La baza más importante era, con todo, su situación. Aun sin componer una imponente silueta a ojos de un militar, el fuerte dominaba el extremo meridional de la isla de Manhattan en la punta que destacaba entre las aguas de un magnífico y amplio puerto natural. El fortín dominaba además la entrada del gran río del Norte. Y Peter Stuyvesant era el gobernador de aquellos dominios.
El enemigo inglés se encontraba ya cerca. Las gentes de Nueva Inglaterra instaladas en Massachusetts y en especial en Connecticut, dirigidas por su maquiavélico gobernador Winthrop, trataban constantemente de arrebatar territorios a los asentamientos periféricos holandeses. Cuando Stuyvesant hizo erigir el sólido muro y la empalizada en el límite norte de la ciudad, a los ingleses se les dio una educada explicación: «Es para impedir que entren los indios». Sin embargo, nadie le creyó: el muro era para mantener a raya a los ingleses.
El gobernador seguía observando a Margaretha.
—Ojalá los ingleses fueran mis únicos enemigos.
Ay, pobre hombre. Era demasiado bueno para ellos, los indignos habitantes de Nueva Ámsterdam.
La ciudad albergaba en torno a mil quinientas personas: unos seiscientos holandeses y valones, trescientos alemanes y casi la misma cantidad de ingleses, que habían elegido vivir bajo el dominio neerlandés. El resto provenía de todos los países del mundo, e incluso había algunos judíos. Sin embargo, ella no estaba segura de que hubiera muchas personas justas y honradas entre ellos.
Margaretha no era una mujer religiosa. La Iglesia Reformada Holandesa era rígida, de tendencia calvinista, y ella no siempre estaba de acuerdo con sus dictados. Aun así, admiraba a los pocos hombres fuertes que se atenían a ellos, como Bogard, el viejo predicador dómine, y Stuyvesant. Ellos al menos preservaban el orden.
Cuando Stuyvesant ponía coto a los excesos de las borracheras en la ciudad, prohibía algunas de las festividades populares de tendencia marcadamente pagana o intentaba mantener al margen de la ciudad a los insensatos cuáqueros o a los miserables anabaptistas, eran muy pocos los comerciantes que le prestaban apoyo. Ni siquiera podía contar con la Compañía de las Indias Occidentales, al servicio de la cual no obstante trabajaba. Cuando llegó un grupo de judíos sefardíes procedentes de Brasil y Stuyvesant les dijo que se marcharan, la compañía ordenó: «Dejadlos entrar. Son buenos para los negocios».
Nadie podía decir que hubiera sido un mal gobernador. Los dirigentes que lo habían precedido habían sido en su mayoría bufones corruptos. Un idiota había emprendido una innecesaria guerra con los indios que por poco había llevado a la colonia a la destrucción. Stuyvesant, por su parte, había aprendido a gobernar con tino: en el norte mantenía a raya a los ingleses; en el sur, cortó por lo sano la naciente colonia sueca del río Schuylkill cuando comenzó a suponer una molestia. Había fomentado el comercio de azúcar y comenzado a traer más esclavos. Todos los barcos llegados de Holanda transportaban, como lastre, los mejores ladrillos holandeses para poder construir las casas de la ciudad. Las calles estaban limpias, disponían de un pequeño hospital y en la escuela se impartían clases de latín.
¿Y la gente estaba agradecida por ello? Por supuesto que no. Les molestaba que los gobernara, e incluso pensaban que podían hacerlo ellos mismos, los muy necios. Ella, por su parte, no los veía lo bastante capaces para tal cometido.
El peor de ellos había sido un abogado hipócrita, un tal Van der Donck. Lo llamaban «el Jonker», el terrateniente. Se dedicaba a intrigar a espaldas del gobernador, dirigiendo cartas a la compañía de las Indias Occidentales y publicando quejas con la intención de destituir a Stuyvesant. ¿Y para qué?
—El Jonker es un amante de la libertad —solía decirle su marido.
—Sois todos unos necios —protestaba ella—. Sólo se ama a sí mismo. Será él quien te gobierne en lugar de Stuyvesant si le dais la menor ocasión.
Por suerte, el Jonker no había logrado destruir a Stuyvesant, pero sí se las había arreglado para hacerse con una gran finca situada al norte de la ciudad. Incluso había escrito un libro sobre los Nuevos Países Bajos que, según aseguraba su marido, era de calidad. El miserable ya estaba muerto ahora… ¡gracias a Dios! Los habitantes de Nueva Ámsterdam, sin embargo, aún seguían llamando su extensa propiedad «La Finca del Terrateniente», como si el hombre siguiera allí. Su ejemplo había cundido tanto entre los comerciantes que, en su opinión, a Stuyvesant no le convenía confiar en ninguno de ellos.
—¿Puedo contar con vos, Greet? —preguntó el gobernador, posando en ella su acerada mirada.
El corazón le dio un vuelco. No pudo evitarlo.
—Desde luego.
