En el Sardi’s había coqueteado con él, desde luego. Le había formulado discretamente un reto en lo tocante a su edad. Había suscitado su interés, estaba convencida de ello. Él había reaccionado con cautela, de todas maneras, y creía conocer la razón.
No iba a hacer nada que, en caso de torcerse las cosas, pudiera poner en peligro la exposición de las fotografías de Theodore Keller. Él apreciaba realmente aquella obra, y ella respetaba su actitud. Una parte de él se sentía atraído hacia ella, mientras que la otra mitad deseaba mantener la relación en un plano profesional. Aquel desafío no hacía más que incrementar su interés por seducirlo.
A Sarah Adler le gustaba su trabajo. Quería a su familia y respetaba su religión, pero de vez en cuando le gustaba transgredir las normas.
Sarah Adler no era virgen. Sus padres no tenían por qué saberlo.
Charlie Master era un hombre interesante de cierta edad y tenía curiosidad por saber más de él. Quería aprender lo que él sabía. Y, aparte, no era judío.
Era una persona prohibida para ella, por consiguiente.
Aquél era un punto que daba qué pensar, por supuesto.
Al día siguiente comenzó a preparar una posible disposición de las obras en la exposición de Keller. Reflexionando sobre el equilibrio y la fluidez, llegó a la conclusión de que éste mejoraría si dispusieran de más ejemplares de ciertos periodos de la obra de Keller. Plasmó por escrito la sugerencia y también realizó un bosquejo del catálogo. Aunque Charlie Master iba a redactar el texto, ella destacó media docena de puntos que pensaba que debían constar en él.
La galería tenía una buena lista de direcciones, pero se le ocurrió que sería útil tener acceso a una lista de los coleccionistas e instituciones que habían adquirido obras de Stieglitz o Ansel Adams. Tomó nota de ello también, preguntando a Charlie si tenía alguna idea de cómo podría conseguir aquella información. Luego, después de enseñar todo el material al dueño de la galería, lo envió a Charlie.
«Tanto si te acabo conquistando como si no, señor Master —se dijo—, ésta va a ser una exposición memorable». Luego se puso a esperar.
No se enamoró de ella de inmediato. Diez días después de que hubiera recibido el material, se reunieron en su pequeña oficina cercana a Columbia y pasaron un par de horas planificando la exposición. Decidieron seleccionar cinco fotografías más para incluirlas y descartar una de las elegidas previamente.
Sarah era muy eficiente, pero humilde al mismo tiempo. Le gustaba aquella combinación.
—Ésta es la primera exposición que organizo para la galería —le confesó— y me queda mucho que aprender. Me da miedo cometer errores.
—Lo estás haciendo muy bien —le aseguró él.
A la semana siguiente se encontraron en la galería. Utilizando un detallado diagrama, ella le enseñó el aspecto que iba a tener la exposición.
—No tendremos la certeza hasta que no empecemos a colgar las obras —dijo él—, pero por ahora me parece que se va a ver bien. Muy bien.
Cuando ella no podía oírlo, la elogió ante el propietario.
—Parece que tiene un gran talento —comentó.
—El otro día se quedó hasta las diez de la noche repasando la lista de direcciones —abundó el propietario—. Es digna de respeto su dedicación.
Al cabo de unos días, Charlie la invitó a comer para presentarle a un coleccionista al que conocía. El hombre quedó impresionado con ella.
—Parece muy eficiente —señaló después—. Y detrás de esas gafas… hay puro fuego —añadió, sonriendo.
—¿Eso cree?
—¿No lo ha probado?
—Hum, aún no —reconoció Charlie.
Tal vez podría convertirse en su mentor, pensó.
Fue la casualidad la que precipitó las cosas. Una tarde Charlie volvía de una reunión y cayó en la cuenta de que se encontraba cerca de la galería. Al ver las luces encendidas, resolvió entrar. Sarah estaba sola. Pareció complacida al verlo.
—Estaba a punto de cerrar.
—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido que podría volver a mirar la distribución de las fotos.
—Adelante.
Había dos salas. Se dirigió a la segunda y se quedó de pie, mirando las paredes.
—¿Quieres más luz? —le preguntó ella.
—No, gracias. Ahora me voy a casa. ¿Qué vas a hacer esta noche?
—Pues tengo un amigo que está en un pequeño grupo de teatro. Esta noche dan una representación, no sé muy bien de qué… pero he prometido ir.
—Parece interesante.
—Quizá lo sea. ¿Quieres venir?
Calló un instante, dubitativo.
—Hace bastante que no asisto a un espectáculo de teatro de ésos. ¿Por qué no?
El teatro se encontraba en el West Village, concretamente en el sótano de una casa. En la acera había dos o tres jóvenes, uno de ellos con una taza de café en la mano. La puerta del local estaba, sin embargo, cerrada. Un papel enganchado en la puerta advertía: NO HAY REPRESENTACIÓN ESTA NOCHE.
—Vaya —dijo Sarah.
