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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (47 page)

BOOK: Nueva York
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Su padre no dijo nada. Esa noche, sin embargo, cuando creían que se había retirado a su habitación, Abigail los oyó hablar en voz baja.

—Aún no es demasiado tarde para que tú también vayas a Staten Island, James. Yo respondería de ti.

—No puedo, padre —declinó James.

El 8 de julio, James llegó muy contento.

—El Congreso de Filadelfia ha hecho pública una declaración de independencia.

—¿Todas las colonias han dado su acuerdo? —preguntó su padre.

—Casi todas, aunque sólo en el último minuto. Nueva York se ha abstenido, pero la van a ratificar.

Al día siguiente, para gran disgusto de su padre, un nutrido grupo de personas bajó por Broadway hasta el Bowling Green, donde derribaron la estatua de bronce del rey Jorge y, tras decapitarla, se llevaron el torso en un carro.

—Lo fundiremos para fabricar balas con las que disparar a los casacas rojas —declararon.

Esa noche, James llevó a casa un ejemplar impreso de la Declaración de Independencia para enseñarlo a su padre.

—Jefferson de Virginia se encargó de la redacción, aunque Benjamin Franklin introdujo algunas correcciones. Debes reconocer que no está nada mal.

—Vida, Libertad y Búsqueda de la felicidad —leyó con escepticismo su padre—. Una idea novedosa, por fin. A mí me recuerda a una de las efusiones de Tom Paine.

—En realidad es una adaptación de las teorías del filósofo Locke —puntualizó James—, con la diferencia de que él decía «propiedad» en lugar de «felicidad».

—Hombre, a mí me parece que la propiedad es una mejor inversión —contestó su padre.

Con o sin declaración, la causa de los patriotas no se presentaba muy prometedora. Si bien en Charleston, en el sur, los patriotas todavía mantenían a raya a los chaquetas rojas, en Canadá tenían las de perder. El 12 de julio, en Nueva York, los británicos acantonados en Staten Island pasaron por fin a la acción. Abigail fue con su padre y con James a mirar lo que ocurría desde los muelles.

Dos barcos británicos cruzaban la ensenada. Los patriotas disponían de una batería en la isla del Gobernador, situada a corta distancia de Manhattan, además de la del antiguo fuerte y la que había en el muelle de Whitehall para defender el acceso al río Hudson. Mientras las naves británicas se deslizaban hacia el Hudson, todas las baterías escupieron fuego en dirección a ellas.

—Aún están fuera de tiro —señaló James con irritación—. Pero ¿qué hacen esos ineptos?

Los barcos se fueron acercando. Para entonces se encontraban ya al alcance de los proyectiles, pero los disparos salieron errados. Los británicos, que podrían haberlos aniquilado, ni siquiera se molestaron en responder al fuego. En una de las baterías de la costa se produjo una estruendosa explosión.

—Parece que han conseguido hacerse saltar a ellos mismos por los aires —comentó John Master con sequedad.

James optó por guardar silencio mientras los navíos británicos se adentraban por el Hudson y proseguían ruta hacia el norte.

Con la calma del atardecer, cuando el resplandor del ocaso se cernía sobre el puerto, Abigail y James, que habían vuelto a los muelles, divisaron los mástiles que se aproximaban por el océano. Según trascurrían los minutos, se iban viendo más y más barcos que se deslizaban hacia el estrecho. Permanecieron allí mirando, mientras se ponía un arrebolado sol y la poderosa flota se disponía a fondear.

—Dios Santo —murmuró James—, debe de haber unos cincuenta barcos.

Con el crepúsculo, Abigail alcanzó a percibir la tensión en el rostro de su valiente hermano.

Los británicos siguieron esperando, no obstante. Esperaron más de un mes. El almirante Howe, que se hallaba al frente de aquella flota, parecía, al igual que su hermano, dispuesto a demorarse un tiempo. Entre tanto Washington, que se alojaba en la requisada mansión de la familia Morris, contigua al río Harlem, supervisaba los preparativos para la defensa de la ciudad, Nueva Jersey y Long Island con admirable calma y majestuosa dignidad.

Cuando hubo concluido su labor, todo barco que intentara remontar el Hudson debería pasar entre un par de fuertes dotados de baterías —el fuerte Washington, en Harlem, y el fuerte Lee, situado en la orilla opuesta, en Nueva Jersey—. Al otro lado del East River, en Brooklyn, se habían construido además una serie de fortines destinados a proteger la ciudad de un ataque lanzado desde Long Island.

A principios de agosto, del sur llegó una flotilla capitaneada por Clinton y Cornwallis, formada por ocho regimientos. Unos días después llegaron veintidós barcos más de Gran Bretaña. El 12 de agosto, los neoyorquinos observaron con asombro la tercera flota, compuesta por cien barcos, que se acercaba cargada de mercenarios alemanes.

