Entonces el hacendado se acercó y me miró.
—Veamos, negro —espetó—. ¿Qué tienes que decir?
Me encontraba colgado allí de ese poste, con más de cincuenta años, azotado por primera vez en mi vida, con toda la dignidad perdida.
—Lo siento, Jefe —grité—. Haré lo que digáis.
—No me llames Jefe —contestó—, que yo no soy un maldito holandés.
—No, señor —susurré.
Y aunque tuviera rabia adentro, aquellos latigazos fueron tan horrorosos que habría lamido el suelo si me lo hubiera pedido. Cuando lo miré a los ojos, estaba desesperado.
—No me dirijas la palabra —dijo— si yo no te lo indico. Y cuando me hables, negro ladrón, hijo de puta, mira al suelo. No vuelvas a atreverte a mirarme a la cara nunca más. Recuérdalo. —Después, cuando bajé la vista, llamó al capataz—. Dale algo para que se acuerde de esto.
Entonces el capataz me dio diez latigazos más. Creo que al final me desmayé, porque no recuerdo que me llevaran al cobertizo.
En esa granja trabajé medio año. Era un trabajo duro. En invierno, cuando llegó la nieve, a los esclavos nos enseñaron a fabricar clavos en la forja que tenía el amo. Nos pasábamos diez horas diarias para hacer aquellos clavos, que después vendían. Siempre nos hacían trabajar en algo que reportara dinero. Nos daban de comer lo suficiente y nos mantenían en un sitio caliente para que pudiéramos trabajar. Y aunque pensáramos en eso, al final del día estábamos demasiado cansados para crear complicaciones. No me volvieron a azotar, pero sabía que si daba algún motivo, volvería a recibir latigazos, más aún que la vez anterior.
Todo aquello me hizo concluir que había sido muy afortunado durante los años en que fui propiedad del Jefe, mientras que cada año los hombres como el señor Master llevaban miles de negros a las plantaciones, donde soportaban condiciones parecidas o peores.
En primavera volvieron a ponernos a trabajar en los campos, a arar y cavar. Un día a mediodía estaba en el campo, todo sucio de barro, cuando vi un carruaje que llegaba por el camino. De él se bajaron un hombre y una mujer, que entraron en la casa. Al cabo de un rato el hacendado salió y me gritó que acudiera, de modo que me apresuré a ir. Mientras permanecía delante de él, poniendo buen cuidado en mantener la vista gacha, oí el roce de un vestido en el porche, pero no me atreví a mirar para ver quién era.
—Hombre, Quash ¿no me reconoces? —oí que me decía una voz conocida.
Entonces me di cuenta de que era la señorita Clara.
—Estás cambiado, Quash —observó la señorita Clara mientras me llevaba a Nueva York en compañía del señor Master—. ¿Te trataban mal?
—Estoy bien, señorita Clara —respondí, demasiado avergonzado aún para contarle que me habían azotado.
—Nos ha costado un poco averiguar dónde estabas —me explicó—. Mi madre se negó a decirnos a quién te había vendido. Yo encargué a varias personas que preguntaran por toda la ciudad y nos enteramos hace sólo unos días.
Le pregunté si sabía algo de Hudson.
—Lo vendió a un capitán de barco, pero no sabemos quién es. Podría estar en cualquier lugar. Lo siento, Quash —se disculpó—. Puede que no lo vuelvas a ver.
Me quedé sin habla durante un momento.
—Habéis sido muy amable viniendo a buscarme —le agradecí después.
—He tenido que pagar un elevado precio por ti —señaló, riendo, el joven Henry Master—. Como sabía el interés que teníamos por ti, el viejo hacendado se ha aprovechado.
—Sabemos que mi padre quería que fueras libre —dijo la señorita Clara.
—Hum —murmuró su marido—. No sé, no sé, después de lo que he tenido que pagar. De todas maneras, aún tenemos qué decidir qué vamos a hacer contigo, Quash.
Por lo visto, el problema era el ama. Últimamente se había ido a la cuenca alta del río, a Schenectady, con la intención de vivir allí. Había elegido ese lugar porque era una ciudad con una fuerte implantación de la Iglesia holandesa, sin apenas habitantes ingleses.
—Mientras se quede allí podemos tenerte con nosotros, o en casa de mi hermano —explicó la señorita Clara—. Pero Jan no quiere que te encuentre cuando vuelva. Podría enfadarse, y ella mantiene el control de todo ahora. Siento no poderte liberar —añadió.
—No importa, señorita Clara —respondí.
Con ellos estaría mucho mejor que con aquel hacendado y, además, ¿de qué me servía la libertad ahora, si mi hijo seguía siendo esclavo?
La primavera y el verano de ese año trabajé para la señorita Clara y su familia, y como yo sabía hacer casi todas las labores de la casa, les fui de gran utilidad.
