—¡Tío Luigi!
Salvatore echó a correr hacia él. Su tío, que cargaba con su maleta, lo cogió en brazos con la mano libre y lo llevó hasta donde aguardaba su hermana.
—¿Dónde estabas? —le preguntó ésta—. No te veíamos.
—He pasado antes que vosotros —explicó, mientras dejaba a Salvatore en el suelo—. Hace diez minutos que os espero.
—Alabado sea Dios —exclamó ella.
—Te han dejado entrar en América, tío Luigi —se felicitó, más alborozado aún, Salvatore—. Te han dejado entrar.
—Pues claro. ¿Por qué no me iban a dejar entrar?
—Porque estás loco. A los locos los mandan de vuelta.
—¿Cómo? ¿Me estás llamando loco? —Su tío le dio una bofetada—. ¿Son éstas maneras de hablar a tu tío? ¿Así es como crías a tus hijos? —interpeló a Concetta.
—¡Salvatore! —gritó su madre—. Pero ¿qué dices?
—Es verdad —adujo, con lágrimas en los ojos, Salvatore—. A los locos los marcan con una cruz y los médicos del manicomio les hacen preguntas y los mandan a Italia.
El tío Luigi volvió a alzar la mano.
—Basta —zanjó su madre, mientras Salvatore hundía la cara en su falda—. Luigi, ayuda a Giovanni con las maletas. Como si no tuviéramos bastantes problemas ya.
Poverino
, no sabe lo que dice.
—El tío Luigi me ha pegado —lloriqueó al cabo de unos minutos, cuando se encontraba junto a su padre.
Éste no tuvo ningún gesto de consuelo, sin embargo.
—Te está bien empleado —afirmó—. Así aprenderás a no ir diciendo por ahí lo que hay que callar.
1907
Poco antes de mediodía, el 17 de octubre, sonó el teléfono. El mayordomo respondió y luego fue a informar a Rose de que su marido tenía que hablar con ella.
—Dígale que enseguida bajo —respondió.
Se estaba poniendo la gargantilla de perlas y se veía muy elegante con su vestido de seda gris.
Por mucho que quisiera a William, habría preferido que no la llamara en ese preciso momento. Tenía que haberse acordado de que estaría ocupada, porque aquél era el día del mes en que sacaba de paseo a su abuela.
Aunque era una obligación, Rose también disfrutaba sacando a la anciana Hetty Master. Pese a que tenía ya casi noventa años, conservaba una mente ágil y despierta. A veces iba en su propio carruaje, pero también le gustaba que la acompañaran, y nunca le faltaban temas de qué hablar. Leía los periódicos cada día y después de que Rose la hubiera puesto al corriente de las últimas novedades relativas a los niños, Hetty siempre hacía pertinentes preguntas sobre los diferentes enfoques de los periódicos de Pulitzer o de su competidor Hearst, a las que Rose a menudo tenía dificultades en contestar.
Resultaba además muy agradable para la familia —y para sus aspiraciones de futuro— contar con un espléndido personaje como ella de referencia.
A veces, bajo pretexto de distraer con ello a la anciana, acudía con amigos a aquellas expediciones mensuales. Después esas amistades, tras haber visto el interior de la preciosa y antigua casa de Gramercy Park, no sólo podían maravillarse de la agudeza mental de la señora Master —lo cual les recordaba que los hijos de Rose heredaban inteligencia desde todas las ramas— sino también escuchar, a raíz de la discreta demanda de Rose, cómo la anciana evocaba los días en que la ópera todavía se encontraba justo al lado, en Irving Place, y la familia Master disponía de un palco en ella. Los advenedizos no habían podido acceder a esos palcos, pese a las grandes sumas que estaban dispuestos a pagar por ellos. Ni siquiera lo habían conseguido los Vanderbilt, Jay Gould o el mismo J.P. Morgan, cosa que los había impulsado a fundar el Metropolitan Opera House, adonde iba todo el mundo ahora. Los Master, en cualquier caso, siempre habían tenido un palco en Irving Place, y con eso quedaba todo dicho.
—¿Y no abandonó su marido el Union Club? —preguntaba, por ejemplo, Rose.
—A mí siempre me gustó el Union Club —respondía entonces Hetty—. No sé por qué la gente lo abandonaba.
