El año anterior, cuando se divorciaron, se llevó un disgusto.
Probablemente el responsable del fracaso del matrimonio era él. Julie se había cansado de sus continuos cambios de trabajo. Tampoco se podía decir que no ganara dinero. En los años treinta, aunque tampoco habían nadado en la abundancia, siempre había ganado lo suficiente ejerciendo diversas actividades por cuenta propia, e incluso durante la Depresión se podía ganar dinero en la industria del ocio. Había colaborado en obras de teatro y películas; por la época en que se casó, tenía incluso una pequeña participación en un musical de Broadway. Y después de que Julie comprase el apartamento, siempre fue capaz de costear el mantenimiento y ese tipo de gastos. Cuando nació su hijo, pensó que quizás aquello los uniría más.
El pequeño Gorham. La mayoría de la gente que conocía tenía apodos. A quien le habían puesto John, pasaba a llamarse Jack; Henry se convertía en Harry; Augustus en Gus, Howard en Howie; Winthrop en Win; Prescott en Pres… Así lo llamaban a uno los amigos y conocidos. El pequeño Gorham, en cambio, siempre se llamó Gorham.
Luego Julie le dijo que quería el divorcio para poder casarse con un médico, de Staten Island, precisamente. Él no tenía nada contra Staten Island, claro. El distrito de Richmond, según su denominación oficial, no estaba aún conectado con ningún otro mediante un puente, lo cual hacía de él un reducto rural con un carácter casi dieciochesco que la isla de Manhattan había perdido por completo. Aunque la vista del agua fuera agradable, resultaba un tanto pesado tener que ir hasta allí a buscar a su hijo los fines de semana.
Julie y Gorham lo esperaban en la estación. Ella llevaba una chaqueta nueva y un sombrerito de fieltro. Tenía buen aspecto. Charlie no puso ninguna clase de reparo a sus demandas de dinero cuando se divorciaron. No valía la pena tomarse la molestia. Ella había vendido el apartamento y, como el médico con el que se casó poseía ya una bonita casa, tenía mucho dinero a su disposición.
En el trayecto de regreso, con el brazo apoyado en el hombro de su hijo, fue señalándole los lugares por los que pasaban. Gorham tenía cinco años. Era rubio y tenía los ojos azules, como su padre y su madre. Aunque los niños presentan una semejanza con distintos parientes según la franja de edad, por el momento Gorham se parecía a su padre. Charlie sabía que su hijo lo necesitaba y hacía lo posible por estar con él.
—¿Vamos a ir a ver un espectáculo esta noche? —preguntó el niño.
—Sí. Vamos a ver
South Pacific
.
—¿Sí? ¿De verdad?
—Te lo había prometido.
—
South Pacific
—murmuró con cara de felicidad.
Aunque era muy pequeño para esa clase de obra, se había empeñado en verla y tampoco él veía ningún motivo para no complacerlo. Unos años atrás, cuando se enteró de que iban a adaptar el libro de James Michener para montar un musical firmado por Rodgers y Hammerstein, tuvo sus dudas de si iba a funcionar. Después del rotundo éxito que habían alcanzado las canciones interpretadas en la obra y las casi dos mil representaciones que llevaba ya, la respuesta estaba clara. Incluso a aquellas alturas había tenido que pagar el doble del precio oficial a un revendedor por las localidades de esa noche. Cabía esperar que, después de todo aquel esfuerzo, el pequeño disfrutara con el espectáculo.
Mientras su hijo se regocijaba con aquella perspectiva, Charlie rememoró su encuentro con aquella chica.
La colección de fotografías era importante para él. Había apreciado mucho a Edmund Keller. Durante la Depresión, aparte de ofrecerle su amistad, éste le había conseguido algunas clases que impartir en Columbia que le habían representado ingresos adicionales. Dos años atrás, para Charlie supuso una conmoción saber que su amigo padecía un cáncer.
—Charlie, quiero que tú seas el custodio de las fotografías de mi padre. No hay nadie en la familia que sepa cómo tratar estas cuestiones. Si sacas algún dinero de ellas, debes quedarte una comisión y añadir el resto a mi herencia. ¿Querrás hacerme ese favor?
La colección era magnífica. A Charlie le gustaba trabajar en un pequeño apartamento situado en un edificio del Riverside Drive, cerca de la Universidad de Columbia, que le servía de oficina y almacén. Unos meses atrás había planteado una propuesta a la galería y, después de acudir a ver la colección, el propietario había accedido a mostrarla en una exposición. Charlie se encargaría de la publicidad.
Se llevó una gran decepción cuando el propietario delegó todas las gestiones a una joven que acababa de empezar a trabajar allí. De mala gana, entregó a ésta la carpeta que había traído consigo para que le echara un vistazo.
Lo asombroso fue que en lugar de hojearlas y emitir los educados murmullos aprobadores de rigor, la chica se puso a mirarlas una por una, con tanta atención que Charlie hasta pensó si no se habría olvidado de él.
