—Buenas noches, John. Necesito tus llaves.
—¿Qué llaves, Charlie?
—Las de tus malditos barcos. Hemos entrado sin problema en tu almacén, pero tienes tantos candados que es una pérdida de tiempo.
—¿Para que quieres mis barcos, Charlie?
—Estamos trayendo a los chicos de Brooklyn. Date prisa ¿quieres?
—¡Dios mío! —exclamó Master—. Ya voy.
Regresó al cabo de una hora.
—Nunca he visto nada igual —explicó con excitación a Abigail, que lo había estado esperando—. Tienen toda una flota de embarcaciones de lo más variopinto, con barcazas, canoas y cualquier cosa que flote.
—¿Dará resultado?
—Siempre y cuando los británicos no se percaten de lo que ocurre. Gracias a Dios que hay niebla.
—¿Y James?
—No se sabe nada todavía. Quiero que despiertes a Hudson y Ruth y que os pongáis a preparar sopa caliente, estofado y todo lo que podáis. Los hombres que he visto bajar de las barcas estaban en un penoso estado.
—¿Vamos a dar de comer a los patriotas? —preguntó, asombrada.
—Están calados hasta los huesos, los pobres —adujo, encogiéndose de hombros—. Ahora me tengo que ir.
Abigail cumplió las indicaciones y se encontraba en la cocina con Hudson y su esposa cuando su padre volvió a entrar al cabo de una hora. Aquella vez llegaba sonriente como un chiquillo.
—James ha vuelto… vendrá dentro de poco. Le he dicho que trajera a sus hombres. ¿Tenemos estofado y sopa?
—Pronto, padre. ¿A cuántos hombres va a traer?
—Unos doscientos. ¿Será un problema?
Las dos mujeres se consultaron con la mirada.
—Desde luego que no —repuso Abigail.
Mientras los hombres se hacían un hueco en la casa, James se llevó a Abigail y a su padre aparte y los puso brevemente al corriente de lo ocurrido.
—No habíamos asegurado bien nuestro flanco izquierdo. Los leales de Long Island se dieron cuenta y se lo dijeron a los británicos. Durante la noche, una fuerza de británicos y gente de Long Island dio un rodeo por el paso de Jamaica y atacó nuestra retaguardia por la mañana. Después toda la línea ha cedido. Debemos de haber perdido mil doscientos hombres… contando sólo los muertos, no los heridos. Ha sido un desastre. Si Howe hubiera persistido y nos hubiera atacado en Brooklyn Heights, todo habría terminado. Aun así… sólo nos quedan recursos para luchar un día más, quizá —añadió con desesperado ademán.
A juzgar por las caras demacradas y el aspecto de desánimo de sus hombres, lo que quedaba del ejército de Washington no se hallaba en muy buenas condiciones para presentar batalla.
La casa se convirtió en un improvisado campamento para el resto del día. En los patios, en las vallas, en los tendederos o extendidos en el suelo había tiendas y uniformes puestos a secar, de modo que cuando por fin salió el sol, toda la casa se vio envuelta en vapor. Hudson colocó junto a la puerta una gran tina que Abigail iba llenando de sopa para servir a los soldados que pasaban.
Hacia mediodía, mientras el propio Master servía sopa a unos hombres, Washington pasó a caballo. En su rostro tenso y cansado apareció una expresión de asombro cuando vio al comerciante leal con un cucharón en la mano.
Sin decir nada, Washington se llevó un dedo al sombrero y prosiguió camino.
En los días posteriores, la situación no hizo más que empeorar.
—Tres cuartas partes de la milicia de Connecticut… es decir, seis mil hombres… ha levantado el campamento y se ha ido —informó James—. Nadie cree que podamos resistir en Nueva York, con excepción de Washington, tal vez. ¿Quién sabe?
Pese a que contaban con una ventaja táctica, los británicos no variaron de estrategia. Querían parlamentar. El 11 de septiembre, John Adams, Rutledge y el propio Benjamin Franklin llegaron a Staten Island para hablar con Howes.
—Los británicos ofrecieron perdonar a todos a condición de que renunciásemos a la declaración de independencia —explicó James—. La delegación ha tenido que contestarles que no.
John Master no dijo nada.
—Sería muchísimo más sensato haber dicho que sí, en mi opinión —confió más tarde a Abigail.