—Decían que admitían a demasiada gente ordinaria —le recordaba Rose—. Por eso crearon el Knickerbocker Club, del cual es miembro ahora mi suegro —explicaba a sus invitados.
—El Union Club no tenía nada de malo —reiteraba la anciana señora Master.
Fuera como fuese, ya era hora de que se pusiera el abrigo para salir, se dijo Rose, esperando que su marido no la hiciera retrasarse. Abajo, el mayordomo le entregó el teléfono.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó.
—Sólo que se me ha ocurrido llamar. Aquí las cosas están un poco complicadas, Rose.
—¿En qué sentido, querido?
—Aún no lo sé bien, pero no me gusta el cariz que tiene el mercado.
—Seguro que todo saldrá bien, William. Recuerda lo que ocurrió en marzo.
Aquella primavera habían pasado unos días de inquietud. Después de un periodo de crédito fácil, de improviso se había sabido que varias empresas de peso pasaban por un mal momento. Después en California hubo un terremoto, en los mercados cundió el pánico y se endurecieron las condiciones de crédito. Aunque se superó la crisis, a lo largo de todo el verano, mientras se encontraba en Newport con los niños, de la ciudad llegaba la onda expansiva de los altibajos de la Bolsa.
Sabía que William asumía riesgos, al igual que muchas otras personas, y aquélla no era la primera vez que sufría un ataque de nervios, ni tampoco la última seguramente.
—Hablaremos de eso esta noche —dijo—. Ahora tengo que ir a llevar a pasear a tu abuela.
Salió a la calle Cincuenta y Cuatro con un sombrero adornado con una pluma de avestruz y un abrigo orlado de piel de zorro. Había estado muy acertada al elegir aquella casa. Se encontraba entre la avenida Quinta y la Madison, algo más cerca de la segunda, justo unas manzanas más abajo de Central Park, no lejos de las grandes mansiones de los Vanderbilt de la Quinta. En realidad, las calles aledañas eran incluso mejores que la avenida.
Lo había intuido en el transcurso de sus pesquisas. El carácter de la Quinta estaba a punto de cambiar no más arriba, en las proximidades del parque, sino allí, en la bulliciosa intersección de las distintas vías públicas. Y efectivamente, al cabo de pocos años de adquirir la casa, se había producido el cambio.
Primero fueron los hoteles, el Saint Regis y el Gotham; espléndidos, por supuesto, pero hoteles al fin y al cabo, los que surgieron en la Quinta con la Cincuenta y Cinco. Ahora iban a construir un edificio comercial en la manzana de arriba. También corría el rumor de que Cartier, la empresa de joyería de París, tenía intención de instalarse allí. Aunque se trataba del súmmum de la elegancia, no era una vivienda particular. En las calles laterales no ocurría lo mismo; allí se sucedían las residencias familiares.
Unos números más allá vivía la familia Moore, en una preciosa casa de piedra arenisca de cuatro pisos, con una amplitud de tres ventanas en la fachada, una entrada central flanqueada por una barandilla con lámparas y un balcón en piedra tallada en el piso noble. Él era un rico abogado. La casa de los Master era una de las diversas casas construidas con la típica piedra parda en la misma manzana, con unos escalones que daban acceso al porche. Aunque no era tan bonita como aquélla, no dejaba de tener su prestancia.
Rose no perdía de vista la casa de los Moore, que usaba como referencia. Los Moore tenían nueve sirvientes. William y ella tenían seis: un mayordomo escocés, una niñera inglesa y el resto de los criados domésticos, que eran irlandeses. Los niños iban un par de veces por semana a la escuela de equitación Durland, situada en la Sesenta y Seis, al otro lado del parque. Con un sentimiento de satisfacción general por todo ello, bajó las escaleras de la calle.
De haber sabido lo que le tenía reservado la anciana señora Hetty Master ese día, se habría vuelto a meter enseguida en su casa.
En lugar de ello se acentuó su sonrisa, porque delante de ella se hallaba, resplandeciente como el carro de Apolo, una nueva posesión que hacía descollar a la familia incluso entre el mundillo de ricos de Nueva York. El chófer le abrió la puerta para que se subiera.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —exclamaba ella con una carcajada—. Es un capricho de mi marido.