La superioridad de aquella fuerza era absoluta: unos treinta y dos mil soldados de élite europeos contra los voluntarios, apenas adiestrados, de Washington. Mil doscientos cañones navales contra unas cuantas pequeñas baterías apostadas en la costa que no habían acertado a dos barcos que habían pasado justo delante de ellos. Si el almirante Howe así lo decidía, sus cañoneros podían reducir a escombros la ciudad de Nueva York. En cuanto a las fuerzas patriotas, James contó que algunos de los soldados del campamento estaban cayendo enfermos.

Howe no disparó, sin embargo, sus cañones contra la ciudad. Intentó hablar con Washington en vano. En la carta que le mandó como respuesta, Washington le decía: «Se os ha olvidado darme el tratamiento de general». Y añadía: «Hablad con el Congreso, no conmigo».

—¿Es una locura, papá, que Washington siga resistiendo? —preguntó Abigail un día.

En Nueva York, muchos lo creían así. Las familias cargaban sus pertenencias en carros y abandonaban la ciudad. Algunas calles se habían quedado sin habitantes.

—Esto es como tirarse un farol en un juego de cartas —repuso Master—. Howe espera obtener nuestra sumisión amedrentándonos. Lo que piensa Washington, lo ignoro. Si de veras cree que puede resistir a los británicos, realmente es un necio, aunque no estoy seguro de qué cartas tiene intención de jugar. Howe quiere debilitar la resistencia de los patriotas ofreciendo la paz. Washington no quiere recibir ese ofrecimiento. Por eso debe obligar a Howe a atacar, y derramar sangre americana.

—Eso es cruel, papá.

—Es una pantomima. Si los patriotas sucumben al pánico, o si Washington es eliminado, entonces todo habrá acabado, pero si Washington sobrevive, la moral de los patriotas saldrá fortalecida. En lo que a los británicos respecta, esa colosal flota con sus miles de hombres le cuesta una fortuna al gobierno cada día. Si los británicos hubieran querido bombardear Nueva York ya lo habrían hecho a estas alturas.

Quedaba por resolver el interrogante de por dónde llegarían los británicos. ¿Vendrían directamente cruzando la ensenada para intentar, con el fuerte apoyo de su potencia de fuego, un desembarco en Manhattan? ¿O vendrían por el otro lado, por la punta occidental de Long Island, para cruzar la estrecha franja del East River desde Brooklyn? Como las opiniones eran divergentes, las milicias patriotas se habían dividido, apostándose unas en la ciudad y otras en Brooklyn.

Abigail estuvo observando a algunos cuando se dirigían a Brooklyn. No tenían un aspecto muy impresionante. Caminaban de forma desordenada y muchos, por falta de uniforme, habían tenido que improvisar el camuflaje prendiéndose algunas ramas en los sombreros.

La tercera semana de agosto, Washington ordenó que todos los civiles abandonaran la ciudad. Dando por supuesto que se trasladarían a la granja del condado de Dutchess, Abigail comenzó a realizar los preparativos, pero se llevó una gran sorpresa cuando John Master le dijo que se iban a quedar.

—¿No querrás mantener aquí a Weston? —le preguntó.

—Estoy convencido de que está igual de seguro aquí que en cualquier otro sitio —repuso él.

Esa tarde, un grupo de soldados comenzó a cortar un cerezo que crecía delante de la casa. Ya habían talado la mayoría de árboles de las huertas de la ciudad para hacer leña, pero aquello parecía absurdo. Su padre acababa de salir para protestar y ella miraba desde el umbral cuando, de repente, llegó James. Entonces vio con asombro que iba acompañado de un hombre muy alto y erguido, al que reconoció de inmediato.

Era el general Washington.

Era un hombre imponente, de casi metro noventa de estatura. Caminaba tieso como una vara, irradiando una impresión de fuerza. Al ver a su padre, James le presentó al general.

—Éste es mi padre, señor. John Master. Padre, éste es el general Washington.

El general posó la mirada en John Master y le dedicó una grave reverencia. Tenía un porte digno que, sumado a su altura, justificaba la posición de líder que todos le reconocían.

Abigail esperaba que su padre inclinara educadamente el torso a su vez. Aquella vez, sin embargo, John Master parecía decidido a prescindir de su cortesía habitual. Después de corresponderle con una somera inclinación de cabeza, apuntó con la mano al soldado que empuñaba el hacha.

—¿Qué sentido tiene cortar este árbol? —dijo.

Washington lo miró con fijeza.

—He dicho a todos los civiles que debían abandonar la ciudad —contestó con frialdad, sin hacerse eco de la pregunta.

—Yo me quedo —afirmó su padre.

—A esperar a los británicos, sin duda.

—Puede.

Abigail se preguntaba, estupefacta, cuál iba a ser el desenlace de aquella conversación. ¿Acaso mandaría Washington apresar a su padre? James observaba la escena horrorizado.

El general se limitó a sostener, impasible, la mirada a Master. Después, sin añadir palabra alguna, siguió caminando. Había recorrido sólo unos metros cuando se detuvo un instante junto a James.

—Es un típico yanqui —le oyó decir Abigail.

