—Se parece a ti —comentó una vez a James, mientras lo tenía en el regazo.
—Es el vivo retrato de mi padre, de hecho —repuso James.
—Ah —exclamó con tristeza—. ¿De verdad?
Luego depositó en el suelo a Weston sin ningún entusiasmo y James se quedó pensando si sentía un verdadero afecto por él o por su hijo.
Poco después de aquel incidente, James se encontró a Benjamin Franklin en la calle Strand. Lo abordó y le explicó quién era.
—Venid a mi casa y charlaremos un rato —lo invitó afablemente el gran hombre.
La conversación con Franklin resultó, como siempre, muy esclarecedora. Cuando hablaron de la causa de los patriotas, James le expuso el punto de vista que había sostenido Hughes en la cena.
—Confieso que muchas veces he ponderado sus palabras desde entonces, preguntándome si no estaría en lo cierto —dijo a Franklin—. Es posible que nunca se pueda llegar a establecer un acuerdo fundamental entre el Gobierno británico y las colonias americanas.
Franklin, por su parte, era más optimista.
—No diré que la lógica de vuestro amigo no sea acertada —concedió alegremente—, pero el arte de la política exige negociación y concesiones, más que lógica. La cuestión no es tanto si el Imperio británico tiene un sentido, sino si sus habitantes pueden vivir juntos en él. Eso es lo esencial. Yo aún mantengo esperanzas de que así sea, y espero que vos también.
Con ánimo más alegre, James regresó hacia Piccadilly. Después giró hacia Mayfair y al llegar a casa, el mayordomo lo informó de que su esposa estaba con una visita, una señora, en el salón pequeño. Una vez en el piso de arriba, James se encaminó a la puerta del salón y estaba a punto de entrar cuando oyó la voz de su esposa.
—Apenas puedo soportarlo. Cada día que paso bajo este techo se ha convertido en una tortura.
—No puede ser tan terrible —oyó que le decía con voz sosegada la otra dama.
—Sí lo es. Estoy atrapada en un matrimonio con un colono. Un colono que me quiere llevar a su maldita colonia. Me pongo a temblar sólo de pensar que, si vamos allí, tal vez querría quedarse.
—¿Quedarse en América, cuando tiene ocasión de vivir en Londres? No lo creo posible.
—Vos no lo conocéis. No podéis imaginaros cómo es.
—Me dijisteis que como marido es…
—Ah, no me quejo de su hombría. Durante un tiempo hasta lo quise, creo. Pero ahora… no puedo soportar ni que me toque.
—Este tipo de cosas suceden a veces en un matrimonio. Quizá sea transitorio.
—No. Ay ¿cómo pude haber sido tan necia para entramparme con él? Y todo por culpa de su maldito hijo.
—No digáis eso, Vanessa. ¿Está él al corriente de vuestros sentimientos?
—¿Él? ¿El colono? ¡Qué va a saber! No sabe nada.
James se alejó de la puerta en silencio. «Ahora lo sabe», pensó con humor lúgubre. Una vez abajo, dijo al mayordomo que no valía la pena que mencionara a su esposa que había estado allí, porque acababa de acordarse de que tenía que hacer un recado. Tardó más de una hora en volver.
Durante el año siguiente, James prosiguió con sus actividades habituales. Observaba con atención a su mujer tratando de advertir señales o bien del aborrecimiento que disimulaba, o de cualquier mejora de sus sentimientos con respecto a él. No pudo detectar nada ni en un sentido ni en otro. Ahora que sabía lo que sentía, se abstenía en general de acudir a su cama, y ella no expresó queja por ello. De vez en cuando Vanessa le daba a entender que esperaba atenciones por su parte, y puesto que ella era una mujer atractiva y él un hombre vigoroso, se hallaba en condiciones de satisfacerla cuando ella lo deseaba. Por lo demás, acudía a una discreta casa de Mayfair cuyas chicas tenían fama de ser muy limpias. Para hacer honor a la verdad, a veces se planteaba si merecía siquiera la pena mantener aquel lamentable remedo de matrimonio, de no ser por el pequeño Weston.
Mientras llegaban noticias de las sucesivas afrentas protagonizadas por las colonias americanas, donde prosperaba la causa de los patriotas, el Congreso se reunía en Filadelfia y el Gobierno británico seguía igual de obtuso para dar respuesta a aquellos retos, James pensaba a menudo en su querida familia que vivía en Nueva York, y en su hijito, que vivía en Londres, y se preguntaba si de veras quería que el pequeño Weston formara parte del mundo de su madre, si no sería mejor que estuviera en el mundo más simple y puro en el que se había criado él.