Él estaba casado y era feliz en su matrimonio; al menos eso suponía Margaretha. Vivía con Judith Bayard en su
bouwerie
, como los holandeses llamaban a sus granjas, y todo indicaba que estaba satisfecho. Judith era mayor que Peter. Fue ella quien lo cuidó hasta su restablecimiento después de que perdiera la pierna, y después se casaron. Hasta donde sabía Margaretha, sólo había tenido otra relación con una mujer, y eso fue cuando era joven, mucho antes de conocer a Judith. Aquello fue un pequeño escándalo, pero ella tenía aún mejor concepto de él a causa del incidente. De no haber sido por aquello, podría haber llegado a ser ministro calvinista, en lugar de enrolarse en la Compañía de las Indias Occidentales para ir a buscar fortuna en lejanos mares.
—¿Y vuestro esposo? ¿Puedo contar con él?
—¿Mi esposo?
Su marido, dondequiera que estuviese, evitándola.
En todo caso, aquello estaba a punto de cambiar. Durante su ausencia, Margaretha había estado pensando en el asunto y había ideado un plan para su futuro que sería más satisfactorio. Era una suerte que la tradición holandesa proporcionara a las mujeres mucha más libertad, y también poder, que a las de otros países. También había que agradecer a Dios los acuerdos prematrimoniales holandeses. Cuando Dirk van Dyck regresara a casa le expondría sus planes, que ya tenía bien perfilados.
—Oh, sí —repuso—. Hará lo que le pidáis.
—Me dirijo al fuerte —dijo Stuyvesant—. ¿Querríais acompañarme?
Aquél era un hermoso día de primavera en Londres. El río Támesis estaba abarrotado de barcos. Thomas Master observaba el navío, tratando de tomar una decisión.
En la mano tenía la carta de su hermano Eliot, en la que éste le comunicaba la muerte de su padre. Tom era demasiado sincero para fingir que lo sentía. Tenía veintidós años, y ahora era libre. ¿Por qué se decantaría? ¿Por Inglaterra o por América?
A su izquierda se alzaba la gran mole gris de la Torre de Londres, silenciosa, hermética. A su espalda, el elevado tejado del Viejo Saint Paul le transmitió un sentimiento de reprobación cuando se volvió a mirar. Pero ¿qué censuraba? A él mismo, sin duda. Al fin y al cabo, lo habían mandado a Londres cubierto de vergüenza.
Treinta años atrás Adam Master, de la costa este de Inglaterra, y Abigail Eliot, de West Country, se conocieron en Londres. Para aquellos dos jóvenes y fervientes puritanos, la capital de Inglaterra resultaba un lugar escandaloso. El rey Carlos I reinaba entonces; tenía una esposa católica francesa y trataba de gobernar Inglaterra como un déspota. Su nuevo hombre de confianza, el arzobispo Laud, estaba decidido a imponer a todos los ingleses las grandilocuentes ceremonias y la altanera autoridad de una iglesia anglicana que, al final, era igual de papista que la católica. Después de casarse, Adam y Abigail se quedaron unos años en Londres con la esperanza de que mejoraran las cosas. Para los puritanos todo fue a peor, sin embargo, de modo que Adam y Abigail se incorporaron al gran flujo emigratorio con destino a América.
Los ingleses se habían instalado en Virginia desde hacía dos generaciones. Por la época en que el Globe Theatre representaba las obras de Shakespeare en la orilla sur del Támesis, la mitad de la población de Londres fumaba tabaco de Virginia en sus pipas de arcilla. No obstante, el número de personas que se habían trasladado allí era aún muy bajo. Unos cuantos aguerridos viajeros se habían aventurado a ir a Massachusetts y habían nacido, asimismo, otros asentamientos, pero apenas se podía hablar de una verdadera emigración.
En la segunda mitad del reinado del rey Carlos, la tendencia se invirtió por completo, sin embargo. Los puritanos de Inglaterra comenzaron a irse. Venidos del sur, del este o del oeste, reunidos en grupos o a veces en familias, o en comunidades enteras, se embarcaban para cruzar el Atlántico. Apenas transcurría semana en que no partiera un navío de un puerto u otro. A partir de 1635, el rey Carlos de Inglaterra perdió en torno a una quinta parte de sus súbditos de esta manera. Personas de fortuna como Winthrop, jóvenes de posibles como Harvard, comerciantes y menestrales, labradores y predicadores con sus esposas, hijos y criados… todos embarcaron hacia América para evitar al rey Carlos y a su arzobispo. Aquel flujo de personas, que se desarrolló en menos de una década, supuso la primera repoblación real de las colonias americanas.
Carlos I nunca manifestó el menor pesar por aquella pérdida. Para él suponía más bien una ganancia. En lugar de granjearle conflictos en Inglaterra, donde trataba de afianzar su autoritario gobierno, se habían ido a instalar por voluntad propia en las enormes extensiones de ultramar de su reino. Dondequiera que fueran en aquel vasto e inexplorado continente harían que dicho territorio fuera Inglaterra, puesto que aún seguían siendo súbditos suyos, del primero al último. En cuanto a la libertad de culto de que gozaban, quedaba a recaudo de la vista, y probablemente se podría corregir más adelante.