Yo disfrutaba en especial con su hijo Dirk. Era un niño pillo, lleno de vida, en el que me parecía advertir algunos rasgos del Jefe. Aunque tenía el cabello rubio y los ojos azules de su madre, ya se le veía una gran agudeza, pero en lo de estudiar era un poco perezoso. ¡Y cómo le gustaba ir al puerto a aquel chiquillo! Me recordaba a mi propio hijo. Yo lo llevaba allí y le dejaba mirar los barcos y hablar con los marineros. Pero lo que más le agradaba era ir al otro lado del fuerte para observar el río. Era como si ese río ejerciera una atracción en él. Cuando para su cumpleaños, que era en verano, le preguntaron qué quería, pidió si podía subir por el río en barca, de modo que en un hermoso día despejado nos fuimos en una barca de vela Henry Master, el pequeño y yo; a favor del viento y la marea, subimos por el poderoso río, hasta más allá de las empalizadas de piedra. Antes de volver, acampamos una noche. Y durante el viaje, Dirk pudo llevar el cinturón indio de
wampum
, que le colocamos con tres vueltas alrededor de la cintura.
—Este cinturón es muy importante ¿verdad, Quash? —me preguntó.
—Tu abuelo le concedía gran valor —respondí— y te lo dio a ti en concreto para que lo conserves toda la vida y lo legues a la familia.
—Me gustan los motivos que tiene —dijo.
—Dicen que esos motivos de
wampum
tienen un significado especial —le expliqué—. Deben de contar que el Jefe era un gran hombre o algo así. Creo que se lo regalaron unos indios que le tenían una gran estima, pero no sé nada más.
Se notaba que a ese niño le gustaba estar en el río. Se sentía como en casa allí. Hice votos por que más tarde se ganara la vida en el río y no en los barcos de esclavos.
Es posible que, en ese sentido, lograra influir en su vida, porque un día, mientras me estaba lavando en mi habitación del piso de arriba, creyendo encontrarme solo, oí la voz del pequeño Dirk a mi espalda.
—¿Qué son todas esas marcas que tienes en la espalda, Quash?
Los latigazos recibidos en la granja me dejaron unas terribles cicatrices en toda la espalda, que siempre llevaba tapada, y por nada del mundo habría querido que el niño las viera.
—Algo que ocurrió hace mucho —le contesté—. Ahora es mejor que te olvides de eso.
Luego lo mandé al piso de abajo. Ese mismo día, sin embargo, la señorita Clara se acercó mientras cuidaba las flores del jardín y me tocó el brazo.
—Ay, Quash, cuánto lo siento.
Un par de días más tarde, el pequeño Dirk tomó la palabra mientras yo servía la mesa.
—Padre, ¿es correcto azotar a un esclavo?
—Bueno, depende —murmuró, incómodo, su padre.
—No, nunca es correcto —intervino, con mucha calma, la señorita Clara.
Conociendo su carácter, supe que nunca cambiaría de parecer en eso. En realidad, una vez le oí decir a su marido que no le importaría si todo el negocio de la esclavitud se acabara. Él le replicó que, tal como estaban las cosas, una buena parte de la riqueza del Imperio británico dependía del trabajo realizado por los esclavos en las plantaciones de azúcar, de modo que no era probable que aquello tuviera un pronto final.
Me quedé con la señorita Clara y su marido hasta finales de año. Durante ese tiempo, hubo una epidemia de fiebre amarilla de la que, por fortuna, no se contagió nadie de la casa. Luego me quedé con ellos buena parte del año siguiente.
En Inglaterra, tanto la reina María como su marido holandés Guillermo habían fallecido ya, de manera que le entregaron la corona a la hermana de María, Ana. Por aquel entonces el gobierno otorgaba tanta importancia a América que mandaron a un gran caballero, primo de la propia reina, que se llamaba lord Cornbury. Éste vino a vivir a Nueva York.
Nada de aquello me habría afectado de no haber sido por el ama. En octubre mandó una carta diciendo que tal vez iba regresar a Nueva York. Aunque nadie sabía el motivo, Jan decía que probablemente se habría peleado con alguien. Entonces la señorita Clara se reunió con su hermano para decidir qué iban a hacer. Yo estaba en el salón con ellos.
—Lo mejor será que no estés aquí si vuelve, Quash —me dijeron los dos.
—Es nuestro deber velar por Quash —advirtió la señorita Clara.
—Desde luego —acordó Jan—, y creo que tengo la solución: un lugar donde tendría un trabajo llevadero y cuidarían bien de él. —Asintió, sonriéndome—. Ahora mismo acabo de estar con el gobernador en persona.
—¿Lord Cornbury? —dijo la señorita Clara.
—El mismo. Por lo visto, Su Excelencia busca un criado personal. Le he hablado de Quash y se ha mostrado muy interesado. —Se volvió hacia mí—. Si trabajas para él, Quash, recibirás un buen trato. Además, los gobernadores sólo se quedan unos cuantos años y después vuelven a Inglaterra. Si eres del agrado de Su Excelencia, y sé que así va a ser, ha aceptado concederte la libertad antes de irse.
—¿Pero y si lord Cornbury cambia de parecer y decide vender a Quash? —objetó la señorita Clara.
—Ya había pensado en eso. Lord Cornbury me ha dado su palabra de que si no estuviera satisfecho, volvería a vendernos a Quash por el precio que ha pagado.
