Después de la universidad, James había sido feliz en Londres. Los Albion eran como su segunda familia. Grey y él habían estado juntos un año en Oxford y había sido un placer actuar como su mentor. También en Londres era él el que llevaba la iniciativa, sobre todo en lo relativo a las mujeres.
James resultaba muy atractivo para las damas. Con su estatura, su belleza, su fortuna y sus agradables modales, era muy popular entre las señoritas que buscaban marido y entre las señoras que buscaban relaciones menos duraderas. Las señoritas debían reconocer, desde luego, que era una pena que su fortuna se encontrara en las colonias, pero cabía la posibilidad de que se quedara en Londres, o que hiciera al menos lo mismo que muchos otros ricos hombres de negocios neoyorquinos, que mantenían casa en ambas ciudades. Además de la educación adquirida en Oxford, parecía tener un enfoque sensato de la vida. Le gustaba Londres, estaba a favor del imperio y tenía un punto de vista definido en lo tocante a las chusmas de radicales que causaban alborotos tanto en Londres como en Nueva York.
—Hay que tratarlos con mano firme —decía—. Son una amenaza para el orden.
No es de extrañar que, en tales circunstancias, James Master disfrutara sobremanera.
Un día de verano Grey Albion le propuso que lo acompañara a cenar con su amigo Hughes, y James se reunió con ellos en una taberna próxima a la calle Strand. Los dos jóvenes formaban una curiosa pareja: Albion, el risueño y privilegiado muchacho de pelo alborotado y ojos azules, y Hughes, el hijo de un humilde cerero que se había abierto camino hasta trabajar en un despacho de abogados, siempre vestido con suma pulcritud. Con todo, por lo que le había contado Grey, detrás de su serena y respetable presencia tenía una gran osadía intelectual.
Durante la comida, hablaron un poco de todo. Pidieron carne asada y el posadero les sirvió un excelente vino. Los tres bebieron bastante, aunque James advirtió que el joven empleado sólo tomó una copa. Se enteró de que Hughes no estaba implicado en política, pero que su padre era un radical. Hughes, por su parte, le preguntó por su familia y su infancia en Nueva York y expresó el deseo de poder ir un día allí.
—¿Y tú tienes intención de volver a América? —le planteó.
—Sí. A su debido tiempo —repuso James.
—¿Puedo preguntarte qué bando escogerás entonces en la disputa que se está librando ya?
—Mi familia es leal —dijo James.
—Muy leal —apostilló Grey Albion, sonriendo.
Hughes asintió con aire pensativo. Con su cara enjuta, la fina nariz ganchuda y la mirada atenta, evocaba un poco la apariencia de un pájaro.
—Mi familia se colocaría sin duda en la facción contraria —afirmó—. Como sabes, muchos artesanos y radicales de Londres consideran justas las quejas de los colonos. Y no sólo son personas de condición humilde como mi familia. Algunos de los liberales de solera e incluso ciertos miembros de la nobleza rural aseguran que los colonos sólo piden lo mismo que exigieron sus propios antepasados antes de decapitar al rey Carlos. No hay impuestos sin representación: ése es el derecho natural de todo inglés.
—Pero tampoco eso es razón para rebelarse —opinó Grey Albion.
—Nosotros nos rebelamos en Inglaterra en el siglo pasado.
Gray se volvió riendo hacia James.
—Ya te dije que mi amigo tenía sus propias ideas.
—Pero ¿no teméis que cunda el desorden? —inquirió James.
—Lo mismo argüían los realistas cuando nos quejábamos de la tiranía del Rey. Todos los gobiernos temen los desórdenes.
—Pero el imperio…
—Bah. —Hughes se quedó mirando a James, con un peligroso brillo en los ojos—. Tú crees que, como el Imperio romano, el británico debe ser gobernado desde la capital, que Londres debe ser la nueva Roma.
—Supongo que sí —concedió James.
—Como casi todo el mundo —acordó Hughes—. Y por eso, en el caso de América, topamos con una dificultad. Más que una dificultad es una flagrante contradicción.
—¿En qué sentido?
—Los colonos creen que son ingleses. ¿Se considera inglés tu padre?
—Por supuesto. Un inglés leal.
—Pero por el hecho de vivir en América, tu padre no puede disponer de los mismos derechos que hacen de él un inglés, y como tal un súbdito leal a la Corona. El sistema del imperio no lo permite. Tu padre no es un inglés con todos los derechos: es un colono. Puede que agradezca que lo gobiernen ingleses nacidos con ellos en Londres (que es mejor, claro, que ser gobernado por un tirano) pero se tiene que conformar con eso. Si tu padre es leal al Rey y al imperio porque cree que es un inglés, se engaña a sí mismo. Y todo esto se debe a que a nadie se le ocurre otra manera de gobernar un imperio. Yo digo, por consiguiente, que tarde o temprano va a haber un conflicto. Si tu padre tiene buen juicio, se rebelará.