—Éstas podrían ser del primer periodo de Stieglitz —señaló, separando media docena de fotografías.
Tenía toda la razón. El legendario fotógrafo de Nueva York y empresario artístico había producido durante el periodo de cambio de siglo, después de regresar de Alemania, unas cuantas obras muy hermosas de un estilo próximo al de Theodore Keller.
—¿Se conocieron? —preguntó la joven.
—Sí. Se vieron varias veces. Tengo los diarios de Keller.
—Deberíamos mencionarlo. —Tomó una foto anterior, en la que aparecían unos hombres caminando en las vías de tren contiguas al río Hudson—. Qué maravilla —alabó—. Es una composición asombrosa.
Empezaron a hablar de la técnica de Keller y siguieron conversando durante una hora.
—Yo me tengo que desplazar al centro después. Si quiere podemos ir al Saint Regis —propuso él.
Se preguntó si aparecería en la inauguración de la exposición de Betty Parson la semana siguiente.
En la estación del transbordador de Manhattan llamó a un taxi. Al poco subían por el East River Drive y cruzaban la Primera Avenida. Al pasar por la calle Cuarenta y Dos, señaló el flamante nuevo edificio de las Naciones Unidas, que se reflejaba en el agua. Le gustaba la moderna sobriedad de su silueta. Gorham lo miró, pero era imposible saber qué pensaba de él.
—El River House queda un poco más arriba —explicó Charlie—. Tu abuela tiene muchos amigos en ese edificio.
Se trataba, tal vez, del edificio de apartamentos más opulento de la ciudad, aunque el pequeño Gorham no tenía ni idea de qué significaba aquello, claro.
Charlie siempre había dado por supuesto que su hijo viviría en el mismo mundo que él. Lo daba por sentado hasta que Julie se trasladó a Staten Island. ¿Acaso se podía respirar el osado espíritu pionero de aquella gran ciudad desde Staten Island? Tal vez sí. Al fin y al cabo, formaba parte de uno de sus cinco distritos. ¿Su hijo llegaría a comprenderla realmente, aun así? ¿Sabría cuáles eran los mejores edificios del Upper East Side? ¿Conocería todos los restaurantes y clubes? ¿Y los íntimos rincones y olores del Greenwich Village, la peculiar textura del Soho? En momentos así, Charlie tomaba conciencia de lo mucho que amaba Manhattan y le producía un terrible dolor, un sentimiento de pérdida, la idea de que tal vez no pudiera llegar a compartir la ciudad con su hijo.
En la calle Cuarenta y Siete doblaron a la izquierda. Al cruzar la avenida Lexington, Charlie apuntó hacia el sur.
—La Gran Estación Central queda allí —dijo.
Gorham guardó silencio. Llegaron a Park Avenue y giraron en dirección norte.
—Cuando yo era niño —evocó Charlie—, aquí había talleres y depósitos de trenes. Park Avenue no era tan pulcro entonces, pero ahora las líneas de tren van bajo tierra y todo se ve muy bonito aquí ¿no te parece?
—Sí, papá —confirmó el niño.
Se dio cuenta de que había algo más que quería transmitir al pequeño, algo de gran calado. Más allá de la magnificencia de las casas y apartamentos, lo importante era la ebullición de vida de las calles, los periódicos, los teatros, las galerías, los grandes negocios de la ciudad. Lo que realmente contaba, lo que necesitaba que Gorham entendiera, puesto que formaba parte de su herencia, era el indómito espíritu de Nueva York.
Ni siquiera la Depresión había llegado a derribar la ciudad. Tres gigantes la habían salvado. En primer lugar, el presidente Franklin D. Roosevelt, que con su apellido holandés era un neoyorquino de pura cepa. Era preciso tener los arrestos y la osadía de un neoyorquino, pensaba Charlie, para llevar adelante el New Deal.
[5]
El segundo coloso fue el animoso alcalde La Guardia, que estuvo al frente de la ciudad desde principios de los años treinta hasta el cuarenta y cinco. Aun siendo formalmente un republicano, trabajó a favor del New Deal y dirigió la corporación municipal más honrada que había tenido la ciudad en toda la historia, velando por los pobres a lo largo de aquel doloroso periodo. El tercer personaje, bastante espectacular a su manera, fue el brutal Robert Moses.
Nadie había visto emprender jamás tantas obras públicas a la escala que impulsó el comisario Moses. Por una parte estaban aquellos imponentes puentes, como el Tribourough, que comunicaba Long Island con Manhattan o el hermoso Whitestone, tendido entre Long Island y el Bronx. También impulsó la creación de unos cuantos parques públicos, pero sobre todo, las grandes carreteras que facilitaban el creciente tráfico de vehículos entre los distritos de Nueva York. Con aquellos titánicos proyectos, Moses atrajo inversiones federales millonarias a la ciudad que permitieron, por otra parte, dar empleo a miles de personas.
