—Pero no me van a negar que Nueva York es una ciudad corrupta —insistió Gerald.
Entonces Sean miró fijamente al joven aristócrata.
—No lo voy a negar. Es más, reconozco que lo ha sido durante doscientos treinta años. —Abrió una breve pausa—. Desde que los británicos se la arrebataron a los holandeses.
—Muy bien dicho, sí señor —exclamó lord Rivers.
Se notó que tanto él como su esposa apreciaron la réplica. Sean se comportaba de forma admirable, pensó Mary. Había realizado una valoración de aquellos aristócratas y sabía perfectamente cómo convenía tratarlos.
—Pues la americana que a mí me habría gustado conocer en Londres —prosiguió, mirando en derredor con ojos chispeantes— es la preciosa Jennie Jerome, tal como era en sus tiempos. Ahora es lady Randolph Churchill. Yo la recuerdo de cuando era una chiquilla.
Los esposos Riverdale intercambiaron una mirada.
—Hermosa, sí —abundó crípticamente Su Señoría.
—¿No es una persona recomendable? —inquirió Mary.
—En torno al príncipe de Gales hay un círculo de naturaleza un tanto particular, señorita O’Donnell —explicó en voz baja lady Rivers—. Nosotros no pertenecemos a él. Son lo que nosotros llamamos «disolutos». Lady Randolph Churchill forma parte de ese círculo.
—Bueno, en Nueva York muchos hombres tienen amantes —apuntó Mary.
—Es que el círculo de disolutos cree en la total igualdad entre sexos a ese respecto.
—Jennie Churchill es, de todas formas, una mujer extraordinaria —intervino lord Rivers. Luego calló un instante—. No sé, ustedes seguramente estarán enterados. Corrió el rumor de que el padre era —bajó un poco la voz— judío.
—Suena judío, pero no lo es —le aseguró Sean—. El apellido Jerome es francés. Eran hugonotes. —Lanzó una carcajada—. Puede que tenga algo de sangre india, pero eso viene del lado de la madre.
—¿Y tiene hijos Jennie? —preguntó Mary.
—Dos varones —repuso lady Rivers—. Vimos al mayor, Winston, no hace mucho.
—No suscita las simpatías de todo el mundo —intervino Gerald, ganándose una mirada reprobadora por parte de su padre.
—¿Por qué? —quiso saber Sean.
—La gente dice que es demasiado agresivo —explicó Gerald.
—Ahora os contaré una anécdota —anunció su anfitrión.
A continuación evocó la ocasión en que Jerome acudió a él durante las Revueltas del Reclutamiento. Omitió mencionar que por entonces regentaba un bar —que convirtió en su oficina—, pero por lo demás no faltó a la verdad.
—De modo que vino a mi oficina y me dijo: «Voy a defender mi propiedad de la chusma». «¿Y cómo lo va a hacer?», le pregunté. «¡Tengo una ametralladora Gatling!», gritó. No sé de dónde podía haberla sacado, pero así era Jerome. Era un luchador callejero. De forma que si el joven Winston Churchill es agresivo, ya saben de dónde le viene. —Sean se echó a reír—. ¡A mí el nombre de Winston Churchill me suena a genuino neoyorquino mascador de tabaco!
Les encantó la gracia. Viendo que Sean los tenía cautivados, Mary se relajó. Aunque apenas había tocado el vino durante la comida, entonces vació la copa. Todo salía a pedir de boca. Se puso a observarlos plácidamente y sólo prestó atención a medias a la conversación hasta que reparó en un comentario de lord Riverdale.
—Cuando Gerald volvió de Nueva York me trajo una fotografía de la ciudad, tomada desde la bahía en el crepúsculo, creo, con el puente de Brooklyn de fondo. Es realmente muy bonita. Me dio ganas de subirme a un barco y venir enseguida. Fue un detalle por su parte —elogió.
—Es de un fotógrafo extraordinario —precisó Gerald Rivers—. Tal vez hayan oído hablar de él: Theodore Keller.
Mary dedicó una radiante sonrisa a todos. Después lanzó una ojeada a su hermano, pensando que si él era capaz de seguir tan bien la corriente, también podía hacerlo ella.
—No sólo lo conozco —declaró—, sino que fui yo quien convencí a Frank Master para que patrocinara su primera exposición de peso. Tengo varias fotos suyas también.
