—«Abrimos un camino para la libertad y su séquito, de sesenta millas de latitud y trescientas hasta el Caribe».
—Exacto. Una gran franja de desolación absoluta, un erial calcinado. La ruina más extrema. De sesenta millas de ancho, señor, y trescientas de largo. Eso fue lo que le infligimos al Sur. No creo que jamás se haya hecho nada más terrible en toda la historia de la guerra. —Calló un momento—. Y algún deleznable idiota lo transformó en una canción popular. —Señaló el paisaje—. Ése es el aspecto que tenía.
La fotografía plasmaba una amplia panorámica que se extendía a lo largo de muchos kilómetros, hasta el horizonte. En el primer plano se veían los restos carbonizados de una alquería y alrededor, hasta donde abarcaba la vista, había un yermo vacío, renegrido.
Aún quedaba una sala por visitar. Era la más pequeña y contenía fotos sin ningún vínculo temático. La primera que llamó la atención del periodista fue la que había sacado hacía tiempo a los negros que caminaban por las vías del ferrocarril en paralelo al reluciente río.
—Me gusta —elogió.
—Ah —exclamó, sinceramente complacido, Theodore—. Es una de mis primeras obras, pero estoy bastante orgulloso de ella.
Había algunos pequeños retratos de familiares y amigos, entre los que se contaba su primo Hans, el fabricante de pianos, sentado frente al instrumento, con las finas facciones de la cara resaltadas por la suave luz llegada desde una invisible ventana.
En una pared había tres panorámicas de las cataratas del Niágara, encargadas por Frank Master. Eran espectaculares. La prolongada exposición, sumada a la complejidad de masas de vapor que brotaban del fondo y a una impresionante nitidez del cielo, componía una escena casi irreal, semejante a una pintura.
—Hum —murmuró Horace Slim—. Éstas van a tener una buena acogida.
—Sirven para pagar el alquiler, señor Slim. También son excelentes desde el punto de vista técnico, por cierto.
Había diversas escenas de Nueva York, entre las que se incluía una foto del depósito de la Quinta Avenida, que le había encargado Hetty Master.
Parecía que la exposición se acababa allí. Quedaba sólo una pequeña imagen, oscura, dispuesta en un rincón a la que fue a echar una ojeada Horace Slim. La fotografía tenía por título
Sonata a la luz de la luna
.
Tardó unos segundos en descifrar su contenido. Aquella escena había requerido una prolongada exposición, porque había sido tomada a la luz de la luna. Se distinguía una trinchera y un centinela apostado cerca de un cañón de campaña, que reflejaba con tenue brillo la luz de la luna. Se veían tiendas y un arbolillo maltrecho.
—¿De la Guerra Civil?
—Sí. Pero me parecía que no acababa de encajar en la otra sala. Es una fotografía más personal. Es posible que la descuelgue.
El periodista de mirada triste asintió y tras cerrar el bloc de notas, lo guardó en el bolsillo.
—Bueno, pues creo que ya hemos terminado.
—Gracias. ¿Me dedicará una reseña?
—Sí. No sé de cuánta extensión, porque eso depende del director, pero dispongo de cuanto necesito.
Se encaminaron juntos a la salida.
—Sólo por curiosidad, sin ánimo de indagación periodística ¿qué anécdota había detrás de esa pequeña foto oscura?
—Fue la noche anterior a un combate —explicó, tras un momento de silencio, Theodore—. En Virginia. Nuestros soldados de la Unión estaban en sus trincheras y los confederados en las suyas, a no más de un par de tiros de piedra de distancia. Estaba todo en silencio y, como habrá visto, la luna iluminaba la escena. Debía de haber combatientes de todas las edades, supongo, en aquellas trincheras. Hombres de mediana edad y muchos que apenas eran más que unos chiquillos. También había mujeres en el campamento, por supuesto, esposas y demás.
»Yo suponía que se iban a dormir, pero luego, en las trincheras de los confederados, alguien empezó a cantar
Dixie
.
[2]
Pronto todos sus compañeros se unieron a él. Nos estuvieron cantando pues
Dixie
durante un rato y luego pararon.
»Como era de esperar, los nuestros no iban a dejar la cosa así, de modo que un grupo se puso a cantar
John’s Brown Body
,
[3]
y enseguida todas las trincheras entonaron esa canción. Cantaban muy bien, debo decir.
