Pluma Pálida, saludando con sobrias inclinaciones de cabeza a los conocidos con los que se cruzaba. En las proximidades del puerto había gentes de toda especie: marineros de camisas desabrochadas, comerciantes de pantalones abombachados y hasta algún dómine tocado con su alto sombrero cónico de ala ancha. Mientras se alejaban de los muelles, se encontraron con dos comerciantes, Springsteen y Steenburgen, acaudalados personajes que merecían que efectuara un alto para intercambiar saludos.
—Vuestra esposa estaba conversando con Stuyvesant al lado del fuerte, meinheer Van Dyck —le informó Springsteen.
—Podréis verla en cuestión de un minuto —añadió Steenburgen.
Van Dyck lanzó una maldición para sus adentros. El día anterior había concebido un sencillo plan que ahora se desbarataba: sus empleados descargarían la barca y la canoa india y los indios esperarían la marea alta para regresar; con eso tendría tiempo suficiente para mostrarle la ciudad a Pluma Pálida y darle unas cuantas galletas holandesas a modo de agradable culminación del escaso tiempo que habían pasado juntos. Entonces los indios se la llevarían de nuevo río arriba y él se iría con su esposa y sus hijos.
En principio, aun cuando Margaretha se enterase de que estaba en el muelle, deduciría que tenía que ocuparse de sus negocios y el almacenamiento de la mercancía y lo esperaría en la casa. No había previsto que se encontrara al lado del mar, en el fuerte.
Bueno, de todos modos mantendría la promesa que le había hecho a su hija, pero tendría que proceder con cautela.
—Vamos, Pluma Pálida —dijo.
No era fácil mantener la guardia alta por si aparecía su esposa y enseñarle a la vez las cosas a Pluma Pálida. Ésta se mostraba, con todo, satisfecha, y él se dio cuenta de que estaba orgulloso de la ciudad. No se podía negar que Stuyvesant había introducido mejoras. Se había adoquinado la amplia y fangosa avenida contigua al agua, e incluso en la zona de mayor actividad, próxima al mercado, las picudas casas disponían de espaciosos y cuidados jardines. Siguiendo hacia el este, atravesaron el pequeño canal y llegaron al ayuntamiento, el Stadt Huys. Era un edificio provisto de una puerta central, tres hileras de ventanas y otras dos más en la empinada mansarda, rematada con una plataforma rodeada de una barandilla. Se elevaba entre medio de un grupo de otros edificios como una de tantas sedes comerciales, contemplando imperturbable el East River. Delante del Stadt Huys había un par de picotas para castigar a los malhechores. Tuvo que explicar a Pluma Pálida cómo exponían en ellas a las personas a la humillación pública.
—Más allá —continuó, señalando otro punto cercano a la orilla—, tenemos también un patíbulo donde estrangulan hasta morir a los que han cometido delitos más graves.
—Mi pueblo no tiene esa costumbre —comentó la niña.
—Lo sé —repuso él con ternura—, pero nosotros sí.
Se habían detenido delante de una taberna donde bebían unos cuantos marineros cuando desde detrás de una esquina, vestida con un holgado vestido y con una pipa en la mano, salió caminando tranquilamente Margaretha van Dyck.
Margaretha observó a su marido y a la niña. Hacía tan sólo unos minutos que la esposa de meinheer Steenburgen le había informado de que Van Dyck estaba en la ciudad. Tal vez fueran imaginaciones suyas, pero cuando la mujer le dio la noticia, Margaretha creyó advertir en sus ojos un curioso brillo, la clase de mirada que se dedica a la esposa cuyo marido ha sido visto con otra, y aquello la había puesto en guardia.
¿Le haría algo así Dirk, en público? Pese al frío que de repente la invadió, logró dominarse y sonreír a la comadre como si hubiera estado esperando la llegada de su marido para ese mismo día.
Y allí estaba con una niña india. No con una amante, en cualquier caso, sino con una niña que se veía… de piel un poco demasiado clara para ser de pura raza india, tal vez.
—Ya has vuelto —dijo, antes de dispensarle un somero abrazo. Luego retrocedió.
—Sí. Estamos descargando en el almacén.
¿Estaba nervioso? Quizá.
—¿Ha sido fructífero el viaje?
—Mucho. He traído todas las pieles que necesitaba y también una canoa india, para que vuelvan en ella.
—Estupendo. —Miró a Pluma Pálida—. ¿Quién es esta niña?
Dirk van Dyck lanzó una ojeada a Pluma Pálida y se preguntó si comprendería lo que decía. De repente se dio cuenta de que no tenía modo de saberlo. Algunos indios hablaban holandés, pero él siempre había hablado con su hija en su lengua materna. Para sus adentros, se puso a rezar.
—Ha venido con los indios en la canoa —respondió con frialdad—. Es del clan de la Tortuga.
Entre los indios de la zona, la pertenencia al clan, o la fratría, se transmitía por línea materna, de tal modo que uno pertenecía al clan de la madre y no al del padre.
—Yo soy amigo del clan de la Tortuga —añadió Van Dyck.
Margaretha observó a Pluma Pálida con aire pensativo.
—¿Conoces a la madre?
—No. Está muerta.
—Esta niña parece mestiza.
«¿Lo habrá adivinado?», pensó con un arrebato de miedo que procuró sofocar.
—A mí también me lo parece.
—¿Y el padre?
—¿Quién sabe? —contestó, encogiéndose de hombros.
Su esposa dio una chupada a la pipa.
—Estas indias son todas iguales.
Era curioso, meditó Van Dyck. Pese a su religión calvinista, las mujeres holandesas solían tener amantes antes de casarse, y aquella práctica era tolerada. Sin embargo, debido a que algunas indias —cuyo pueblo se había visto desposeído de todo por los blancos— se habían visto obligadas a vender su cuerpo en las bases comerciales a cambio de unas reducidas sumas de dinero cuyo valor no comprendían, su esposa creía que todas las indias eran prostitutas.
—Eso tampoco es cierto —se apresuró a disentir Van Dyck.
—Es una preciosidad. —Margaretha expulsó el humo por la comisura de la boca—. Lástima que luego se vuelvan feas de mayores.
¿Tenía razón? ¿Se volvería fea su hija antes incluso de que él hubiera muerto? Advirtió que Pluma Pálida tendía la mirada al frente, como paralizada. ¡Dios santo! ¿Habría comprendido lo que decían? ¿O lo habría acaso adivinado por el tono de las voces?
Dirk van Dyck amaba a su esposa. Quizá no la quería tanto como debería, pero reconocía que a su manera era una buena mujer, y también una buena madre para sus hijos. Sospechaba que ningún matrimonio era perfecto y pese a los defectos que aquejaban el suyo, sabía que en ese sentido era tan culpable él como ella. Le había sido fiel siempre… con una excepción, la de la madre de Pluma Pálida, a la que consideraba como un caso especial.