—No, no se puede —zanjó Concetta. Luego miró a su hijo—. Tú eres un niño bueno, Salvatore —dijo, suavizando el tono—, pero no debes tener demasiadas expectativas, porque si no, Dios te castigará. Tenlo siempre presente.
—Sí, mamá —prometió.
Al lado de su madre, sosteniendo la otra mano de Maria, estaba el tío Luigi.
El tío Luigi era bajo. Tenía una cabeza redondeada, con una calva que no lograba disimular pese a querer cubrirla aplastándose unas mechas encima. Había trabajado en una tienda; también sabía leer y escribir y le gustaba ir a la iglesia con su hermana. Ninguna de aquellas cualidades impresionaba, con todo, a los demás varones de la familia.
—Leer y escribir es una pérdida de tiempo —afirmaba el padre de Salvatore—. Y los curas son todos unos granujas.
El tío Luigi era un poco extraño. A veces canturreaba en voz baja y permanecía con la mirada perdida, como si soñara. Los niños lo querían mucho, sin embargo, y Concetta lo protegía.
A Salvatore lo habían colocado entre Anna y Paolo. Anna era seria y delgada. Aunque sólo tenía nueve años, al ser la mayor de las niñas ayudaba a su madre en todo. Ella y Paolo no se llevaban muy bien, pero a Salvatore le gustaba Anna, porque de pequeño lo llevaba a pasear al bosque y le daba chocolate. En cuanto a Paolo, se llevaba menos de dos años con Salvatore. Paolo era su mejor amigo; todo lo hacían juntos. Durante el viaje se había puesto enfermo y había tosido mucho, pero ahora parecía que se encontraba mejor, y el tío Luigi decía que el aire fresco lo sanaría.
Salvatore quería a su familia. No podía imaginar la vida sin ellos. Ahora habían atravesado juntos el océano sin percance, y tenían Ellis Island justo delante de ellos. Allí los examinarían a todos antes de permitirles la entrada en el país.
Aquél era el terrible secreto que había oído que revelaba su padre a su madre, hacía menos de media hora. Había un miembro de la familia a quien iban a negar el acceso.
Rose Vandyck Master contempló el cuadro. Era una preciosa acuarela que representaba la casa de campo que tenían en Newport. Le gustaba tanto que la había colgado en su salita, encima del escritorio donde escribía las cartas. Su marido William estaba en el trabajo y los niños se encontraban fuera, así que podía concentrarse sin molestias. Acababa de ponerse la gargantilla de perlas. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que siempre pensaba mejor cuando llevaba perlas. Ese día necesitaba pensar con claridad, ya que se enfrentaba a una de las decisiones más difíciles de su vida.
Rose Master llevaba una vida privilegiada, y lo sabía. Era una esposa fiel y una madre cariñosa, y se ocupaba de la organización de la casa a la perfección. No obstante, para llegar a aquella afortunada situación había hecho prueba de esfuerzo y premeditación. Y habiendo obtenido tan buenos resultados, resultaba lógico que quisiera llegar más lejos. Si su marido trabajaba para incrementar el patrimonio familiar, a ella le correspondía, a su modo de ver —compartido por muchas mujeres— elevar su posición social. En realidad, las mujeres casadas de su clase y su época provistas, por suerte o por desgracia, de ambición, no podían hacer gran cosa más.
La cuestión que se le planteaba no tenía nada de sencillo. Había muchos aspectos que calcular, oportunidades que aprovechar, riesgos sociales que convenía evitar… Cuando uno más ascendía en la escala social, más disminuía su libertad de elección.
¿Dónde iba a vivir la familia?
El interrogante ya estaba despejado para el verano, desde luego, desde mucho tiempo atrás. Siempre irían a la casa de campo.
Toda familia que se preciara debía tener una, y para el veraneo, mejor una que estuviera situada en la costa. Fuera modesta o lujosa, allí era donde pasaban los meses de verano las madres con los hijos y adonde acudían los padres, después de cumplir con sus obligaciones laborales en la ciudad, los fines de semana. La gente de clase tenía casas en Newport, Rhode Island.
Si habían elegido Newport no era por causalidad. Tal como habían descubierto los franceses y británicos en los siglos pasados, la localidad poseía un magnífico puerto, profundo y resguardado. El New York Yatch Club, que ahora superaba siempre al elitista Royal Yatch Squadron británico en la Copa América, tenía su sede allí. Los kilómetros y kilómetros de costa virgen albergaban espacio para todas las casas que podía necesitar la alta sociedad. A la hora de la verdad sobraba terreno, puesto que el ambiente de Newport era exclusivo. Cuando se llegaba a integrar ese círculo, era porque se había alcanzado la cima.
Naturalmente, para mantenerse en él se requería unos mínimos de presencia. Un par de años atrás, cuando su marido la había llevado a Londres, había insistido en regresar a Newport la segunda semana de julio. Claro que, con tantas herederas americanas que se habían casado con aristócratas ingleses, algunas personas de las altas esferas preferían pasar el invierno en Nueva York y el verano en Londres. Rose, no obstante, prefería dejarse ver por Newport.