—¿Lo conoce bien? —preguntó, entusiasmado, Gerald.
—Conozco mejor a su hermana —respondió sin pestañear. Luego sonrió a Sean—. En realidad, mi padre solía ir a buscar los puros a la tienda de su tío. —En cierto sentido, también era verdad.
—¿Y a qué se dedicaba su padre? —inquirió Gerald.
—¿Mi padre? —Estaba tan satisfecha consigo misma que no había previsto esa clase de pregunta—. ¿Mi padre?
Notaba que se estaba poniendo pálida. El horror de la mugre de su vivienda, de la proximidad de Five Points, de todas aquellas vivencias indecibles la asaltó de improviso como una oleada de frío. Todas las miradas de su familia estaban pendientes de ella. ¿Qué debía decir?
—Ah —intervino con brío Sean—, ése sí que era todo un personaje.
Al momento las miradas se fijaron en él.
—Nuestro padre era un inversor —explicó Sean—. Y claro, como todos los inversores, tenía sus días buenos y sus días malos, de manera que nunca sabíamos si estábamos a punto de volvernos ricos o al borde de la ruina. Pero aquí estamos ahora —concluyó con un alarde de inteligencia.
Después de estar a punto de la catástrofe, Mary empezaba a respirar con normalidad. Observó, fascinada, a su hermano. No había mentido del todo… era cierto que su padre solía referirse a sus apuestas en términos de inversión y también que tenía sus días buenos y sus días malos. El hecho de haber dado a entender que operaba en Wall Street, sin llegar a especificarlo, era un admirable golpe de efecto propio de un virtuoso. Y lo de «Aquí estamos ahora» había sido genial. Por supuesto que allí estaban, pues de lo contrario no se hallarían reunidos en torno a aquella mesa. Se podía interpretar, asimismo, y así sin duda lo habrían hecho sus invitados, como que lejos de perder su fortuna, la familia no había hecho más que incrementarla. Su hermano no había terminado, sin embargo.
—Pero, sobre todo, al igual que Jerome y Belmont y tantos otros, mi padre era un gran aficionado a los deportes. Adoraba las carreras. Le encantaba apostar. —Miró a Mary directamente a los ojos—. Tenía su propio caballo de carreras, del que estaba orgullosísimo. Se llamaba
Brian Boru
.
Poco faltó para que no se atragantara. Agachó la mirada para disimular. Aquel terrible perro de pelea, que vivía con ellos en su apestosa casa, había quedado transformado, de una manera como sólo los verdaderos irlandeses saben hacer, en un caballo de carreras esbelto y veloz.
—Y cuando murió —prosiguió Sean—, lo enterraron con los restos de su caballo.
—¿De veras? —Lord Rivers apreciaba aquel gesto; como todos los aristócratas ingleses le encantaban los deportistas y los excéntricos—. Qué hombre más extraordinario. Me gustaría haberlo conocido.
Sean aún tenía algo más que añadir.
—Y les diré más. Fue el sacerdote de la familia el que los enterró a los dos. —Luego se arrellanó en su asiento, paseando una mirada bonachona sobre todos los presentes.
—Qué maravilla —exclamaron al unísono Su Señoría y su hijo.
Clase, extravagancia, transgresión de las normas y un clérigo bien dispuesto para no importunar: aquel combinado hacía del señor O’Donnell una persona de categoría innata, como ellos.
—¿De veras los enterró el sacerdote a los dos? —preguntó lady Rivers a Mary.
—Yo estuve presente. Es verdad que el sacerdote enterró a mi padre con
Brian Boru
.
No hubo ni un asomo de mentira en su aclaración.
Más tarde, cuando ya se había ido la familia Rivers, Mary y Sean se sentaron juntos en el salón, a repasar el desarrollo de la velada.
—Necesito una copa —dijo Mary.
Él le sirvió un coñac que mantuvo un momento rodeado con el cuenco de la mano.
—¿Qué estás pensando, Mary? —le preguntó.
—Que eres el mismo diablo —respondió.
—No es verdad.
—
Brian Boru
.
Entonces se echó a reír. Rio y rio sin parar hasta que se le saltaron las lágrimas.
1901
S
alvatore Caruso tenía cinco años cuando llegó a Ellis Island. Era el día de Año Nuevo de 1901. Hacía un frío glacial, pero sobre el paisaje nevado que rodeaba las inmensidades de agua de la bahía el cielo lucía un cristalino color azul.