Qué ganas tenía de llevar a Weston a que conociera a sus abuelos… Con qué sufrimiento contestaba a las cartas de su padre, que le rogaba que regresase. El par de ocasiones en que había planteado la cuestión a Vanessa, prometiéndole incluso que su estancia sería breve, ella se había negado a consentir el viaje.
Curiosamente, la pelea que llevó por fin la situación a un punto crítico no se inició a cuenta de su familia, sino de Benjamin Franklin. La disputa tuvo lugar a comienzos de diciembre de 1774.
Franklin, con su bienintencionada intervención en el asunto de las cartas de Hutchinson, sólo consiguió atizar más el fuego, pues no sólo causó indignación en las colonias. En Londres fueron muchos los que pensaron que había exacerbado los ánimos de forma deliberada y no escatimaron los insultos. Franklin había reaccionado escribiendo un par de artículos en los que destacaba algunos de los errores cometidos por el gobierno londinense de turno. Aquello acabó de envenenar la situación y aunque todavía tenía amigos influyentes en el Parlamento, se convirtió en
persona non grata
.
James y Vanessa volvían con su carruaje de una cena por las heladas calles, cuando él tuvo la inoportuna ocurrencia de comentar que lamentaba que Franklin hubiera sido descalificado de manera tan rotunda durante la fiesta.
—A mí no me extraña —murmuró Vanessa.
—Obra con buena intención —adujo James.
Entonces, sin que hubiera ningún motivo especial aparte de la rabia que llevaba acumulando tanto tiempo, Vanessa dio rienda suelta a su agresividad.
—Franklin es un maldito colono, un sucio e insignificante traidor que se las da de caballero.
—Creo que eso es bastante injusto.
—Vino a Londres prometiendo cumplir un papel útil. Nosotros lo tratamos como a un inglés, e incluso enviamos a su hijo bastardo a gobernar Nueva Jersey. Pues si es un caballero, sólo tiene que hacer una cosa de entrada: mantener la boca cerrada hasta que le digan que la abra. Por lo que a mí respecta, a él y los otros traidores colonos había que llevarlos a un campo y fusilarlos. Así se restablecería el orden en las colonias.
—Bueno, ahora ya sabemos lo que piensas.
—¡No sé de nadie que piense de manera diferente, maldito colono! —gritó—. Ya puedes agradecer que tienes un hijo que ha nacido en un país civilizado. Ruego a Dios que nunca ponga los pies en tu condenada colonia.
James indicó al cochero, que sin duda había oído buena parte del altercado, que detuviera el carruaje y se bajó. Vanessa no dijo ni una palabra.
Mientras volvía a casa a pie no experimentó pena, ni siquiera ira, sino asco. No bien llegó, se fue a su despacho y sacó la última carta de su padre. Al releer su ruego para que se apurase para ir a ver a su madre, lo invadió una oleada de vergüenza. Aunque no fuera con su familia, se hizo el propósito de tomar un barco lo antes posible. Luego se retiró a su habitación, donde durmió solo.
Después de levantarse tarde, desayunó y estaba a punto de irse a la oficina de Albion cuando el mayordomo le entregó una carta. Vanessa la había escrito de su puño y letra. Le anunciaba que había salido temprano esa mañana, que se iba al continente, y que no podía precisar cuando volvería.
Antes de Navidad, James fue a ver a Benjamin Franklin. Se llevó una sorpresa cuando, tras comunicarle su decisión, el anciano no trató de disuadirlo.
—Lo cierto es —confesó— que también yo he llegado a la misma conclusión. He llamado a las puertas de todas las personas que conozco en Londres. En algunas todavía me abren, y en ésas todos me repiten lo mismo: el Gobierno británico no va ceder. Yo siempre había creído que era posible llegar a un punto intermedio, pero ahora ya no lo creo. Vuestro joven amigo abogado tenía razón, por lo visto —concedió con una sonrisa—. Me parece que no voy a tardar mucho en seguiros.
—Nunca había percibido hasta qué punto desprecian aquí a los colonos.
—Los británicos están enojados. Cuando la gente está enfadada, no mide los insultos. Así el prejuicio se magnifica, convertido en una causa.
—Nunca he entendido la arrogancia británica tampoco.