»Cuando acabaron, volvió el silencio. Después en la trinchera de los confederados se alzó una sola voz. Era un hombre joven, que comenzó a cantar un salmo. Era el salmo veintitrés, nunca me olvidaré.
»Como sabe, en el Sur, con el sistema de notación musical que usan para facilitar la lectura de partituras, todas las congregaciones tienen una gran práctica en el canto de salmos. En ese momento, pues, todos se unieron a su compañero, pero en voz baja, con una entonación dulce. No sé si sería por la luz de la luna, pero debo decir que fue el sonido más hermoso que he oído nunca.
»Me había olvidado, con todo, de que muchos de los nuestros también estaban acostumbrados a cantar salmos. Si uno piensa en todas las blasfemias que oye a lo largo del día en un campamento, es muy fácil olvidarlo, pero es así. En ese momento, me llevé una sorpresa cuando nuestros soldados se pusieron a cantar con ellos. Al cabo de poco, en todas las trincheras, aquellos dos ejércitos cantaron juntos, momentáneamente liberados de sus circunstancias, como si fueran una única congregación de hermanos reunidos a la luz de la luna. A continuación cantaron otro salmo, y después volvieron a cantar el veintitrés. Luego se hizo el silencio, que se prolongó el resto de la noche.
»En ese momento tomé la foto.
»A la mañana siguiente hubo una batalla. Y antes de mediodía, lamento tener que decir, señor Slim, casi no quedaba vivo ninguno de los hombres que habían ocupado todas aquellas trincheras. Se habían matado entre sí. Estaban muertos, señor, casi todos.
Atenazado de improviso por la emoción, Theodore Keller calló y tardó un minuto en recobrar el habla.
1888
E
ran tres los congregados en torno a la mesa del restaurante Delmonico. Frank Master estaba nervioso. Él no quería acudir. En realidad, se llevó una gran sorpresa cuando Sean O’Donnell le pidió que fuera a reunirse con Gabriel Love.
—¿Qué diablos quiere de mí? —contestó.
Por más que Gabriel Love fuera una figura conocida, se movía en círculos muy distintos y Frank no tenía deseos de hacer negocios con esa clase de hombre.
—Sólo tiene que ir y verlo —le pidió Sean—, como un gesto hacia mí.
Como le debía más de un favor a O’Donnell, Frank no tuvo más remedio que aceptar.
El restaurante Delmonico, al menos, había sido una buena elección. Antes era más céntrico, pero lo habían trasladado a la Veintiséis con la Quinta, frente a la antigua mansión de Leonard Jerome y el Madison Park. A Frank le gustaba aquel establecimiento.
—Tenga en cuenta, O’Donnell, si hay algo ilegal, yo me marcho —advirtió, de todos modos, antes de entrar por la puerta.
—Todo va a ser correcto —le aseguró Sean—. Confíe en mí.
Por aquel entonces Sean O’Donnell se había convertido en un personaje muy elegante. Llevaba la cara afeitada; todavía tenía el cabello espeso, aunque canoso. Vestía un traje de color gris perla de impecable corte complementado con una pajarita de seda anudada a la perfección y unos broches de camisa con incrustaciones de diamantes. Sus zapatos estaban tan relucientes que costaba imaginar que su propietario hubiera pasado junto a una cuneta en toda su vida. Tenía la apariencia de un banquero. Todavía era dueño del bar y de vez en cuando se pasaba por el local, pero hacía casi veinte años que no vivía allí. Se había instalado en una casa situada en la parte baja de la Quinta Avenida, que aunque no era una mansión, sí era tan grande como la que tenía Master en Gramercy Park. Sean O’Donell era, en suma, un hombre rico.
Master tenía sus teorías de cómo lo había conseguido. Mientras Fernando Wood se había dedicado a extorsionar dinero de las arcas de Nueva York y su sucesor, el gran Boss Tweed de Tammany Hall, había convertido aquel negocio en un arte, O’Donnell había logrado mantenerse primero en el entorno de uno y después en el del otro, cosa que le había reportado enormes beneficios. Así había podido construir, aprovechando el constante crecimiento de la ciudad, un gran número de edificios que luego alquilaba o vendía con un elevado margen de beneficio.