Alguna gente opinaba que Moses aplicaba métodos crueles. Decían que la gran autopista de Long Island evitaba las grandes fincas de los ricos pero destruía las casas de los pobres, que sólo se preocupaba por la circulación de los coches y se desentendía del transporte público. Llegaban incluso a afirmar que las nuevas vías de circulación creaban obstáculos que suponían una barrera física entre los barrios negros y los parques públicos.
Charlie no estaba seguro de que tuvieran razón. El transporte público de Nueva York era bastante bueno y, en aquella nueva era presidida por el automóvil, la ciudad habría quedado bloqueada si no hubiera contado con esas nuevas carreteras. Aunque las críticas relacionadas con los parques y los vecindarios negros eran tal vez fundadas, el trazado de las autovías era magnífico. Cuando conducía por la avenida Henry Hudson del West Side —que le permitía a uno circular como una seda junto a la gloriosa panorámica del río hasta más allá del puente George Washington— Charlie estaba casi por perdonarle cualquier cosa a Moses.
Lo difícil era, pensó mientras aparcaba en Park Avenue junto al edificio de su madre, encontrar la manera de explicarle todo aquello a su hijo.
El portero, con guantes blancos, los acompañó al ascensor. Rose ya los esperaba en la puerta del apartamento. Aunque tenía más de ochenta años, aparentaba unos sesenta y cinco. Después de saludarlos con cariño se dirigieron juntos al salón.
El piso era espacioso. Según la manera usual de contar las estancias en la ciudad, tenía seis habitaciones: salón, comedor, cocina, dos dormitorios y un cuarto para la criada contiguo a la cocina. Los tres cuartos de baño no se incluían en el cómputo. Si bien era una vivienda bastante respetable para una señora viuda, no acababa de ser suficiente para la categoría de su familia. Charlie habría preferido que tuviera ocho habitaciones, con lo cual se podría disponer de otro dormitorio o una biblioteca y un cuarto más para el servicio. En los apartamentos de ocho piezas, las habitaciones solían ser además más espaciosas. Cuando se casaron, Charlie y Julie se instalaron en un piso de ocho habitaciones, aunque no en Park Avenue.
Claro que si hubiera buscado una ocupación en Wall Street, si se hubiera dedicado a ganar dinero como algunos de sus amigos, a aquellas alturas Charlie tendría posiblemente uno de aquellos espaciosos apartamentos en Park Avenue o en la Quinta, con diez habitaciones, o quince incluso. Eran enormes, como mansiones, con cuatro o cinco cuartos para el servicio.
Charlie tenía por aquel entonces un apartamento en la Setenta y Ocho con la Tercera, no lejos de la casa de su madre. Aquélla era una buena calle, donde los apartamentos tenían grandes salones semejantes a los estudios de los artistas, bastante idóneos para un hombre soltero. Él no disponía de portero, sin embargo, y la gente bien tenía que tener un portero.
Rose tenía buena mano con los niños. A Gorham le enseñaba fotografías de su abuelo y su bisabuelo, cosa que le encantaba. También había fotos de la casa de Newport, vestigios destinados a recordar al pequeño sus verdaderos orígenes.
A mediodía, salieron y fueron en taxi al hotel Plaza. En el Palm Court los condujeron hasta una mesa. Se notaba que Gorham estaba impresionado con el restaurante Palm Court.
—A veces voy andando hasta el Carlyle —dijo Rose—, pero me gusta venir aquí. Es agradable estar cerca del parque.
Ella eligió una ensalada mientras que su nieto, después de comerse juiciosamente el pescado, se relamió con un postre a base de chocolate. Estuvieron hablando de la escuela adonde había comenzado a asistir.
—Cuando seas mayor —pronosticó Rose—, irás a Groton.
Julie no había puesto ningún impedimento al respecto. Todos estaban de acuerdo. Para ser exactos, según precisó Charlie, eran su madre y su ex esposa quienes se habían puesto de acuerdo. Él sólo tenía que pagar las facturas. A él le habría gustado que Gorham fuera a uno de aquellos colegios de la ciudad y no a un internado, pero aquello no resultaba fácil residiendo en Staten Island y la posibilidad de que fuera a vivir con él, o con su abuela, en el supuesto de que siguiera viva para entonces, parecía difícil.
—¿Tú fuiste a Groton, papá? —preguntó el niño.
—No —contestó Rose—, aunque probablemente hubiera valido más que fuera.
Se trataba de un centro muy bueno, desde luego. Aquel internado de Massachusetts, que seguía el modelo del Cheltenham College de Inglaterra, tenía como lema en latín «Servir a Dios y gobernar», tal como tradujo Charlie. Se trataba de un cristianismo disciplinario, episcopal, por supuesto. Impartían una buena educación impregnada de sensatez, alejada del intelectualismo, con mucho deporte y duchas frías. Al igual que los dirigentes del Imperio británico, los propietarios de las grandes fortunas de América no debían caer en la molicie.