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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (126 page)

BOOK: Nueva York
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Todavía no había anochecido cuando Sarah salió de la estación. La totalidad del barrio de Flatbush estaba llena de lugares significativos de su niñez, desde los modestos puestos de helados y refrescos, los colmados
kosher
[6]
y el restaurante de la avenida Pitkin donde de vez en cuando se daban el gusto de ir a comer, hasta el propio campo Ebbets, aquel abarrotado pero sagrado espacio donde jugaban los Dodgers de Brooklyn. Pasó junto a la tienda de caramelos, siempre frecuentada por niños, y después entró en la calle donde solían jugar a la pelota.

Los Adler vivían en una casa de piedra parda. Cuando Sarah era muy joven, su padre había alquilado primero una parte de la planta baja para instalar su consulta. Deseoso de atraer buenos inquilinos durante la Depresión, el propietario no había tardado en ofrecerles a sus padres los dos pisos de arriba, con tres meses de alquiler gratuitos. Como se trataba de un excelente alojamiento, seguían viviendo allí desde entonces.

Cuando llegó, su madre acudió a recibirla a la puerta.

—Michael está listo, y tu padre y Nathan van a bajar dentro de un momento. Rachel iba a venir mañana, pero dice que todos están resfriados.

Sarah no se llevó un gran disgusto por la ausencia de su hermana. Rachel tenía dos años más que ella; se había casado a los dieciocho y no entendía por qué Sarah no quería seguir el mismo camino. La joven fue a dar un beso a su hermano Michael, que había cumplido ya dieciocho años y cada vez estaba más guapo. Después subió al piso de arriba y llamó a la puerta de Nathan. Tenía la habitación igual que siempre, con las paredes cubiertas de fotografías de jugadores de béisbol y banderines de los Dodgers. A sus catorce años, Nathan era un buen estudiante que se aplicaba aprendiendo en la
yeshiva
. El agujero de los Dodgers seguía siendo, de todas formas, lo más importante en su vida.

—¡Ya estoy listo, ya voy! —gritó, poniendo de manifiesto lo poco que le gustaba que fueran a importunarle en su habitación.

Después Sarah notó la mano de su padre posada en su hombro.

El doctor Daniel Adler era bajo y rechoncho. Tenía una calva en la coronilla y llevaba un corto bigote oscuro. Aunque lamentaba ser dentista en lugar de concertista de piano, hallaba harto consuelo en su familia y en la religión, dos pilares depositarios de su amor y que para él constituían una sola unidad. Sarah siempre había considerado con gratitud aquella actitud y por eso, siempre que se lo permitían sus actividades, acudía los viernes a casa para pasar el sabbat con ellos.

Se congregaron en el salón, donde ya estaban a punto las dos velas. Mientras los demás permanecían sentados en silencio, la madre las encendió y después, tapándose los ojos con las manos, recitó la bendición.


Baruch atah Adonai, Eloheinu melech ha-olam…

A la madre le correspondía dirigir aquella
mitzvah
. Luego, para terminar, se descubrió los ojos y miró la luz.

A Sarah le gustaba el ritual, lo que representaba el sabbat: el regalo de un día de descanso que Dios dispensaba al pueblo elegido. Le agradaba reunirse con la familia al atardecer y aquella sensación de gozo íntimo. Aunque no fuera una persona muy religiosa, le encantaba volver a casa para disfrutar de aquello.

Después de encender las velas, se fueron en medio del crepúsculo hacia la sinagoga.

Sarah apreciaba la religión de su familia. La gente que no comprendía aquellas cosas a veces imaginaba que el casi millón de judíos que vivían en Brooklyn adoraban a Dios de la misma manera. No había nada más alejado de la realidad, desde luego. En la zona de Brownsville, que contaba con una mayoría aplastante de judíos y en cuyas calles imperaba un clima de cierta violencia, la gente era casi toda laica. Allí abundaban los judíos que nunca asistían a ningún servicio. En Borough Park había muchos sionistas. El área de Williamsburg, muy ortodoxa, había acogido en los últimos años bastantes jasídicos llegados de Hungría, al igual que Crown Heights. Con su anticuada vestimenta y su rigurosa observancia de las leyes judías, los jasídicos vivían en un mundo aparte.