Hughes los miró con actitud triunfal, satisfecho al parecer con aquella desoladora paradoja.
—No creo que le vaya a contar a mi padre lo que dices de él —replicó James, riendo—. Dime algo: ¿de qué manera se gobierna un imperio? ¿Cómo podrían obtener representación los colonos americanos?
—Hay dos opciones. Podría haber representantes americanos en el Parlamento de Londres. Sería difícil de manejar, dado el vasto océano que separa América de Londres.
—¿Y si los colonos votaran sobre cuestiones que afectan a los ingleses? —planteó Grey Albion—. No me imagino a ningún gobierno que defendiera tal opción.
—Pues ahí es donde los colonos lo tienen muy difícil —señaló Hughes con una astuta sonrisa—. En realidad, si los gobiernos fueran sensatos, pensarían a lo grande. Si las colonias americanas tuvieran representación en Londres, a medida que crecieran éstas también aumentaría el número de sus representantes, de tal forma que en cuestión de uno o dos siglos, diría, llegaríamos a tener un Parlamento imperial en el que los miembros americanos constituirían mayoría. ¡Quién sabe, hasta el Rey podría abandonar Londres para sentar corte en Nueva York!
Grey Albion se echó a reír. James sacudió la cabeza, divertido y a la vez pensativo.
—Decías que había dos opciones —recordó a Hughes.
—Así es. La otra sería dejar que los americanos se gobernaran a sí mismos… o al menos que aprobasen los impuestos que deben pagar.
—Siempre y cuando estuvieran dispuestos a pagar algún tributo.
—Eso sería una dificultad, pero en todo caso deberían pagar por su defensa. Lo que ocurre es que a los ministros de Londres les cuesta renunciar ni siquiera a una franja de poder.
—No tienes en cuenta un punto importante, Hughes —intervino Grey Albion—. Nuestros ministros temen que si ceden a las demandas de los radicales americanos, otras partes del imperio, como Irlanda, exijan más libertad, y se venga abajo todo él.
—Yo creo que tendrán más problemas si no lo hacen —afirmó Hughes.
—Entonces, ¿no crees que las actuales disposiciones tomadas con América puedan durar?
—A mí me parece que las personas como Benjamin Franklin y tu padre pueden llegar a soluciones transitorias, pero el sistema tiene unos cimientos defectuosos.
Una vez concluida la velada, mientras volvían a pie a casa con James, Grey estaba alborozado.
—¿A que Hughes es toda una personalidad? Siempre tiene una opinión formada sobre todo. Algunas personas piensan que está un poco loco, pero yo disfruto mucho con él.
James asintió en silencio. Él no creía ni por asomo que Hughes estuviera loco, pero lo que había dicho lo había dejado inquieto, y necesitaba reflexionar sobre ello.
Al día siguiente conoció a Vanessa en casa de lord Riverdale. Él llevaba una espléndida chaqueta azul que sabía que le sentaba muy bien. Se la presentaron como lady Rockbourne, y él supuso que estaba casada. Charlaron un rato y no dejó de apreciar su gran belleza. Era rubia y delgada, y tenía unos ojos de color azul claro que parecían enfocar un punto algo lejano. No le dio, con todo, mayor importancia a aquel encuentro hasta que, hacia el final de la velada, una de las damas asistentes le aseguró que Vanessa había quedado muy impresionada con él. Entonces James comentó que no le habían presentado a su marido.
—¿No lo sabíais? Es viuda. —La dama le dirigió una mirada de complicidad—. Y sin ataduras.
Al cabo de unos días recibió una invitación grabada en relieve para una recepción en la residencia de lady Rockbourne, en el barrio de Mayfair.
Tardaron un mes en convertirse en amantes. Hasta que eso sucedió, él se dio cuenta de que ella hacía lo posible para que coincidieran con frecuencia y que efectuaba indagaciones sobre él. Pronto tuvo la certeza de que sentía atracción física, pero resultó evidente que no era sólo eso. Cuando por fin Vanessa se lo dio a entender, James se sintió bastante halagado. Ni siquiera entonces comprendió muy bien por qué lo había elegido, y cuando se lo preguntó le dio tan sólo una vaga respuesta evasiva.
James nunca había tenido una relación íntima con una aristócrata hasta entonces. En realidad, tenía que admitir que una parte de la fascinación que ella ejercía sobre él se debía a su clase social; no es que James fuera un esnob, pero sentía curiosidad. En la actitud que ella tenía ante el mundo había un aire de superioridad tan asumido que, de haberlo empleado contra él, lo habría indignado, pero como gozaba de su aceptación, lo encontraba gracioso. Observaba la elegancia con que hacía las cosas, la asombrosa ligereza con la que se movía, la sutil inflexión con que podía alterar el significado de una sola palabra o cargarla de ironía; y a la vez, la sorprendente franqueza que podía emplear a veces en situaciones en que la mayoría de los mortales preferirían ser menos directos. Todo aquello era novedoso y fascinante para James. Al mismo tiempo, percibía en ella un nerviosismo profundo, un hueco oscuro en su alma, una vulnerabilidad que le inspiraba un instinto de protección hacia ella. «Quizá sea un brazo fuerte y tierno como el mío lo que en secreto anhela», pensaba.