—Si no —argumentaba a su marido—, la gente podría creer que hemos venido a menos.
Newport era perfecto para el verano. El problema estaba en Nueva York. La familia estaba bien representada en la ciudad. La abuela de William, la anciana Hetty Master, permanecía aún en el aislado esplendor de Gramercy Park. Su padre Tom había comprado hacía poco la espléndida casa del difunto señor Sean O’Donnell, situada en la parte baja de la Quinta, después de que éste falleciera en el curso de un viaje de regreso desde Inglaterra. Durante los últimos años, William y Rose habían vivido de alquiler en una bonita casa situada en la misma avenida, pero ahora el propietario quería recuperarla y había llegado el momento de comprar una vivienda propia.
—Será mejor que tú decidas adonde vamos a ir, Rose —le había encomendado afablemente William—. A Brooklyn o Queens, Manhattan o el Bronx. O a Staten Island, si prefieres, siempre y cuando no salgamos de los límites de la ciudad.
En rigor, todos aquellos lugares de las afueras que había mencionado habían pasado ya a formar parte de la ciudad. A comienzos de siglo, aquellas zonas de los alrededores —Brooklyn y el condado de Queens, situados en Long Island, una parte de la antigua finca del holandés Bronx, en la parte norte de Manhattan, y la zona rural de Staten Island, situada al otro lado de la bahía por el sur— habían quedado incorporadas a la ciudad de Nueva York. Brooklyn, orgulloso de su independencia, había accedido por fin a integrarse en el municipio. Ahora, con sus cinco distritos, Nueva York se había convertido, junto con Londres, en la ciudad más populosa del mundo.
Cada uno de sus distritos albergaba espléndidas casas, placenteros parques y agradables campos en los alrededores. Rose Master no podía elegir cualquiera, sin embargo. La familia sólo podía vivir en Manhattan y no en cualquiera de sus barrios.
El Lower Manhattan quedaba descartado. Ahora el núcleo antiguo de la ciudad se había convertido en zona comercial. Incluso las bonitas áreas de los alrededores de Greenwich Village o Chelsea, situadas un poco más al norte y al oeste, se habían visto invadidas de emigrantes y ocupadas por edificios de apartamentos. El Nueva York respetable se había ido trasladando hacia el norte, y la tendencia no se había detenido aún. Las prestigiosas tiendas de Broadway, como la joyería Tiffany’s, se habían desplazado a la parte alta junto con su clientela. Lord & Taylor y los hermanos Brooks, transformados ahora en distinguidos establecimientos, también habían seguido el mismo flujo.
Aparte, estaba la cuestión del ruido. Después de la terrible tormenta de nieve de 1888, que había dejado paralizada la ciudad, todo el mundo había convenido en que era mejor enterrar los cables del telégrafo. Aquellas reformas habían mejorado, aparte, la estética urbana. Eran muchas, asimismo, las personas partidarias de que se pusiera en marcha un sistema de transporte subterráneo, que además de quedar oculto a la vista quedaría a recaudo de las inclemencias del tiempo. La construcción del metropolitano iba a tardar, sin embargo, mucho más. Mientras tanto, los trenes elevados seguían circulando delante de las ventanas de las viviendas, contaminando con su ruido y humo las avenidas del East Side de Manhattan y la parte norte del West Side.
Por ello, a medida que avanzaban hacia el norte, las zonas elegantes de Nueva York evitaban ese humo y ruido, rodeando el centro. Las avenidas Madison y Quinta y las calles aledañas albergaban los mejores barrios residenciales.
—¿Y Park Avenue? —había sugerido William.
—¿Park Avenue? —había exclamado ella, antes de darse cuenta de que le estaba tomando el pelo—. Nadie vive allí.
El problema de Park Avenue se había originado treinta años atrás, cuando el viejo Vanderbilt había erigido un gran cobertizo para trenes en la Cuarta Avenida, en su confluencia con la calle Cuarenta y Dos, para cubrir las funciones de estación. La Cuarta había cambiado de nombre y ahora se llamaba Park Avenue, que tenía una bonita sonoridad. Aun así, la estación era un desorden de vías que ocupaban una franja de doce manzanas. Incluso más arriba de la calle Cincuenta y Seis, donde los raíles se estrechaban y transcurrían cubiertos, el ruido y el humo que se elevaban desde el centro de la avenida indicaban que las regiones infernales no se hallaban lejos.
—¿Y el West Side? —propuso él—. Se ha revalorizado mucho.
Sabía que hablaba en broma. Tampoco era que el West Side fuera una zona despreciable; atrás habían quedado los días en que el Dakota se encontraba en medio de campo y solares vacíos. El West Side era más tranquilo y los precios de los terrenos menos caros; las grandes casas familiares de las calles laterales solían tener mayores dimensiones que sus equivalentes del East Side y también estaban construyendo allí algunas regias mansiones.