Provenientes en gran medida de Alemania y Europa del Este, los judíos de Brooklyn eran askenazis al principio. En los años veinte, sin embargo, un nutrido grupo de judíos sirios se había instalado en Bensonhurst. Aquella comunidad sefardí era totalmente distinta de las demás.

Flatbush, por su parte, presentaba una gran variedad. En la misma calle había judíos ortodoxos, conservadores y reformistas. Algunos jasídicos húngaros también se habían instalado en la zona. No obstante, todo el mundo se llevaba bastante bien, siempre y cuando se fuera hincha de los Dodgers.

Los Adler eran conservadores.

—Ser ortodoxo no tiene nada de malo, si a uno le apetece serlo —repetía muchas veces su padre—, pero para mí es demasiado. La
yeshiva
es buena, pero también lo es otro tipo de educación. O sea, que yo soy conservador, pero no ortodoxo.

A escasa distancia de su casa había una familia que acudía a un templo reformista. Daniel Adler se ocupaba de su dentadura, y Sarah había jugado con los hijos de niña. Ya entonces comprendía, con todo, que existía una diferencia.

—Los judíos reformistas se exceden un poco —le había explicado su padre—. Afirman que la Tora no es divina y ponen en tela de juicio todo. Ellos consideran que eso es progresista y liberal, pero si se va muy lejos por ese camino, un día no va a quedar nada.

La mayoría de los amigos que Sarah tenía en Manhattan eran liberales o laicos. Durante la semana estaba con ellos, y después iba a pasar el fin de semana con su familia. Hasta el momento, no le disgustaba vivir en aquellos dos mundos.

Después del breve servicio del viernes regresaron juntos. En casa, una vez congregados en la mesa, los padres bendijeron a sus hijos, el padre recitó el
kiddush
sobre el vino y después de formular la oración sobre dos barras de
challah
, empezaron a comer.

A lo largo de su infancia, Sarah siempre había sabido con antelación qué clase de platos iba a comer. El viernes tocaba pollo. El miércoles, chuletas de cordero. Eso era en cuanto a la carne. Los martes, pescado y los jueves, ensalada huevo y
latkes
de patata. Únicamente los lunes eran imprevisibles.

El resto del sabbat transcurrió plácidamente. El servicio del sábado por la mañana siempre era largo, ya que duraba de las nueve a las doce. Antes lo encontraba pesado, pero curiosamente, aquella sensación se había disipado. Después vino la agradable y pausada comida en familia. A continuación, su padre les leyó algo antes de irse a hacer la siesta, mientras ella jugaba al ajedrez con Michael. A Sarah y a su hermano les gustaba estar juntos. Michael, que era aficionado a la música, iba a ir a un concierto con su padre el domingo por la tarde, en el Brooklyn Museum. Hasta el final del sabbat no estaba permitida la televisión, pero el sábado por la tarde, su padre le propuso escuchar un disco que acababa de comprar: una grabación de Leonard Bernstein dirigiendo su propia
Primera Sinfonía
. Se sentó en el sofá junto a él y observó con afecto cómo su redondo rostro se relajaba hasta adoptar una expresión de pura felicidad. Después se fueron a dormir temprano. Había sido un día perfecto.

El domingo por la mañana, no obstante, cuando Sarah llegó a la cocina, la situación no era tan halagüeña. Su madre estaba sola, preparando torrijas. Abajo, oyó el sonido del piano de su padre, pero cuando se dispuso a ir a saludarlo su madre la llamó.

—Tu padre ha pasado una mala noche. Estaba pensando en tu tío Herman.

Sarah emitió un suspiro. El año antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, el tío Herman residía en Londres, aunque hablaba bien francés y había pasado alguna temporada en Francia, donde tenía un pequeño negocio de exportación.

A ellos no les extrañó el hecho de no haber recibido noticias suyas durante un año.

—Nunca escribe cartas. Simplemente aparece de improviso —se quejaba su padre.

A finales de 1939 recibieron, con todo, una carta remitida desde Londres. En ella decía que iba a ir a Francia, lo cual preocupó a su padre.

