Mientras tanto, Master hizo cuanto pudo para fomentar un retorno a la cordura. Ofreció su casa como lugar de reunión para hombres de opiniones moderadas. A veces sus invitados pertenecían a la vieja nobleza
tory
, como era el caso de Watts, Bayard, De Lancey o Philipse, pero en general se trataba de comerciantes que no tenían muy definidas sus simpatías, hombres como Beekman o Roosevelt, el de las destilerías, a quienes se esforzaba por encarrilar en la vía correcta. Pese a sus modestos esfuerzos, sabía que quienes ejercían una verdadera influencia eran los individuos con talento para la argumentación y la oratoria. Tenía depositadas unas especiales expectativas en John Jay, un abogado alto, apuesto, persuasivo, relacionado con buena parte de las grandes familias de solera de la provincia.
—Serán Jay y las personas de su estilo los que los hagan entrar en razón —aseguraba a Mercy.
A finales de agosto, entró en la ciudad una tropa de jinetes y carruajes. Eran los delegados de Massachusetts con sus acompañantes. En su camino hacia la carretera de la Posta se juntaron con la delegación de Connecticut. En su segundo día de estancia en la ciudad, Master se encontraba en Wall Street charlando con uno de los miembros de la asamblea que había cenado con ellos la noche anterior, cuando por la calle llegó un pequeño grupo.
—¿Veis a ese individuo de cabeza grande que lleva esa vistosa chaqueta roja? —murmuró su acompañante—. Es Sam Adams. Y el calvo de la cara rosada que va de negro, justo detrás, es su primo John Adams. Un abogado muy inteligente, dicen, y muy locuaz, aunque durante la cena no dijo gran cosa. Me parece que no le gusta Nueva York. ¡Seguramente no está acostumbrado a que lo interrumpan!
Un rato después, de regreso a casa, a Master le llamó la atención un anciano que caminaba con rigidez, pero con actitud muy resuelta. Llevaba la chaqueta marrón abotonada hasta arriba. Le resultaba familiar. Trató de recordar dónde lo había visto.
Y entonces cayó en la cuenta: era su primo Eliot. Estaba un poco encogido y tenía la cara más enjuta. Claro que debía de tener más de ochenta años, según calculó John, un segundo antes de decidirse a abordarlo.
—¿Señor Eliot Master? No sé si me reconoceréis, señor, pero soy vuestro primo John.
—Sé quién sois —contestó sin entusiasmo el anciano.
—¿Habéis venido con los delegados de Boston?
—Mi intención es observar lo que acontezca en Filadelfia.
—Aún me acuerdo de vuestra hija Kate.
—Sí, claro. Ahora ya es abuela.
—Este congreso es una cuestión de gran importancia, señor —comentó, cambiando de tema—. Esperemos que prevalezca la moderación.
—¿Ah sí? —El viejo Eliot le digirió una penetrante mirada—. ¿Por qué?
Incluso después de cuarenta años, John Master sintió que le costaba encontrar las palabras sometido al severo escrutinio del abogado.
—Veréis… se necesitan personas que mantengan la serenidad… —Asintió con la cabeza—. Que sepan hacer concesiones.
El bostoniano soltó un bufido.
—Estos neoyorquinos… —dijo con aspereza—. Es típico.
—Un momento —exclamó John. «Yo ya no soy aquel muchacho borracho, maldita sea, y mi primo de Boston no me va a rebajar»—. La disputa viene a raíz de un impuesto no representativo ¿no es así?
—En efecto.
—Bueno, tampoco es que carezcamos de representación.
—¿No? Nuestra asamblea ha quedado desposeída de todo poder. —El viejo Eliot calló un instante—. ¿O acaso os referís a la doctrina de la «representación virtual»? —preguntó con tremendo desdén.
John Master estaba al corriente de que algunos personajes de Londres habían argumentado que, puesto que el Parlamento británico se tomaba muy a pecho los intereses de los colonos, de ello se derivaba que pese a que éstos no dispusieran de una representación real en la legislatura británica, estaban «virtualmente representados». Era muy capaz de imaginar el ridículo con que era capaz de cubrir el abogado bostoniano aquella noción.
—No me refiero a esa insensata doctrina —declaró—. Pero como mínimo en Londres se escucha nuestra voz. ¿No sería más lógico buscar un mejor entendimiento con los ministros del Rey, en lugar de tan sólo provocarlos?
El bostoniano guardó silencio un minuto, de modo que John pensó incluso que podría haber ganado un punto. No tuvo esa suerte, sin embargo.
—La otra ocasión en que nos vimos —dijo por fin el abogado, dejando bien claro que aquel recuerdo no le resultaba nada grato—, fue durante el periodo en que se celebró el juicio contra Zenger.
—Me acuerdo de lo de Zenger.
—Aquello era una cuestión de principios.
—Así es.
—Pues ahora también. —Eliot Master hizo ademán de marcharse.
—¿Querréis visitarnos antes de iros? —ofreció John—. Mi esposa estaría…
Eliot ya se había puesto, no obstante, en marcha.
—Me parece que no —respondió.
