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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (50 page)

BOOK: Nueva York
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En Nueva York, Abigail había observado de cerca la instalación del nuevo régimen británico. Así aprendió que de acuerdo con la mentalidad del general Howe, la guerra adoptaba unas pautas aristocráticas. El verano era para luchar y el invierno para descansar y para divertirse… en el caso de los caballeros cuando menos. Pronto resultó evidente que el general Howe tenía intención de divertirse.

Nueva York no era, desde luego, un centro de vacaciones. En realidad, estaba sumida en el caos. Para empezar, una vasta franja del lado occidental de la ciudad había quedado arrasada por el fuego. En lugar de la sucesión de manzanas de primorosas casas de estilo georgiano y holandés, ahora había un yermo carbonizado de más de un kilómetro de lado, un mar de helado barro en invierno que con el calor se convertía en hediondo cenagal. La zona se había convertido en un gigantesco y repugnante vivaque.

—Prefiero no encontrarme en Broadway cuando el viento sopla de poniente —confesaba con socarronería Master.

Aparte de eso, los soldados se apiñaban en un par de barracones y en otro campamento permanente instalado en el terreno comunal. Para los oficiales británicos y los leales que llegaban de todas partes, no había alojamiento adecuado y la comida tampoco era abundante.

En cuanto a los infortunados prisioneros patriotas, muy numerosos, los hacinaban en el asilo para los pobres, las iglesias no conformistas o cualquier espacio cerrado que podían encontrar y les daban de comer las sobras, en el mejor de los casos.

Para los propietarios de fincas, la escasez tenía su lado bueno, sin embargo.

—Me acaban de ofrecer un precio tres veces superior que el de antes por el alquiler de ese par de casas que tenemos en Maiden Lane —explicó Master a su hija en primavera.

John Master pronto se ganó el aprecio de los mandos británicos. Un comerciante leal dotado de una gran experiencia, un individuo que había vivido en Londres y que creía en la conveniencia de negociar… para ellos era el prototipo de lo que debía ser un americano. El general Howe, que tenía una especial simpatía por él, lo invitó a cenar varias veces. Master tuvo el buen juicio de ser del todo sincero con él en lo tocante a James, con lo cual aumentó la confianza que depositaba en él el general.

—William Franklin tiene el mismo problema con su padre Benjamin que el que vos tenéis con vuestro hijo James —señaló con cordialidad.

Al poco tiempo Master tenía contratos para suministrar cereales y carne, que debía encontrar donde pudiera. Una parte de los productos se los procuró en las granjas del condado de Dutchess, desde donde Susan pudo trasladar a la ciudad los víveres gracias a un salvoconducto que le consiguió su padre. También reanudó los intercambios con Albion, ya que los oficiales del ejército estaban ávidos de lujo y comodidad.

—Nunca había tenido tanto trabajo —reconocía.

Mientras tanto, pese a las circunstancias, los oficiales británicos hacían lo posible por recrear las placenteras distracciones de Londres. Abrieron un teatro y, como no había ningún grupo de actores, representaban ellos mismos las obras. A lo largo de la primavera de 1777 se celebraron carreras, bailes y torneos de cricket. Y la sal de todo ello eran, por supuesto, las mujeres.

—Los ejércitos siempre atraen a las mujeres —comentó su padre a Abigail.

Ella comprendía muy bien por qué. Aunque las calles estuvieran mugrientas, los oficiales que paseaban por ellas lucían como aves de espléndido plumaje. Tampoco las damas casadas de la ciudad eran indiferentes a los alardes de valentía de los oficiales, ni a su poder. A la señora Loring, esposa del comisario de prisioneros, se la veía tan a menudo con el general Howe que muchos daban por sentado que era su mujer.

—¿Es amante suya? —preguntó Abigail a su padre.

—Lo único que puedo decir —respondió éste— es que siempre está a su lado.

Sobre la parte rica de la ciudad planeaba, de hecho, un ambiente de grata sensualidad, fomentado por el comandante.

De vez en cuando, Abigail advertía que Grey Albion había salido por la noche y no había regresado a la hora en que Hudson echaba el cerrojo a la puerta. En varias ocasiones curioseaba para verlo entrar discretamente en la casa después de que Hudson la abriera poco después del amanecer. Una mañana en que hablaba de la cuestión con Ruth en la cocina, ésta le respondió con mucha guasa.

—A ese joven no le falta de nada, señorita Abigail, podéis estar segura.

No obstante, a medida que se acercaba el verano, todo el mundo sabía que los británicos pasarían a la acción. Aun cuando la práctica totalidad de las colonias, desde Boston y New Hampshire en el norte hasta las plantaciones de los estados del sur, se hallaban en teoría bajo control de los patriotas, el único ejército patriota organizado era la mermada fuerza de soldados mal entrenados que, liderada por George Washington, obstruía en Nueva Jersey la ruta hacia Filadelfia.