Al día siguiente los dirigentes patriotas celebraron un consejo de guerra.
—Washington ha quedado en franca minoría —les contó James—. No podemos conservar la ciudad. Hay, en cambio, otra manera de impedir que los británicos se queden con Nueva York.
—¿Cómo? —preguntó su padre.
—Quemándola.
—¿Destruir Nueva York? Nadie en su sano juicio haría tal cosa.
—Ésa era la intención de John Jay. —James esbozó una sonrisa—. Pero no te preocupes, padre, que el Congreso lo ha desautorizado.
Dos días después, Washington trasladó sus tropas al norte, a la fortaleza natural que ofrecían los rocosos parajes de Harlem Heights, cercana a su cuartel general. De todos modos, dejó cinco mil hombres en la ciudad bajo el mando del general Putnam, que no estaba dispuesto a abandonar la ciudad sin ofrecer resistencia.
—Yo me quedaré aquí con Putnam —les dijo James.
—Pasa todo el tiempo que puedas con Weston —le aconsejó Abigail, pensando que quizás aquéllos serían los últimos días en que el niño tendría ocasión de ver a su padre durante una larga temporada.
No huvo tiempo para nada, sin embargo. Los británicos llegaron a la mañana siguiente. Atravesaron el East River por Kips Bay, a unos cinco kilómetros más arriba de las murallas de la ciudad, cerca de la finca de Murray Hill. Todo el mundo observaba desde la costa y el espectáculo era, desde luego, pavoroso.
Cinco barcos de guerra disparaban sin cesar a quemarropa contra la orilla con un nutrido bombardeo, mientras una flota de barcazas cargada con cuatro mil casacas rojas cruzaba a toda velocidad el río. Cuando los casacas rojas emprendieron el asalto en la costa de Manhattan, los hombres de la milicia encargados de su defensa huyeron para salvar la vida.
Abigail y su padre se quedaron en casa con el pequeño Weston. No podían hacer nada más. Hudson les informó de que las fuerzas patrióticas se encontraban en la carretera de Bloomingdale que subía por el lado oeste de Manhattan. ¿Tratarían de presentar batalla a los británicos o intentarían evitarlos?, se preguntaba Abigail. No sabía dónde se encontraba James. Su padre estaba junto a la verja, escuchando el ruido de las armas de fuego.
Si las tropas patriotas abandonaban la ciudad, lo mismo ocurría con los civiles patriotas. Con sus posesiones cargadas en carros o en carretillas, las familias se marchaban ofreciendo un extraño espectáculo. Cuando salió a ver a su padre, éste le dijo que había visto a Charlie White cuando pasaba a toda prisa con su carro.
—¿Te ha dicho algo? —le preguntó.
—No, pero ha saludado con la mano.
Transcurrió una hora y luego otra. El silencio era sobrecogedor. Por fin, su padre oyó disparos de mosquetes. Al cabo de unos minutos regresó, no obstante, el silencio. Pasaron veinte minutos. Después por la calle llegó un jinete a medio galope.
Era James.
—Se ha acabado —dijo, precipitándose dentro de la casa—. Me tengo que ir.
—¿Ha habido lucha?
—¿Lucha? Apenas nada. Los británicos han empezado a llegar. Nuestros hombres debían resistir al norte de Murray Hill y Washington acudió para vigilar. Pero a los primeros disparos, los nuestros se han dado a la fuga. Washington estaba como un loco. Los golpeaba con el lomo del sable y los trataba de cobardes y de cosas peores. Ellos no le han hecho el menor caso, de todas maneras; corrían como conejos. Ha sido vergonzoso.
—Pensaba que Washington era una persona comedida.
—No. Tiene un genio temible, aunque normalmente se controla.
—¿Dónde están ahora los británicos?
—Vienen hacia aquí. Howe se desplaza a paso de caracol… es casi como si nos dejara tiempo para marcharnos. Seguramente es eso, ¿quién sabe? Pero ahora me tengo que ir, padre. Sólo he venido a despedirme.
—Hijo. —Master posó las manos en los hombros de James—. Ya ves cómo les va a los patriotas. Te imploro, por tu propio bien, por el bien de la familia, que renuncies. No es demasiado tarde. Quítate el uniforme. Quédate aquí en casa. No creo que los británicos te causen complicaciones si así lo haces.
—No puedo. Tengo que irme.