—¿Estás seguro de que Quash estará cómodo? —planteó la señorita Clara.
—¿Cómodo? —El señor Master se echó a reír—. Seguramente vivirá mejor que nosotros.
—Quash —me dijo la señorita Clara—, si no estás contento, ven a verme directamente.
—Bueno, lord Cornbury aún no ha visto a Quash —advirtió Jan—, pero si todo sale bien, Quash, te estaré agradecido, porque así quedaré bien con él.
—Haré lo que pueda —prometí.
Y así fue como en el espacio de un año y medio, pasé de ser propiedad de aquel cruel hacendado a incorporarme al servicio de la casa del propio gobernador.
Su Excelencia pertenecía a la antigua familia de los Hyde y era el hijo y heredero del conde de Clarendon, tío de la reina. Formaba parte pues de la familia real, pero no era en absoluto altanero. Siempre era magnánimo, incluso con un criado como yo. Era bastante alto, ancho de hombros, de pelo oscuro y grandes ojos castaños. Si no se hubiera afeitado meticulosamente todos los días se le habría visto una tez muy morena. Precisamente uno de mis quehaceres era afeitarlo. Como nunca había vivido en una casa de la aristocracia, a menudo lo observaba, tanto por curiosidad como para ver de qué manera podía complacerlo.
Pronto comprendí por qué Jan quería quedar bien con lord Cornbury.
—Yo soy un
tory
—afirmaba sonriendo Su Excelencia—. Defiendo los intereses de la reina y de su corte. ¿Cómo no iba a hacerlo siendo su primo?
Él dispensaba un trato de favor a las grandes familias que tenían un estilo de vida inglés y les concedía cargos, contratos y tierras. Por esta razón, los numerosos holandeses de humilde condición que vivían en la ciudad y aún se acordaban del pobre meinheer Leisler no le tenían aprecio a lord Cornbury, y yo creo que él tampoco sentía gran simpatía por ellos. Por suerte, yo hablaba bastante bien inglés, y después de haber pasado tantos años cerca del Jefe sabía cómo lograr que un amo se encontrara a gusto conmigo.
Su Excelencia y su esposa habían tenido cinco hijos, de los que sólo quedaban con vida dos: Edward, que tenía diez años cuando llegó, y una hermosa niña de pelo oscuro, de ocho años, llamada Theodosia. El niño pasaba casi todo el tiempo con su preceptor, y Theodosia con su madre, de modo que yo sólo tenía que atender a Su Excelencia. Era un amo fácil de complacer, porque pese a que insistía en el mantenimiento del orden, siempre me explicaba lo que quería y me decía si era de su agrado. Siempre era educado con las personas que acudían a verlo, pero detrás de sus buenos modales, yo me daba cuenta de que era ambicioso.
—Todo gobernador debería dejar una huella de su paso —lo oí decir un día.
En lo que más vehemencia ponía era en fortalecer la Iglesia anglicana. A menudo recibía al consejo de administradores del templo Trinity, al cual cedió una gran extensión de tierra en el lado oeste de la ciudad. Aparte, hizo pavimentar la calle Broadway con buenos adoquines, desde Trinity hasta el Bowling Green. También puso clérigos anglicanos en algunas iglesias presbiterianas y holandesas. A los afectados no les gustó nada aquella medida, pero a él no le importó.
—Lo siento, caballeros —les contestó—, pero ése es el deseo de la reina.
Eso era parte de su plan. Yo estaba presente un día en que convocó a los administradores de la Trinity.
—Nueva York posee un nombre inglés —dijo—, y en vosotros y en el clero anglicano depositamos la misión de hacer de ella una ciudad inglesa en todos los sentidos.
Aunque no era orgulloso, le agradaba hacer las cosas con refinamiento. La residencia del gobernador, situada en el fuerte, tenía unas cuantas habitaciones bien acondicionadas, pero no era elegante.
—Esta casa no es la adecuada —se quejaba.
Un día fuimos en barca hasta Nut Island, que se encuentra a corta distancia de la punta de Manhattan.
—Éste es un sitio encantador, Quash —me comentó mientras paseábamos entre los castaños que allí crecían—. Encantador.
Al poco tiempo mandó construir una hermosa casa en una loma de aquella isla, a la que pronto pasaron a llamar la isla del Gobernador.
Había que conseguir fondos para pagarla, desde luego, pero el reciente impuesto recaudado para reforzar las defensas de la ciudad había reportado mil libras, que invirtió a tal uso. Algunos de los comerciantes que habían pagado el impuesto se enojaron, pero él no se inmutó.
—Nadie nos ataca en este momento —alegaba.
Por aquella época todavía veía de vez en cuando a la señorita Clara y a la familia, aunque no habían vuelto a tener noticias del ama… hasta un día en que me encontré a Jan en Wall Street.
—Regresó, Quash —me informó—. A su regreso se enteró de todo lo que ha hecho el gobernador para impulsar la Iglesia anglicana en detrimento de la holandesa, y al cabo de tres días se volvió a marchar a Schenectady diciendo que no iba a volver nunca más. Que Dios bendiga a lord Cornbury —añadió, riendo.