En junio, el general Howe efectuó una incursión para atacar a Washington, y Grey Albion y los otros oficiales se ausentaron durante un tiempo. Pese a tener el convencimiento, al igual que sus bisoños oficiales, de que su ejército regular destruiría a los patriotas en una batalla en campo abierto, Howe había aprendido a raíz de lo ocurrido en Bunker Hill que, teniendo donde camuflarse, los tiradores patriotas podían ser temibles. Dado que no consiguió la batalla que le convenía, regresó a Nueva York a finales de junio. Todo el mundo se preguntaba qué haría después.

El día anterior precisamente, Howe invitó a cenar al padre de Abigail y éste tuvo el capricho de llevarla a ella también.

A ella le pareció extraño estar sentada tan cerca del general. Los otros únicos invitados eran la señora Loring y un par de oficiales. Sabiendo lo que sabía, cada vez que el general volvía su mofletuda cara de prominentes ojos hacia ella, de forma involuntaria Abigail se imaginaba que estaba mirando el rostro del propio rey Jorge III.

La comida fue simple, pero agradable. Howe estaba de talante afable y se notaba que apreciaba a su padre, pero también quedó claro que había algo concreto de lo que deseaba hablar con él.

—Decidme, Master —planteó al cabo de un rato—, ¿sabéis algo del territorio de la ribera del Hudson? —Cuando su padre respondió afirmativamente, Howe prosiguió—: Me parece que no conocéis al general Burgoyne. Lo llaman el Caballero Johnnie. Es un hombre muy elegante, aficionado al juego. En su tiempo libre escribe obras de teatro.

Por la desdeñosa mueca que esbozó, Abigail dedujo que la última frase no era de elogio.

—He oído que ha tenido buenos resultados en Canadá, pero que es bastante testarudo —comentó con franqueza su padre.

—Es muy impetuoso, aunque reconozco que es valiente y arrojado. De todos modos, goza de la confianza del gobierno, sobre todo de lord George Germain, y como sabéis, ahora se propone bajar por el valle del Hudson desde Canadá, tomar Albany, capturar Ticonderoga y los otros fuertes y aislar así a Washington de toda la zona noreste. Es un plan osado. Quiere cubrirse de gloria. Se cree que va a ser fácil.

—¿Cómo va a viajar?

—No estoy seguro. Quizá por los senderos del bosque.

—Resultará una marcha dura. Los senderos pueden estar bloqueados. Sería un blanco fácil para los tiradores emboscados.

—Germain propone que yo vaya a reunirme con él y que después bajemos juntos, aunque no insiste mucho. —Howe lanzó una mirada intencionada a Abigail—. Ya sé que sois leal, Master, pero esto debe quedar entre nosotros.

Luego calló. Entonces su padre se volvió hacia ella.

—Abby, debes prometerme ahora, por el amor que me profesas como hija, que nunca repetirás a nadie nada de lo que se diga en esta sala esta noche. ¿Me lo prometes?

—Sí, padre, lo prometo.

—Perfecto. —Howe efectuó una breve inclinación de cabeza antes de proseguir—. En los próximos días, cargaremos los barcos anclados aquí. Cualquier espía podrá verlo, pero lo que no sabrán es adónde vamos a ir. Tanto podríamos remontar el río para ir al encuentro de Burgoyne como bordear la costa hacia el sur, donde los leales podrían sublevarse para apoyarnos. También podríamos dar un rodeo por la bahía de Chesapeake y subir hacia Filadelfia.

—Donde está el Congreso.

—Exacto. Si les arrebatásemos su base principal, cortáramos a Washington el acceso al sur y lo atrapáramos entre Nueva York y Filadelfia, me parece que lo colocaríamos en una situación desesperada. Aquí en Nueva York mantendríamos una nutrida guarnición. Cuando Burgoyne llegue, quedará reforzada. Entonces Washington tendría que luchar a campo abierto entre dos ejércitos profesionales. Con suerte, no tendríamos que llegar a ese extremo y mostraría la sensatez necesaria para rendirse. —Fijó la mirada en John Master—. Entre mis subalternos hay divergencia de opiniones. Vos que conocéis el terreno… ¿creéis que sería factible?

—Sí —confirmó Master—, creo que sí.

Después hablaron de otras cuestiones, pero Abigail se percató de que su padre estaba muy pensativo.

—Creo que vuestro plan funcionará —corroboró, con un suspiro, Master al despedirse de Howe esa noche—. Pero decidme: ¿cómo puedo lograr el perdón para mi pobre hijo?

Howe le estrechó la mano con actitud comprensiva, aunque no respondió nada.

Reparando en el trajín que reinaba en el puerto en aquel soleado día de julio, Abigail infirió que habían comenzado a cargar los barcos. Aquél sería tal vez el último partido de cricket en el que Grey Albion y sus amigos iban a participar en mucho tiempo.

Al igual que el resto de jugadores, Grey vestía camisa blanca de algodón y bombachos. También llevaba un picudo sombrero para protegerse los ojos del sol. Con el bate en la mano listo para golpear se lo veía, sin duda airoso y ágil.