Después de abrazar a Abigail se acercó a Weston, que miraba con los ojos muy abiertos, lo cogió en brazos y le dio un beso. Luego volvió a hablar a su padre.
—Quería decirte algo más, padre.
—Dímelo, rápido.
—De todo el mundo, tú eres la persona a quien elegiría para confiar a mi hijo.
A continuación, le dio un abrazo y se marchó.
Estuvieron mirándolo hasta que se perdió de vista. Luego volvieron al interior de la casa y su padre se encerró en su despacho. Al cabo de un momento, a través de la puerta, Abigail oyó que estallaba en sollozos.
—Ven, Weston —dijo al niño—, nos vamos al Bowling Green.
La entrada de los británicos no se distinguió de cualquier entrada de un ejército conquistador. Ya fuera movida por la alegría o por el miedo, la gente saludaba y gritaba con entusiasmo. Su padre sacó la Union Jack a la puerta. Puesto que la ciudad estaba casi vacía, el ejército tuvo donde elegir para instalarse.
—Aunque seguramente algún coronel querrá requisar esta casa —advirtió su padre a Abigail.
Los británicos avanzaron con una rapidez considerable ahora, hasta ocupar buena parte de la isla de Manhattan. Al día siguiente, no obstante, los patriotas que habían huido de manera tan ignominiosa de improviso dieron toda una demostración de valentía.
En la zona norte de la isla, justo debajo de los campamentos patriotas de Harlem Heights, una partida de varios centenares de chaquetas rojas que perseguían a unos comandos de Connecticut vieron de repente descender a los patriotas en tropel de las colinas. La pelea fue reñida, pero los patriotas lucharon con arrojo, de tal forma que aquella vez fueron los británicos quienes tuvieron que huir.
Aquello sirvió sin duda de aliento a los patriotas. Curiosamente, Abigail advirtió que su padre quedó también complacido cuando se enteró.
—Por lo menos los americanos han dado alguna prueba de su valor —comentó.
A las once en punto de la mañana siguiente, cuando su padre se hallaba ausente, Hudson acudió a informarle de que había un oficial inglés en la puerta.
—Seguro que quiere requisar la casa —auguró con un suspiro, mientras se encaminaba a la entrada.
Allí encontró a un oficial algo más joven que su hermano, de pelo revuelto y unos preciosos ojos azules.
—¿Señorita Abigail? —preguntó—. Soy Grey Albion.
1776
E
l gran incendio de Nueva York se inició a medianoche, el 30 de septiembre.
Hudson vio las llamas cuando fue a cerrar los postigos en el piso de arriba. El resplandor no venía de lejos. Según sus cálculos era por la zona del fuerte, en el muelle de Whitehall.
—El viento sopla en esta dirección —le dijo a su esposa—. Mejor será que vaya a echar un vistazo.
La esquina de Broad Street quedaba tan sólo a unos cuantos metros de la puerta de la casa. Después de girar por ella, se alejó con celeridad hacia los muelles. Un vigoroso viento proveniente de Brooklyn le golpeó la cara. En la confluencia con Dock Street vio el fuego. Ardía en el extremo de esa misma calle, en la esquina con Whitehall. La taberna Fighting Cocks era ya pasto de las llamas y el fuego parecía propagarse con rapidez. ¿Cómo podía haber prendido tan deprisa? Los vecinos se habían concentrado a mirar, pero dado que la mayor parte de los bomberos eran patriotas, se habían ido de la ciudad con las milicias, de modo que nadie hacía nada. De la casa contigua a la taberna brotaban llamaradas. En el otro lado, al sur, un pequeño almacén comenzó a arder de repente.
Hudson se quedó extrañado. El viento soplaba en dirección contraria. Luego reparó en algo más.
Cuando Hudson llegó a la casa, el fuego se había propagado a toda una manzana. Master y todos los demás se habían levantado ya.
—La brisa lo va a traer hacia aquí, amo —advirtió—, y no hay ningún bombero.
—En ese caso no podemos hacer gran cosa —declaró Master con pesadumbre.
El joven señor Albion se decidió a intervenir.
—Creo que podríamos intentarlo, señor —propuso.
Cuando el señor Albion fue a verlos, el amo enseguida se dio cuenta de que aquello era una oportunidad. Ese mismo día, ya tuvo alojados allí a Albion y a otros dos jóvenes oficiales más.