No supo, no obstante, si su padre se percató. El árbol, mientras tanto, cayó a tierra.

Al cabo de cinco días comenzó a haber movimiento. Abigail no conseguía ver gran cosa desde la orilla. Los barcos levaban anclas en el fondeadero contiguo a Staten Island, pero la operación se desarrollaba al otro lado del extremo oriental de Long Island, debajo de Brooklyn, por lo que quedaba casi fuera del alcance de la vista. Con el pequeño catalejo de bronce de su padre logró, con todo, distinguir una docena de barcazas cargadas de chaquetas rojas. Sin duda pretendían atravesar por Flatbush para acceder a Brooklyn y el East River. En ese caso encontrarían a su paso una hilera de lomas donde se estaban atrincherando ya los patriotas.

A la mañana siguiente, mientras los británicos seguían transfiriendo más tropas a Long Island, Washington se desplazó a Brooklyn llevando consigo a James. Por la noche, éste regresó con información detallada.

—Las fuerzas británicas son colosales. Creemos que mañana trasladarán a los hesianos.
[1]
A todo ello hay que añadir también sus contingentes americanos.

—¿Te refieres a los leales? —dijo su padre.

—En efecto. Cuando el gobernador Tryon huyó de la ciudad se fue a reunir una milicia leal en otras partes. Además hay dos regimientos de voluntarios de Nueva York y Long Island. En Brooklyn, Washington tendrá que luchar contra los americanos así como contra los británicos. Ah, y también hay ochocientos esclavos fugitivos en el lado inglés.

—¿Qué se propone hacer Washington?

—Estamos atrincherados en las colinas. Los británicos tendrán que pasar por las estrechas franjas de agua expuestos a nuestros proyectiles, o bien intentar subir a pie por las escarpadas pendientes, lo cual le supuso a Howe un sinfín de bajas en su tentativa en Bunker Hill. Por eso creemos que podremos mantenerlos a raya.

A la mañana siguiente, antes de irse, James dio un beso a Weston y a Abigail y estrechó con calor la mano de su padre. Abigail comprendió qué quiso transmitir con ello.

Los británicos seguían dilatando la espera, sin embargo. Transcurrieron tres días más, durante los cuales Abigail procuró distraerse con el pequeño Weston. Su padre aducía que tenía que ir a atender unos asuntos, pero ella sabía perfectamente que se pasaba las horas en el muelle con el catalejo en mano, tratando de ver qué ocurría. La noche del 26 de agosto hizo un frío sorprendente. Una gibosa luna iluminaba el cielo.

Luego, a primera hora de la mañana, oyeron los primeros disparos.

A lo largo de toda la mañana sonó el retumbar de los cañones y los distantes chasquidos de los mosquetes. De las colinas de Brooklyn brotaba humo, pero era imposible saber qué ocurría. Después de mediodía, cesó el ruido, y a media tarde llegó la noticia: los británicos habían derrotado a Washington, aunque los patriotas seguían resistiendo en el elevado terreno de Brooklyn Heights, justo al otro lado del río. Entonces se puso a llover.

Abigail fue al encuentro de su padre en el muelle a la mañana siguiente, a llevarle un termo de chocolate caliente. Permanecía bajo la lluvia, abrigado con un gabán y un sombrero de tres picos. El catalejo asomaba de uno de los bolsillos. Pese a su temor a que se resfriara, supo que no conseguiría convencerlo para que volviera a casa.

—Cuando se han despejado un momento las nubes, he podido ver a los nuestros —explicó—. Los británicos han rodeado el flanco de la colina y han acorralado a Washington contra el río. No puede escapar. Todo ha acabado pues. Tendrá que rendirse. —Exhaló un suspiro—. Tanto mejor.

—Piensas en James…

—Sólo nos cabe mantener la esperanza.

La lluvia siguió cayendo todo el día. Cuando por fin volvió su padre, le pidió a Hudson que le preparase un baño caliente.

—¿Crees que mi padre ha muerto? —le preguntó esa noche el pequeño Weston.

—Por supuesto que no —le aseguró—. Sólo se han trasladado a un sitio menos peligroso.

Al día siguiente hacía mal tiempo también, de modo que John Master se quedó en casa. A mediodía paró la lluvia y entonces se precipitó hacia el muelle. Abigail fue a verlo una hora después.

—¿A qué diablos están esperando? —decía con irritación—. Los británicos los van a aplastar ahora mismo, en cuanto se les haya secado la pólvora. ¿Por qué, por todos los santos, no se rinde de una vez Washington?

Nada ocurrió, empero. Durante la cena estuvo huraño y malhumorado. Por la noche volvió a salir, aunque regresó pronto.

—Hay una niebla horrible —gruñó—. No se ve nada.

A medianoche aporrearon la puerta tan fuerte que todos se despertaron. Abigail se apresuró a salir de la cama y, al bajar, se encontró con su padre que, con una pistola en la mano, se encaminaba a la puerta en compañía de Hudson. A una indicación suya, Hudson abrió la puerta. Entró Charlie White.

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