En realidad, la adquisición había sido un derroche en toda regla. Y es que William Master era un fanático de los coches. Durante los veinte años precedentes, en la ciudad se habían producido extraordinarios cambios como la instalación de las líneas de tranvía, mucho más silencioso, en la Tercera y en Broadway y la reciente electrificación de los trenes elevados. Hasta los coches de caballos de alquiler se estaban viendo relegados por coches motorizados dotados de taxímetros. Los automóviles particulares eran, no obstante, un lujo reservado a los ricos.
Aun así, había varios fabricantes entre los que elegir, desde Oldsmobile, el primer productor en serie, que ofrecía elegantes modelos con líneas curvas, al más exclusivo Cadillac, que debía su nombre a la memoria del aristócrata francés fundador de Detroit, pasando por los numerosos modelos de Ford. William Master los conocía todos. Era capaz de disertar sobre las ventajas del Modelo K, el más alto de la gama Ford, que costaba la friolera de 2.800 dólares, ocho veces más que un Oldsmobile, o acerca de la rivalidad que mantenían en los circuitos de carreras los europeos Mercedes y Benz. Esa primavera llegó entusiasmado con las noticias que acababan de recibir desde Gran Bretaña.
—Ha salido el nuevo Rolls-Royce… Claude Johnson lo ha probado en Escocia y los resultados son extraordinarios. Asegura que el Autocar es el mejor coche del mundo. Es tan silencioso que Johnson le ha puesto al suyo el nombre de
Fantasma Plateado
. Hasta ahora sólo han fabricado unos cuantos, pero todo el mundo va a querer uno. Bueno —puntualizó, con una sonrisa—, los que puedan permitírselo.
—¿Cuánto cuesta?
—Hum… Rolls-Royce le envía a uno el chasis y el motor. Supongo que eso ascenderá a mil libras británicas. Luego hay que encargar la carrocería… que debe de suponer otros cien, más o menos. Aparte, hay otros detalles. La cosa debe de rondar por los mil doscientos, quizá.
—¿A cuántos dólares corresponde una libra, William?
—Exactamente una libra equivale a cuatro dólares con ochenta y seis centavos.
—¡Pero si eso supone seis mil dólares! Nadie va a poder pagarlo —afirmó.
William no dijo nada. La semana anterior, el coche había llegado a los muelles.
—Encargué los acabados iguales que los de Johnson: pintura plateada y accesorios plateados. Johnson tenía los asientos en cuero verde, pero yo elegí el rojo. A este coche lo llamaré
Fantasma Plateado
también. ¿No es precioso?
En efecto, lo era. Durante el resto de esa semana, William y el chófer habían conducido juntos el coche. El día anterior fue el primero en que le permitió conducirlo solo al chófer. Y ese día, Rose se instaló en él y dejó que la llevara por la Quinta hacia Gramercy Park, sintiéndose igual que una duquesa.
Cuando llegó, Hetty Master la estaba esperando. Inspeccionó el coche con interés y preguntó cuánto costaba.
—No me parece bien —dictaminó.
De todas formas se montó sin reparos. Aunque a veces le gustaba incluir a su amiga Mary O’Donnell en aquellas salidas, aquel día iba sola.
Eran pocas las personas capaces de disfrutar de la vejez, pero en la medida de lo posible, Hetty Master era una de ellas.
Era una anciana rica en plena posesión de sus facultades. Su familia la quería y vivía cerca. Decía y hacía lo que le venía en gana. Podía permitirse algunas particularidades que, cuando era joven, más valía contener, y para divertirse, hasta cultivaba otras nuevas. Aunque nunca le había interesado tanto el ascenso social y era mucho menos conservadora que Rose, comprendía su ambición y la respetaba. Aun así, de vez en cuando le tomaba un poco el pelo.
—¿Adónde quiere que vayamos? —inquirió Rose.
—Se lo diré a medida que circulemos —respondió la intrépida anciana—. Primero iremos a recoger a Lily.
Rose sabía que era mejor no hacer demasiadas preguntas y, mientras retrocedían por la Quinta, fue Hetty quien mantuvo la iniciativa de la conversación. Desde la calle Veinte hasta la Treinta, quiso ponerse al día de todo lo relativo a los niños. En la Treinta, comentó que el coche era desde luego muy cómodo, pero demasiado caro, y que tendría que decirle a William que era un despilfarrador. Rose solamente la interrumpió a la altura de la Treinta y Cuatro para lamentarse.