La pelota surcó el aire por encima de sus cabezas. Acababa de marcar el tanto que proporcionaba la victoria a su equipo. Weston dio un brinco y se puso a aplaudir con fervor. Los aplausos acompañaron a los jugadores mientras abandonaban el campo. Grey se dirigió a ellos, quitándose el sombrero, y cuando estuvo cerca, Abigail advirtió que bajo el rizado pelo, tenía la frente perlada de sudor.

—Buen partido, Grey —lo felicitó John Master.

—Gracias, señor —repuso. Luego le dedicó una sonrisa a ella—. ¿Os ha agradado el partido, señorita Abigail? —preguntó.

En ese instante le cayó una diminuta gota de sudor de la frente que fue a parar a la muñeca de Abigail.

—Oh sí —respondió—. Me ha gustado bastante.

A lomos de su caballo, James Master se acercó el catalejo al ojo para otear. Desde su posición en la orilla del lado de Nueva Jersey, gozaba de una amplia panorámica de la bahía, y aunque no vio la pelota de cricket que acababa de surcar el aire detrás del fuerte, percibió algo mucho más interesante: estaban cargando de víveres un barco. En las tres horas que llevaba allí, era la segunda operación de carga que detectaba. Tras él, una docena de soldados aguardaban pacientemente a su capitán.

El capitán James Master había cambiado en el transcurso de aquel año. Aun cuando conservaba su misma mentalidad y convicciones, ahora era un experto oficial, curtido por las batallas, y por algo más sutil también. Si su matrimonio infeliz le había aportado una porción de amargura particular, el año anterior le había enseñado mucho sobre los límites de la confianza humana en general. Aquello no lo había aprendido con el ardor de la batalla, sino observando la fría resistencia del hombre a quien había llegado a profesar una auténtica veneración.

El mes de diciembre anterior, después de que los chaquetas rojas expulsaran de Nueva Jersey a sus tropas de novatos, habría sido comprensible que George Washington sucumbiera al desaliento. Dos de los generales de su bando —Lee, a quien había confiado la fortificación de Nueva York, y Gates, encargado de la vigilancia del valle del Hudson, que habiendo servido antes como oficiales en el ejército británico creían saber más que él— se habían confabulado para ocupar su puesto. Incluso sus inexpertos soldados, que se habían alistado sólo hasta finales de año, se proponían marcharse al concluir el mes. Otros ni siquiera esperaban a cumplir el plazo y desertaban simplemente. Aparte de un par de breves escaramuzas victoriosas, su ejército había padecido humillaciones y capturas, y había tenido que acabar retirándose siempre. Al finalizar la campaña, los restos de su ejército acampaban más allá del río Delaware, cuya orilla opuesta permanecía bajo vigilancia de los fieros soldados hesianos. Poco amigo del aristocrático concepto de la temporada de guerra de Howe, Washington temía que si el Delaware se helaba, el comandante británico decidiera atacar hacia el sur con todo su ejército.

—Haga lo que haga Howe —le comentó el general a James—, estamos obligados a lograr alguna clase de triunfo antes de que se marchen nuestros hombres.

Se trataba, ciertamente, de una necesidad para mantener la moral de los patriotas. Éstos poseían, cuando menos, talento para organizar incursiones. James había participado en varias de ellas, que no sólo habían servido para hostigar al enemigo, sino para procurarse información. En la zona había muchos americanos leales que ayudaban a los hesianos. Sin tener que hacer nada, con su simple estatura y la pistola que llevaba en la mano, éstos se asustaban y consentían en hablar.

—Los hesianos se han trasladado a Trenton ahora —le dijo un amilanado granjero una vez—. Son unos mil cuatrocientos. Eso está bastante desprotegido, sin terraplenes ni nada. Vuestros propios desertores les han dicho que os proponéis atacarlos, pero su comandante os desprecia tanto que no quiere cavar trincheras.

No disponían de muchos soldados. Sólo les quedaban cinco mil, un tercio de los cuales no se hallaban en condiciones de luchar. A comienzos de diciembre, no obstante, aparecieron dos mil hombres del batallón de Lee, a los que siguieron quinientos del de Gates y mil más procedentes de Filadelfia. Sumados componían un modesto ejército, suficiente de todas formas. Estaban mal equipados, con todo. Aunque tenían munición, los uniformes presentaban un lamentable estado. Muchos de los soldados ya no tenían botas y caminaban sobre la nieve y el hielo con los pies envueltos en trapos.

Pese a aquellas dificultades, Washington hacía concebido un osado plan. Cruzarían el río, en pleno invierno y de noche, y atacarían por sorpresa a los hesianos.

—Atravesaremos el cauce tres veces —explicó a James—. Una para distraerlos y la segunda para traer refuerzos. El grueso principal de casi dos mil hombres cruzará conmigo y después nos precipitaremos hacia Trenton y arremeteremos contra ellos antes del amanecer. Puesto que los hesianos son menos numerosos, creo que tenemos posibilidades de aplastarlos. Con suerte, después podremos agrupar las tres fuerzas y atacar Princeton también.

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