—Igual no tenían bastante público —dedujo Charlie.
—Eso no les impide actuar —intervino el individuo de la taza de café—. Es que Julian estaba enfermo.
—¿Y Mark?
—Se ha peleado con Helga.
—Ah.
—Quizá mañana —aventuró el hombre.
—Lo siento mucho —dijo Sarah a Charlie—. No tendría que habértelo propuesto.
—Esta situación me resulta familiar —le restó importancia Charlie—. ¿Y si fuéramos a cenar?
Recorrieron el Village, mirando en cafés y restaurantes, hasta que encontraron una
trattoria
italiana donde pidieron chianti y pasta.
—Me siento como si volviera a tener veinte años —confesó, sonriente, Charlie.
—No hay nada de malo en eso —replicó Sarah.
Mientras comían, hablaron de música. Él le detalló los mejores sitios donde se podía escuchar jazz en la ciudad. Ella le contó la suerte que había tenido al conseguir un apartamento en el Village. Después de la pasta, tomaron flan.
—¿Vienes a pasear alguna vez al Village? —preguntó ella, cuando hubieron acabado.
—Sí. ¿Por qué?
—Tengo ganas de pasear.
—De acuerdo.
En las estrechas calles reinaba una gran animación y los restaurantes estaban casi llenos. Charlie no estaba seguro de cómo iba a acabar la noche, ni de qué deseaba. Se sentía un poco incómodo. Pasaron por un bar donde había mesas dispuestas para jugar al ajedrez, junto a las cuales permanecían sentados varios individuos con solemne actitud. Los camareros les servían bebidas de vez en cuando.
—¿Quieres jugar una partida? —propuso Sarah.
—De acuerdo. ¿Por qué no? —Se sentaron y ambos pidieron un coñac. Estuvieron jugando en silencio durante media hora, hasta que Charlie la miró con suspicacia—. ¿Me estás dejando ganar?
—No.
—¿Estás segura?
—¿Crees que te iba a mentir?
—Sí.
—Confía en mí.
—Hum. Jaque mate.
—¿Lo ves? —Se echó a reír—. Ni siquiera me había dado cuenta.
Cuando se fueron, pasaron por una confitería. Entonces Sarah le indicó que esperara, entró y salió con dos bolsitas de dulces.
—Un regalo para ti —dijo, dándole una.
—Gracias.
—¿Quieres tomar café? Mi piso queda a la vuelta de la esquina, en Jane Street.
Él vaciló un momento.
—No estás obligado —le advirtió ella.
—Sí me apetece un café —dijo Charlie.
Durante aquel invierno y comienzos de primavera se estuvieron viendo unas dos o tres veces por semana. A veces pasaban la noche en casa de él, otras en la de ella, en el Village. Para ambos, aquello era en parte una aventura. Charlie sabía que ella ansiaba poseer el conocimiento y experiencia que él le podía ofrecer. Él, por su lado, disfrutaba compartiendo las cosas que apreciaba con una persona tan inteligente, observando cómo crecía y evolucionaba. Su relación no se limitaba, con todo, a eso.
Llegado el mes de enero, el delgado y pálido cuerpo de Sarah se había convertido en una obsesión para él. Muchas veces por las tardes, mientras ella estaba en la galería, se quedaba una hora embobado en su oficina de Columbia o en su casa pensando en ella. Cuando la tenía a su lado, a Sarah le bastaba con efectuar un sinuoso movimiento cerca de él para que lo arrebatara el deseo de poseerla.
Cada vez, antes de hacer el amor, ella se quitaba el pequeño colgante que llevaba en el cuello. Aquel gesto, que ella efectuaba de manera casi inconsciente, se convirtió para él en un momento de excitación que le suscitaba una gran ternura. En la cama, era capaz de volverlo loco de pasión. No era sólo una amante joven; tenía algo más que no acababa de precisar, algo antiguo, algo que debía provenir de oriente, según suponía. La primera noche descubrió que sus menudos pechos eran mayores y más rotundos de lo que había previsto. Cuando hicieron el amor y, después, cuando ella permaneció tendida a su lado, tuvo la impresión de que Sarah no era simplemente una chica, por más interesante que fuera, sino una mujer intemporal, cargada de riqueza y misterio.
Pasaba tanto tiempo pensando en ella que a veces se maldecía a sí mismo por no tener bastante que hacer.
Cada dos semanas veía al pequeño Gorham como siempre. Casi tenía ganas de presentarle a Sarah, pero incluso si le decía que sólo era una amiga, Julie no tardaría en enterarse y adivinar la verdad. Entonces vendrían las explicaciones y las complicaciones. Además, en tales ocasiones, Sarah estaba siempre en casa de su familia.
Aquél era un pequeño inconveniente. A él le habría gustado pasar todos sus fines de semana libres con ella, pero ella solía insistir en que debía ver a su familia.
—Comenzarían a concebir sospechas si faltara muchos fines de semana —le explicaba, riendo.