El congreso de Filadelfia se concentró sin demora en su tarea. John Master, que había esperado una cautelosa actitud conciliatoria, se llevó una buena decepción.
—¡Se han vuelto locos! —gritó cuando se enteró de sus resoluciones—. ¿Boston va a levantarse en armas contra la madre patria? ¿Adónde han ido a parar la moderación y el sentido común?
Y cuando supo que los partidarios de la postura del Congreso se autodenominaban patriotas, su indignación y estupor fueron en aumento.
—¿Cómo se puede ser un patriota cuando se es desleal al propio Rey y al propio país? —preguntaba. Fue por aquel entonces cuando comenzó a definirse conscientemente a sí mismo con otro término que había oído—. Si ellos son patriotas —declaraba—, entonces yo soy leal a la corona.
La corriente iba, no obstante, en su contra. Personas honestas como Beekman y Roosevelt se habían integrado en el bando de los patriotas. Hasta John Jay, una persona de sobrada sensatez que siempre había declarado que el territorio debía ser gobernado por sus propietarios, se había dejado convencer.
—A mí tampoco me agrada —confesó a su regreso a Master—, pero no creo que podamos hacer otra cosa.
En Nueva York, la Asamblea perdía peso día a día. Los Hijos de la Libertad se hacían con la victoria. Los menestrales habían formado su propio Comité de Mecánica; Master oyó que Charlie formaba parte de él. Ahora ellos y los Chicos de la Libertad decían a la Asamblea: «Seremos nosotros quienes nos encarguemos de que se obedezca al Congreso en Nueva York, y no vosotros».
—¿De veras queréis sustituir el Parlamento (con toda su ineptitud, que reconozco) por un Congreso ilegal y la tiranía de la chusma? —preguntó Master a John Jay—. No se puede dejar gobernar la ciudad a personas como Charlie White.
Aparte de eso, había que tomar en consideración otro aspecto. Si las colonias se declaraban en rebeldía, Londres tendría que reaccionar. Y lo haría con la fuerza.
John Master iba un día por Broadway en dirección a la iglesia Trinity cuando vio a un clérigo conocido, un caballero muy erudito que enseñaba en el King’s College. Como la semana anterior aquel eclesiástico había publicado un firme y razonado alegato a favor de la causa leal que John había considerado admirable, fue a darle las gracias. El hombre las aceptó encantado.
—Vos también debéis aportar vuestro grano de arena —le dijo, tomándolo del brazo.
—¿De qué manera?
—Debéis asumir el liderazgo, Master. Sois un hombre respetado en la ciudad. Jay y sus aliados se encaminan al desastre. Si las personas sensatas como vos no asumen el liderazgo, ¿quién lo va a hacer?
—Pero aparte de la gestión de la Trinity, yo nunca he ejercido ningún cargo público… —objetó John.
—Tanto mejor. Podéis presentaros como un hombre honrado al que mueve sólo el sentido del deber. Decidme una cosa: ¿cuántos de los grandes negociantes de la ciudad creéis que son leales?
—La mitad, quizá.
—¿Y los pequeños comerciantes y los artesanos?
—Es difícil precisarlo. Menos de la mitad… aunque a muchos se les podría convencer.
—Exactamente. Alguien tiene que insuflarles coraje. Vos podríais hacerlo… si os sentís con valor. —Al ver que Master titubeaba, se apresuró a añadir—: Más arriba siguiendo el río y también en Long Island hay granjeros que se sumarían a nuestra causa. La mayoría de los habitantes del condado de Queens son, según la información con la que cuento, leales. Incluso las capas más pobres de la ciudad pueden volver a entrar en razón. No todo está perdido. Por eso os animo, Master, a que reflexionéis en conciencia y cumpláis con vuestro deber.
John regresó a casa halagado pero indeciso. Luego habló del asunto con Mercy.
—Debes seguir los dictados de tu conciencia —le dijo ella—. Yo estaré a tu lado.
Estuvo meditando la cuestión durante una semana. Después se puso manos a la obra. Empezó invitando a su casa no sólo a mercaderes, sino a pequeños comerciantes y artesanos a quienes creía poder devolver al buen camino. Con el transbordador de Brooklyn, se desplazó para ir a visitar a sensatos granjeros holandeses que no tenían ninguna paciencia con los radicales. Incluso hizo prueba de valor entrando en las tabernas de la ciudad para discutir la cuestión con obreros y marineros. En una de aquellas ocasiones vio a Charlie White. Éste se mantuvo cerca mirándolo con asco, pero no intervino.
Quizá se debió a que estaba tan ocupado con todas aquellas actividades que al principio no prestó suficiente importancia al aspecto de cansancio que presentaba su esposa. Supuso que se trataba de una enfermedad banal, y también lo creyó así Abigail. Mercy no tenía fiebre y seguía con sus ocupaciones habituales. En los últimos años había adquirido el hábito de descansar un rato por la tarde.
—Creo que esta tarde descansaré un poco más —le había dicho más de un día a Abigail, sin embargo.