—Nunca me beneficié de ningún contrato fraudulento —le había asegurado Sean—, pero me dejó invertir 10.000 dólares en su imprenta. —Después Tweed había desviado hacia la empresa todos los trabajos de impresión de la ciudad, por los que cobraba unos precios inflados—. Ganaba un dividendo de 75.000 dólares al año por una inversión de 10.000 —confesó Sean.
Y cuando Tweed había tenido que rendir cuentas y su círculo de íntimos había caído en desgracia, O’Donnell había formado parte de aquellos que, tras haberse aprovechado discretamente de sus manejos durante años, había conseguido disimularlo y proseguir tranquilamente con sus negocios.
Luego habían venido las operaciones en Wall Street.
Aquél había sido el campo de acción de personas como Gabriel Love.
Gabriel Love era obeso. Sentado frente a Frank Master, lo observaba plácidamente con sus acuosos ojos azules mientras su gran barba se desparramaba como una benigna cascada sobre la amplia curva de su estómago, rozando el borde de la mesa.
Todo el mundo conocía al señor Gabriel Love. Tenía un gran parecido con Santa Claus, y los donativos que regalaba a las organizaciones caritativas eran legendarios. Le encantaba ir a la iglesia, donde cantaba los himnos con una aguda voz de tenor, en falsete casi. Siempre llevaba los bolsillos llenos de caramelos para repartirlos entre los niños. La gente solía llamarlo «el Papá Cariñoso», con la excepción, desde luego, de quienes habían sido víctimas de sus devastadoras operaciones financieras. Ésos le llamaban «el Oso».
Gabriel Love saludó con educado comedimiento a Master. Cuando los camareros sirvieron la comida, anunció que iba a bendecir la mesa, cosa que hizo con actitud de profunda reverencia. Después dejó que Sean dirigiera el hilo de la conversación hasta que hubo terminado de comer un pollo entero. Entonces se volvió hacia Frank.
—¿Es usted aficionado a las apuestas, señor Master? —inquirió.
—Juego de vez en cuando —repuso, con cautela, Master.
—Desde mi punto de vista, lo que se hace en Wall Street es lo mismo que una apuesta. Yo he visto hombres que se han pasado la tarde apostando por qué gota de lluvia de una ventana iba a llegar primero abajo. —Asintió, pensativo—. La codicia también es un acicate para eso. No es que sea algo malo. Como yo siempre digo, sin codicia no habría civilización. Los acólitos de Wall Street no tienen, sin embargo, paciencia para cultivar la tierra o fabricar cosas. Son listos, pero superficiales. Invierten en empresas, pero sin interesarse en lo que son o lo que hacen. Lo único que quieren es apostar por ellas. Wall Street siempre estará lleno de jóvenes aficionados a las apuestas.
—¿Jóvenes? —se extrañó Sean—. ¿Y los mayores qué, Gabriel?
—Ah. Bueno, a medida que el joven se hace mayor, tiene una familia que cuidar y responsabilidades que atender, y entonces cambia. Es algo que va con la naturaleza humana. En la calle se ve continuamente. El hombre con responsabilidades no apuesta de la misma manera. Sus operaciones son diferentes.
—¿En qué se diferencian?
Gabriel Love los observó a los dos y, de repente, pareció que se le endurecía la mirada.
—El segundo hace trampa —afirmó con aspereza.
Lo sabía. Con la vista fija en la gran barba blanca, tan engañosa, de Gabriel Love, Frank supo de forma instintiva que había llegado el momento de irse.
Una cosa era Sean O’Donnell y otra muy distinta Gabriel Love. Sean era capaz de matarlo a uno, pero no si estaba de su parte. Durante un tiempo, el destino los había vinculado a través de Mary y también por otras vías. De Sean se fiaba, pero no de Gabriel Love. ¿De veras le convenía involucrarse con él, a aquellas alturas de la vida?
Master tenía casi setenta y tres años, aunque no los aparentaba. La mayoría de la gente lo creía diez años más joven. Pese a que le raleaba el cabello y tenía el bigote blanco, aún era un hombre vigoroso y bien plantado, de lo cual se enorgullecía. Acudía todos los días a su oficina y si de vez en cuando sentía un leve dolor o una sensación de opresión en el pecho, no le prestaba importancia. No quería saber que se estaba haciendo viejo.