A medida que transcurrían los meses, cada vez pasaba más tiempo con ella. Si no se veían durante un par de días, el lacayo de Vanessa se presentaba en casa de los Albion con una nota en la que le daba cita. Se había vuelto bastante dependiente. Él, por su parte, estaba tan fascinado con ella que cuando le anunció que estaba embarazada, no consideró extraño plantear la posibilidad de casarse.
Ella no respondió enseguida; se tomó una semana para pensarlo. Él lo entendía muy bien; después de todo, no tenía ningún gran título ni propiedad. Una cosa era mantener una relación íntima y otra casarse. Tener un hijo sin marido era algo serio incluso para una viuda de su encumbrada posición social, aunque probablemente podría encontrar una salida viajando enseguida hacia la Europa continental, donde se quedaría hasta después del nacimiento del niño, a quien podía dejar a cargo de alguien. El caso fue que, por un motivo u otro, al cabo de una semana le dijo que se casaría con él.
La boda fue discreta. Se celebró en la distinguida iglesia de Saint George, en Hanover Square, con la asistencia tan sólo de los Albion, los Riverdale y unos cuantos amigos íntimos que actuaron como testigos. Seis meses después nació el pequeño Weston.
James estaba muy orgulloso de Weston. Desde que tenía meses presentaba ya un gran parecido con John Master. Por otro lado, James también se sentía orgulloso de que por primera vez, al menos hasta donde él tenía constancia, la familia Master hubiera entroncado con la aristocracia. Las generaciones futuras llevarían en sus venas sangre de la nobleza, de la realeza incluso, transmitida a través de incontables lazos familiares.
Vanessa también parecía contenta. Aun cuando ahora fuera sólo la señora Master, sin más títulos, su sola presencia confería un nuevo lustre al apellido, y el hecho de que al pequeño le llovieran comentarios de admiración de todos también le resultaba gratificante. De hecho, durante su primer año de matrimonio apenas hubo fricciones entre ella y James, exceptuando una cuestión de poca monta.
Él seguía trabajando. Aunque pasaba menos tiempo en las oficinas de Albion, cosa que éste comprendía perfectamente, no descuidaba el negocio.
—¿Es necesario que ejerzas de menestral, James? —le espetaba su esposa.
Él reaccionaba sólo con una carcajada.
—No vivo en el almacén —contestaba—. Albion es todo un caballero que goza de una respetable posición en los negocios de la ciudad, y yo voy allí a velar por los asuntos comerciales de mi familia… que no son una minucia —le recordaba.
—Quizá podríamos comprar una finca en el campo —sugería—. Podrías permitírtelo. Creo que me gustaría verte en el Parlamento.
—Por mí no hay inconveniente —decía—, pero de todas maneras hay que atender los negocios de la familia.
Se daba cuenta de que, como muchas mujeres, se proponía hacer cambiar al hombre que amaba. Lo encontraba divertido casi, pero aun así no tenía la más mínima intención de descuidar sus negocios. También comentó varias veces que deberían pensar en cruzar el Atlántico para visitar a su familia, que estaría con muchas ganas de conocerla.
—Todavía no, James —respondía ella—. Weston es aún muy pequeño.
Puesto que le parecía razonable, no discutía más.
Estuvo encantado cuando ella volvió a quedarse embarazada; esperaba que fuera una niña. Luego ella sufrió un aborto. A él le causó tristeza, pero a Vanessa le afectó mucho más.
Tuvo una depresión. Durante semanas permaneció en casa sin salir prácticamente, con la vista perdida en la ventana, vencida al parecer por la apatía. Él intentaba animarla, convencerla para que buscara diversiones, pero la mayoría de las veces era inútil: era como si se estuviera aislando. Ni siquiera Weston era una fuente de alegría para ella. Después de jugar un poco con él, lo devolvía a la niñera y les indicaba que se retirasen.
Poco a poco volvió a recuperar su estado normal, o una semblanza de éste. Pero se produjo un cambio en ella. Aunque le permitía dormir en su cama, James sentía claramente que no quería que la abrazase. Trató de ser tierno, esperando que las cosas mejorasen. Aún le costaba más entender, empero, la actitud que tenía con Weston.
Él daba por sentado que todas las mujeres poseían una disposición maternal, que era un instinto natural en ellas. Por eso encontraba extraño que, incluso después de haberse restablecido, Vanessa no volcara más afecto en su hijo. Para la gente ajena a la familia era una madre perfecta, pero en los gestos y atenciones que le dedicaba había poco calor.