Pero ¿quién vivía allí? Eso era lo que había que plantearse. ¿Qué categoría tenía el barrio? ¿Quedaría tan bien una dirección en el West Side como la casa de recreo de Newport?
No, para eso tenían que instalarse cerca de la Quinta y la Madison. Cabía preguntarse, empero, a qué altura.
Habían transcurrido casi veinte años desde que los Vanderbilt erigieron sus imponentes mansiones en la Quinta Avenida, a la altura de la Cincuenta. Desde entonces, se había seguido construyendo más al norte. De la Sesenta a la Ochenta, en la confluencia con Madison y la Quinta, habían surgido palacios de toda clase, proyectados por arquitectos como Carrère & Hastings, Richard Morris Hunt y Kimball & Thompson. Había castillos de estilo francés, palacios renacentistas… Allí se copiaban las grandes tendencias arquitectónicas de la vieja Europa para que sus propietarios pudieran exhibirlas de cara al Central Park como los príncipes del comercio que eran.
Los Master no podían costearse un palacio como ésos. Sí podían vivir en las proximidades, en cambio. Pero ¿les convenía?
J.P. Morgan no vivía allí. La mansión de Pierpont Morgan se encontraba en el lado oriental de la Madison, a la altura de la calle Treinta y Seis. El señor Morgan había opinado sin ambages que algunas de las mansiones que aparecían en la Quinta eran vulgares monstruosidades. No se podía negar, por otra parte, que le faltara razón. La mayoría de aquellas mansiones se construían con un dinero ganado en tiempos recientes, muy recientes, de hecho. Pese a que la gran fortuna de los Morgan derivaba sólo de su padre Junius, tenía su origen en las actividades bancarias de Londres, las de más clase. Los Morgan, además, habían sido gente de buena posición desde que se instalaron en Connecticut en el siglo XVII. Aunque no tanto como las más antiguas familias holandesas, eran gente con solera.
Ese detalle era muy importante.
Rose estaba muy agradecida a su suegro por los nombres que había elegido para su hijo. A ella no le importaba el hecho de que se le hubiera ocurrido por casualidad después de que la esposa de Tom se hubiera encaprichado con el nombre de Vernon, que a él no le gustaba nada. Entonces propuso el antiguo nombre de la familia, Vandyck. Para Rose lo que contaba era que podía hacerse llamar la señora de William Vandyck Master, con lo cual proclamaba que su marido no sólo descendía de adinerados protestantes anglosajones, sino de holandeses llegados por la época de Stuyvesant e incluso antes.
Los Master eran relativamente ricos, pero su dinero era añejo. Mientras una familia pudiera permitirse permanecer entre la alta sociedad, aquél era un aspecto apreciable.
Ése era pues el delicado equilibrio en el que tenía que meditar aquella tarde. ¿A qué distancia podía —o debía— vivir de aquellos ostentosos palacios que en el fondo anhelaba en secreto? ¿O hasta qué punto debía mantener una actitud distante y estirada? Si jugaba con acierto las cartas de que disponía lograría el resultado perfecto: los nuevos príncipes la invitarían a sus palacios, con la incertidumbre de si ella se dignaría acudir.
William le había regalado la gargantilla de perlas para su tercer aniversario de boda. Era idéntica a la que Alexandra, la princesa de Gales, lucía siempre en las fotografías de eventos londinenses, y para ella tenía un valor superior a cualquier otra de sus joyas. La recorrió con los dedos mientras repasaba mentalmente las avenidas Quinta y Madison, calle tras calle, pensando en quién vivía en cada manzana y si, en caso de que encontrara el perfecto territorio social, habría disponible una casa o un solar en venta.
—Allí está, Toto —señaló Anna. El puente del barco había tapado de la vista el gran monumento, pero ahora todos los pasajeros se apiñaban por el lado de babor para verlo mejor—. La Estatua de la Libertad.
En realidad no era necesario acercarse a la barandilla porque la impresionante estatua se erguía a gran altura, de tal forma que con su brazo levantado parecía rozar el cielo. Salvatore la contempló en silencio. De modo que aquello era América.
Salvatore no sabía gran cosa de América. Sabía que era grande, y que allí la gente hablaba inglés, un idioma del que el tío Luigi conocía algunas palabras, y que cuando uno trabajaba le daban dólares para enviarlos a casa. Nunca había oído hablar de los puritanos anglosajones ni de los colonos holandeses, ni de los granjeros temerosos de Dios de la Nueva Inglaterra. Su familia nunca había hablado del Boston Tea Party, ni de Benjamin Franklin, ni de George Washington siquiera. Tampoco, al observar la Estatua de la Libertad, podía haber tenido la menor noción de la existencia de aquella variedad de tradición cristiana o democrática.