La familia Caruso había tenido suerte al poder embarcar en Nápoles en el
Hohenzollern
, un barco alemán, que a decir del padre eran los mejores. En menos de diez días habían cruzado el Atlántico, aunque con estrecheces, en tercera clase. El olor de las letrinas resultaba vomitivo y el ruido de los motores era, a juicio de la madre, un castigo de Dios. Durante toda la travesía habían comido el jamón, el salami, las olivas, los frutos secos e incluso el pan que ésta había traído, envuelto en servilletas. Cada día, el tío Luigi había participado en las veladas en que se agrupaban los emigrantes a cantar canciones napolitanas, como
Funiculi, funicula
, descollando con su bonita voz de tenor.
Eran ocho los familiares que habían emprendido el viaje: los padres, el hermano de la madre —el tío Luigi— y los cinco hijos. Con sus quince años, Giuseppe era el mayor, un chico fornido como su padre y buen trabajador. Todos los niños lo tenían en gran consideración, pero a causa de la diferencia de edad, él quedaba un poco aparte. Otros dos varones que nacieron no habían sido tan fuertes y murieron en la infancia. La segunda era Anna, de nueve años. Después venían Paolo, Salvatore y la pequeña Maria, que sólo tenía tres años.
La cubierta estaba abarrotada cuando el barco circulaba por el estrecho que daba acceso a la bahía de Nueva York. Todo el mundo estaba excitado y el pequeño Salvatore habría estado contento también, si no hubiera descubierto un terrible secreto.
Su madre sostenía la mano de la pequeña Maria. Hasta que nació ésta, Salvatore había sido el benjamín de la familia, pero ahora tenía que cuidar de sí mismo y también protegerla a ella. Le gustaba jugar con su hermanita y enseñarle cosas.
Su madre se protegía del frío con un abrigo negro. Aunque casi todas las mujeres llevaban la cabeza tapada con un chal blanco, pese al rigor del invierno, ella se había puesto su mejor sombrero. Era negro también, con un maltrecho velo y una mustia flor artificial en el ala. Salvatore había oído que en otro tiempo tenía dos flores, pero eso fue antes de que él naciera. El niño se percataba de que llevaba ese sombrero para que los americanos vieran que la familia tenía cierta posición.
Concetta Caruso era baja, morena y muy orgullosa. Tenía el convencimiento de que la gente de su pueblo era superior a la de los pueblos vecinos y que el sur de Italia, el Mezzogiorno, era mucho mejor que el resto de regiones del mundo, fueran cuales fuesen. Ignoraba qué comía la gente de otros países y le tenía sin cuidado, porque de todas maneras la comida italiana era la mejor.
Estaba convencida, asimismo, de que por más que rezara a un santo o a otro solicitando ayuda, Dios veía todos los pecados del mundo y decidía si convenía o no mostrarse misericordioso.
Era una cuestión de destino, igual de inapelable que el azul del cielo suspendido sobre la tierra. Su ida a América no iba a modificarlo.
—¿Por qué vamos a América? —había preguntado Salvatore, mientras recorrían en carro la distancia que separaba su pequeña propiedad de la ciudad de Nápoles.
—Porque en América hay dinero, Toto —le respondió su padre—. Un montón de dólares que podremos enviar a la abuela y a tus tías, para que puedan conservar las tierras.
—¿No podemos conseguir los dólares en Nápoles?
—¿En Nápoles? No. —Su padre esbozó una sonrisa—. Te va a gustar América. Allí está tu tío Francesco y todos tus primos que no conoces. Todos te están esperando.
—¿Es verdad que en América todo el mundo es feliz y que cada cual puede hacer lo que quiera? —planteó Salvatore.
—No te corresponde a ti pensar en si vas a ser feliz, Salvatore —intervino con severidad su madre—. Será Dios quien decida si mereces serlo. Ya puedes agradecer que estés vivo.
—Sí, Concetta, claro —quiso matizar su padre, que no era tan religioso.
—Sólo los bandidos hacen lo que quieren, Salvatore, los
camorristi
—prosiguió, implacable, Concetta—. Obedecer a tus padres, trabajar duro y cuidar de tu familia; con eso ya es bastante.
—De todas maneras, uno puede elegir un poco —opinó con mesura el tío Luigi.