Adam y Abigail Master fueron a Boston. Les había gustado la línea de devoción dura y en ocasiones cruel de la congregación allí asentada. Al fin y al cabo, ellos no buscaban tolerancia; sólo pretendían fundar el reino de Dios. Su hijo mayor Eliot había seguido de cerca los pasos de sus padres. Concienzudo, prudente, decidido, era un hijo modélico según los cánones de la comunidad de Boston. Tom era harina de otro costal.
Tom Master era rubio, de ojos azules. Pese a la leve prominencia de su dentadura, las mujeres lo encontraban atractivo. De niño era delgado, movido, imaginativo. En la adolescencia, sólo con su porte dejaba traslucir agudeza y sentido del humor. Rebosaba vigor. Su conducta y los amigos de que se rodeaba dejaban, sin embargo, mucho que desear.
Lo cierto era que ya por aquel entonces no eran pocos —marinos y pescadores, comerciantes y granjeros, por no mencionar los representantes de oficios más viles— quienes demostraban más interés por el dinero que se podía ganar en Massachusetts que por la salvación de sus almas. La congregación imponía su voluntad hasta donde podía, pero había muchos renegados.
Y el joven Tom, muy a pesar de sus padres y de su hermano Eliot, parecía destinado a seguir la ruta del infierno. No rendía en los estudios; aunque tenía capacidad, no se aplicaba. Se emborrachaba y frecuentaba malas compañías. En una ocasión, faltó incluso al oficio del domingo. Su padre, que no había escatimado correctivos con él, al final tuvo que reconocer que no era una cuestión de disciplina ni de preceptos. En el interior de Tom había algo muy hondo que su padre no sabía cómo modificar.
Adam Master se había labrado un sólido porvenir practicando la abogacía. Había comprado una granja y era propietario de un barco. Eliot había estudiado derecho, pero quería ser predicador. Tom había trabajado de aprendiz con un comerciante y mostraba aptitudes para los negocios. Eso era algo, al menos.
Dos sucesos habían roto, no obstante, el corazón de su padre. El primero tuvo lugar cuando Abigail se hallaba en el lecho de muerte. Mandó llamar a su segundo hijo y, en presencia de su padre, le rogó que le jurase que nunca volvería a tomar una gota de licor en su vida. De este modo esperaba que, realizando aquel primer paso, lograría volver sobre el buen camino. ¿Y cuál fue la respuesta de él?
—Por Dios, mamá. Sabes que no te puedo prometer eso.
Eso fue lo que le dijo a su madre moribunda. Adam nunca pudo perdonárselo. No se peleaba con Tom, pues sabía que Abigail lo habría querido así; era educado y hacía cuanto se esperaba de un padre, pero sabía que Tom no era bueno.
Por ello cuando, a los diecinueve años, Tom tuvo su primera relación amorosa con la esposa de un virtuoso marino mientras éste se encontraba de viaje —el propio capitán del barco del que era dueño Adam—, su padre se esforzó por mantener en secreto el asunto para no perjudicar a Eliot, pero ordenó al joven Tom que abandonara Massachusetts de inmediato. Lo mandó, provisto de una seca carta de presentación, a ver a un comerciante que conocía en Londres, con instrucciones de que no regresara jamás.
Tom había partido exiliado al Viejo Mundo. No era digno del Nuevo.
A Tom le gustó Londres. El ambiente de la ciudad se adaptaba a su carácter. Pese a que Cromwell y los puritanos habían gobernado Inglaterra durante una década, el gran experimento de dirigir un país sin un rey había degenerado al final en una confusión que conllevó la imposición de una ley marcial. A la llegada de Tom, los ingleses habían restaurado en el trono al hijo del difunto rey, Carlos II, que era un monarca alegre. Su hermano menor James, duque de York, era rígido y altanero, pero el rey era flexible y prudente; no tenía deseos de ser derrocado como su padre. Después de años de exilio, quería divertirse y veía con buenos ojos que sus súbditos disfrutaran también. Era mujeriego y le encantaban las carreras de caballos y asistir a las representaciones de teatro. Demostraba, asimismo, un genuino interés por la ciencia.
El Londres que encontró Tom se hallaba en un momento de transición entre dos mundos: el medieval y el moderno. Gracias a la expansión de los dominios británicos de ultramar, los mercaderes londinenses tenían muchas oportunidades de hacer fortuna. Los ricos aristócratas y terratenientes daban el tono en las tendencias de moda. Había toda clase de diversiones y espectáculos, y Tom lo pasó muy bien durante un año.
Al cabo de un tiempo, no obstante, comenzó a añorar América. No echaba de menos Boston ni su puritana familia, sino otro tipo de cosas que le costaba definir, cierta sensación de espacio, de contacto con nuevas fronteras, de la posibilidad de rehacer el mundo. En ello había un anhelo de libertad, la libertad de la naturaleza virgen, tal vez, aunque no alcanzaba a expresarlo en palabras.