Algunos conseguía escaparse, sin embargo. A finales de febrero la llevó a esquiar a Vermont. Después de caer unas cuantas veces, con buen humor, se miró pesarosa los moratones y aceptó volver a probar otra vez, aunque no durante una buena temporada. Después, en febrero, la agasajó con un fin de semana en un hotel rural de Connecticut.
Salieron de Nueva York una fría tarde de viernes. Las carreteras estaban despejadas, aunque aún quedaba nieve en las orillas. Charlie tenía un De Soto Custom Sportsman de 1950 del que estaba muy orgulloso.
Había reservado la habitación por adelantado en un encantador establecimiento que conocía, situado a tan sólo una hora en coche de la ciudad, a nombre del señor y la señora Charles Master. Los hoteles no solían efectuar muchas indagaciones, siempre y cuando uno firmara en el libro de registro de ese modo. Anochecía cuando llegaron. Él mismo llevó el par de maletas hasta la puerta de la casa de madera blanca. Sarah se acercó a la chimenea encendida del vestíbulo mientras el director saludaba a Charlie y éste se ocupaba de las gestiones. Al cabo de un momento, se quitó el abrigo y se sentó en la otomana frente a las llamas. Llevaba una camisa blanca y un suéter. Mirándola, Charlie esbozó una sonrisa; el fuego ya estaba confiriendo una hechizadora luz a su cara. En ese momento, una brasa salió expulsada del hogar. Entonces ella cogió las tenazas para volverla a colocar adentro y con el gesto, la pequeña estrella de David quedó visible en la punta del colgante, reflejando la luz. Una vez hubo restituido la brasa al fuego, se levantó y se aproximó al mostrador.
El director le estaba hablando de la habitación cuando Charlie advirtió la mirada que clavó a Sarah en el instante en que se inclinó hacia el fuego. Entonces, al tenerla cerca, fijó la mirada en su escote.
—Un bonito fuego —alabó ella.
—Disculpen un momento —dijo el director, antes de entrar en la pequeña oficina contigua al mostrador—. Cuánto lo lamento, señor —dijo a Charlie cuando regresó al cabo de un par de minutos—, pero parece que hay un problema con la reserva. Cuando han llegado, los he confundido con otros huéspedes. Por lo visto, no tenemos ninguna reserva a nombre de Master.
—Pero si llamé por teléfono… La reserva se hizo efectiva.
—No puedo precisarle cómo pudo ocurrir, señor, y le presento mis excusas, pero siento decirle que estamos al completo. Acabo de verificarlo. Todos los clientes del fin de semana han llegado ya.
—Tiene que haber alguna habitación.
—No, señor. No queda nada. No sé qué decir.
—Pero si he conducido desde la ciudad para venir aquí…
—Sí, señor. Hay otro hotel a unos tres kilómetros. Es posible que tengan habitaciones libres.
—Al diablo con el otro hotel. Yo reservé en éste y exijo mi habitación.
—Lo siento mucho.
—Charlie, ven un momento al lado del fuego —le pidió, en voz baja, Sarah—. Quiero decirte algo.
Con un ademán de irritación, se acercó a ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Charlie, no quiero quedarme aquí. Te lo explicaré en el coche. —Al ver que él se disponía a protestar, apoyó la mano en su brazo—. Por favor.
Furioso y desconcertado, cogió el equipaje y se encaminó al coche con ella. Una vez adentro, ella se volvió hacia él.
—Es por mí, Charlie. Ha dicho que no tenían habitación después de haberme visto.
—¿Te refieres a que se ha fijado en que no llevabas un anillo de casada? No creo que…
—No, Charlie. Lo que ha visto es mi colgante.
—¿Tu colgante?
—La estrella de David. Se ha dado cuenta de que soy judía.
—Eso es absurdo.
—En este hotel no reciben personas judías, Charlie. Esto es Connecticut… ¿A cuántos kilómetros estamos de Darien?
Corría el rumor de que una persona judía no podía ni siquiera comprar una casa en las proximidades de Darien. Charlie no sabía si era verdad; lo más probable era que se tratase sólo de un desagradable chisme. De todas formas, los horrores cometidos en los años treinta y durante la guerra habían cambiado bastante las mentalidades. La gente había dejado de ser antisemita. No podía ser de otro modo.
—No me lo creo.
—Si sales conmigo vas a tener que aceptar que ocurran este tipo de cosas. ¿Crees que un judío puede tener acceso a la mayoría de los clubes de campo? A mi madre la despidieron de un banco por ser judía. ¿Me vas a decir que la gente que conoces, como tu propia familia, no efectúan comentarios antisemitas?
Charlie reflexionó un momento.
—De acuerdo, puede que a veces sí, pero eso es sólo una actitud de la gente bien, de iglesia episcopal. Las personas como mi madre miran por encima del hombro a cualquiera que no sea de su clase, tanto si son judíos, como irlandeses o italianos. Es ridículo, pero en el fondo no significa nada para ellos. Quiero decir que nunca…