—Todos los imperios se vuelven arrogantes. Es algo intrínseco.
James se despidió del anciano con afectuosas expresiones de buena voluntad. Sólo faltaba efectuar los preparativos para el viaje y, puesto que su madre se había ido, llevar consigo al pequeño Weston. Aquello, al menos, era una bendición: Weston vería por fin a sus abuelos.
Mientras lo llevaba de la mano antes de embarcar, formuló para sus adentros un solo deseo: que el pequeño nunca supiera que su madre no lo quería.
Marzo de 1776
A
fuera lucía un cielo azul. Hudson le había dicho ya que las calles estaban tranquilas. Tras devolver la carta a su padre, Abigail salió al vestíbulo donde la esperaba el pequeño Weston y lo cogió de la mano.
—Vamos, Weston —dijo—. Saldremos a dar un paseo.
El niño era como su propio hijo ahora. Era un encanto. Habría dado la vida antes de permitir que le ocurriera nada malo.
Un año después del regreso de James, el mundo había experimentado un cambio radical. Durante un tiempo, las voces de la moderación habían hallado eco. El Congreso continental había jurado que sólo deseaba recibir un trato justo de Inglaterra. En Nueva York, las personalidades como John Jay habían logrado contener a los Chicos de la Libertad. La tregua no duró mucho, sin embargo.
La rebelión adquirió un impulso propio. Primero, después de las escaramuzas de Lexington y Concord, cuando el general Howe trataba de escapar de Boston junto con sus casacas rojas, los patriotas les infligieron una estruendosa derrota con un terrible número de bajas. Luego, en la cuenca alta del río Hudson, la milicia de las Montañas Verdes, de Vermont, capitaneada por Ethan Allen, tomó por sorpresa a los casacas rojas y se apoderó del fuerte de Ticonderoga, con su artillería pesada. Después de aquello, el Congreso se sentía tan envalentonado que hasta emprendieron una incursión en territorio de Canadá.
Más al sur, en Virginia, el gobernador británico había ofrecido la libertad a todos los esclavos que quisieran huir de sus amos para incorporarse al ejército británico, provocando la cólera de los propietarios de las plantaciones. En Inglaterra, el rey Jorge había declarado las colonias americanas en estado de rebeldía —en lo cual no andaba errado— y ordenado el cierre de sus puertos.
—El Rey nos ha declarado la guerra —anunciaron los Chicos de la Libertad.
Lo que más exaltó los ánimos no fue, sin embargo, un hecho militar. En enero de 1776 apareció un panfleto anónimo, cuyo autor se supo que era un inglés llamado Thomas Paine que se había instalado hacía poco en Filadelfia. El panfleto se titulaba
Sentido común
. John Master lo tildó de «sedicioso», pero había que reconocer que estaba muy bien escrito.
Además de acumular argumentos a favor de la independencia de América, la tierra de Dios, donde la Libertad fugitiva podía encontrar un refugio seguro ante los atávicos males de Europa, Paine utilizaba frases que arraigaban en la memoria. El rey Jorge se convirtió por efecto de su pluma en «la bestia real de Bretaña». Sobre el Gobierno británico efectuaba el siguiente comentario: «Hay algo muy absurdo en la suposición de que un continente pueda ser gobernado por una isla». Y sobre la independencia, acuñó la memorable y simple expresión: «Es hora de separarnos». En cuestión de semanas,
Sentido común
halló lectores en todas las colonias.
La guerra se presentaba como un hecho inevitable. Con su imponente ensenada que permitía el control de la vía fluvial hasta Canadá, Nueva York iba a ser un punto clave en la contienda. Washington de Virginia, elegido como comandante en jefe por el Congreso, ya había inspeccionado la ciudad. A comienzos de 1776 envió al general Lee, su hombre de confianza, para reforzar sus defensas.
Si el general Charles Lee tenía algún parentesco con los distinguidos Lee de Virginia, seguramente era remoto porque resultó ser un inglés de lo más excéntrico. Había servido en el ejército durante la guerra contra los franceses y los indios y se había casado con una india antes de volver a combatir en Europa. Había regresado, no obstante, a establecerse en América. Apasionado defensor de la causa de los colonos, aquel militar de genio vivo se paseaba por la ciudad con su jauría de perros, normalmente seguido de una multitud de niños curiosos. Era un buen profesional, sin embargo. En un mes, preparó a conciencia el terreno para afianzar la capacidad defensiva de la ciudad.