A medida que los días se hacían más cortos ese mes de noviembre parecía como si la mengua de luz mermase aún más las energías de Mercy. No obstante, siempre que llegaba su esposo salía de su estado de sopor para interesarse por todo cuanto había hecho. Cuando él le preguntaba si se encontraba mal, le aseguraba que no.
—Creo que es el tiempo que me tiene un poco mustia hoy —aducía.
Y si él sugería, tal como lo hizo en más de una ocasión, que tal vez debería quedarse en casa con ella aquel día, no quería ni oír hablar de ello.
Su palidez la atribuyeron al tiempo. Siempre que salía el sol por la mañana, Abigail la convencía para que saliera a caminar con ella por el Bowling Green, o incluso por el puerto, y su madre decía que aquellos paseos eran un placer para ella. A mediodía, Ruth y Hannah le servían un caldo caliente, o croquetas, con la esperanza de que sirvieran para fortalecerla. Aquél era un régimen que había alabado el médico durante el par de visitas que le había efectuado.
—Una copa de vino tinto a mediodía y de coñac por la noche —recomendó asimismo.
A finales de noviembre, aprovechando que había un barco que zarpaba hacia Londres a pesar del tiempo invernal, John envió una carta a su hijo en la que le decía que, aun sin ser alarmante su estado, su madre se encontraba baja de ánimos y que era hora de que fuera a verlos.
A mediados de diciembre, cuando estaba a punto de efectuar su primer discurso en público en el piso de arriba de una taberna, Salomon apareció en la puerta y se acercó a toda prisa.
—Será mejor que vengáis, amo —le susurró—. El ama está enferma. Está muy mal.
Había vomitado sangre. Después se había desmayado. Acostada en la cama, se la veía exhausta. Al parecer ya había vomitado sangre antes, pero lo había ocultado. Llamaron al médico. Éste no se pronunció sobre la evolución de la enferma.
Durante un mes, John pensó que Mercy se iba a reponer, quizá porque ella decía que estaba mejor y también porque deseaba creerlo. Se iba a poner bien. Aun así, cuando otro barco partió rumbo a Inglaterra a finales de diciembre envió una carta a James. «Tu madre se está muriendo. No puedo decirte cuánto tiempo va a durar, pero te pido que no tardes en venir».
Después de aquello limitó sus actividades políticas. Aun cuando Abigail ejercía las funciones de enfermera, no quería dejarla sola con toda la carga. Todos los días obligaba a su hija a salir un par de horas y se sentaba junto a la cabecera de Mercy. A veces a ella le apetecía que le leyera algo, el Evangelio sobre todo. Y mientras leía aquellos magníficos textos, la potencia y paz contenida en ellos lo confortaban un poco también a él. No era suficiente, sin embargo. En ocasiones, cuando Mercy sentía dolor, él sufría casi tanto como ella.
A medida que pasaban las semanas y ella estaba cada vez más pálida y delgada, se mantenía, con todo, al corriente de lo que sucedía en el mundo. En febrero, los moderados ganaron la partida y la asamblea de Nueva York se negó a mandar delegados para asistir al segundo congreso de Filadelfia. Él se felicitó de su sensatez, abrigando la esperanza de que los esfuerzos que había realizado a comienzos de invierno hubieran contribuido a fortalecer la moral de los políticos. Su decisión fue en vano de todas formas. Los patriotas reaccionaron con protestas en las calles y eligieron un comité por su cuenta. Incapaz de controlar los acontecimientos, la Asamblea estaba perdiendo relevancia.
En marzo, John tenía la impresión de que le quedaba poco tiempo antes de perder a Mercy. Una llama de determinación la mantenía todavía con vida, empero.
—¿Crees que James va a venir? —le preguntaba a veces.
—Le escribí en diciembre —respondía con sinceridad—. Pero el viaje es largo.
—Lo esperaré mientras pueda.
A veces, cuando hacía compañía a su madre, Abigail le cantaba. Aunque no tenía una voz potente, entonaba bien. Le cantaba bajito y aquello parecía aportar sosiego a su madre.
John Master cenaba todas las noches con Abigail y Hudson les servía. Master siempre procuraba hablarle de otras cosas. Le describía la gran red comercial que vinculaba Nueva York con el sur, las Indias Occidentales y Europa. En ocasiones hablaban de la situación política. A ella le gustaba que le contara cosas de Inglaterra, de todo lo que había visto allí, de los Albion y, por supuesto, de James. A veces le hacía preguntas sobre su infancia y su juventud. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que si él hacía lo posible por distraerla, las preguntas que ella le formulaba tenían exactamente el mismo objetivo.
Si Abigail era un sostén para él, tenía que reconocer asimismo que el hijo de Hudson, Salomon, se había enmendado mucho. Hudson siempre encontraba maneras para mantener al chico ocupado en la casa. Cuando aparecía una gotera en el tejado después de una tormenta, se subía a repararla con celeridad y lo hacía a conciencia. A comienzos de año, Hudson le había pedido en un par de ocasiones si no podría enviar a Salomon a trabajar un tiempo para Susan en el condado de Dutchess. El joven resultaba, no obstante, tan útil en Nueva York que Master no había querido plantearse el asunto.