—No sé cómo se puede entrar en el país —decía—, ni tampoco cómo se sale.

Pasaron los meses sin que llegara otra noticia. Ellos esperaban que estuviera en Londres, menos cuando se produjo el bombardeo alemán contra las ciudades británicas.

—Quizá cabría desear que esté en Francia —apuntó entonces su padre.

El silencio persistió.

Transcurrieron más de cuatro años antes de que averiguaran la verdad. Aquélla fue la única ocasión en que Sarah vio a su padre realmente indignado, inconsolable. También fue aquélla la primera vez que comprendió la fuerza del dolor. Viendo sufrir a su padre, pese a su temprana edad, sintió un intenso deseo de protegerlo.

Después los Adler hicieron lo que hacen las familias judías cuando pierden a un ser querido: sentarse para celebrar la
shiva
.

Se trata de una buena costumbre. Durante siete días, a menos que se observe una práctica menos estricta, los familiares y amigos acuden a la casa llevando comida y consuelo. Tras pronunciar las tradicionales fórmulas hebreas de condolencia al entrar, las visitas hablan en voz baja a los allegados del difunto, que permanecen sentados en cajas o taburetes bajos.

La madre de Sarah tapó con telas todos los espejos de la casa. Los niños llevaban todos una cinta negra prendida a la ropa, pero su padre se rasgó la camisa y se instaló en un rincón. Fueron muchos los amigos que fueron a verlos; todos comprendían la pena de Daniel Adler y procuraban aportarle consuelo. Sarah nunca lo olvidó.

—Los días en que celebramos la
shiva
por tu tío Herman fueron los peores de mi vida —aseguraba su madre—, peores que el día en que me despidieron.

El día en que despidieron a su madre había pasado a formar parte de los anales de la familia. Aquello sucedió mucho antes de que naciera Sarah, antes de que se casara. Fue a buscar trabajo en el centro de la ciudad y consiguió un empleo de secretaria en un banco. Su padre le advirtió que no lo aceptara, pero algo la impulsó a demostrarle que estaba equivocado. Con el cabello pelirrojo que tenía por aquel entonces y sus ojos azules, la gente no solía pensar que era judía.

—Y mi apellido es Miller —aducía.

—En otro tiempo fue Millstein —la corregía su padre.

También podría haber añadido que Miller era el tercer apellido más frecuente entre los judíos de Estados Unidos.

El caso fue que en el banco le dieron el empleo sin hacer preguntas comprometedoras y durante tres meses trabajó allí, con entera satisfacción. Aquello exigía que no respetara el sabbat, desde luego, pero como su familia no era religiosa, no tenía mucha importancia.

Fue un comentario casual lo que acarreó su caída. Un viernes, estaba charlando con otra chica con la que se habían hecho bastante amigas. Hablaban de uno de los cajeros, un individuo de carácter desabrido que se había estado quejando de su amiga.

—No te preocupes más por él —le aconsejó—, siempre está
kvetcheando
por algo.

Dijo la palabra en yiddish sin pensarlo y apenas se dio cuenta de que la había pronunciado, aunque sí reparó en la extraña mirada que le dirigió la muchacha.

—¿Y sabéis una cosa? No puedo demostrarlo, pero creo que esa chica me siguió hasta casa, hasta Brooklyn, porque el lunes por la mañana la vi hablando con el director y a mediodía me despidieron. Por ser judía.

El incidente había cambiado la vida de su madre.

—Después de eso —declaraba—, me dije a mí misma «ya basta de
goyim
» y volví a profesar mi religión.

Un año después se casó con Daniel Adler.

El hilo de aquellos recuerdos pronto quedó interrumpido con la llegada de Michael y Nathan. Sarah ayudó a su madre a servir el desayuno mientras su padre seguía abajo tocando el piano.

Una vez se hubieron marchado sus hermanos, Sarah y su madre ordenaron la cocina.

—¿Y qué —preguntó su madre, cuando todo estuvo en su lugar—, todavía estás a gusto en ese apartamento que tienes?

La madre no se había tomado muy bien que se fuera a vivir a Manhattan, pero aquel apartamento del Greenwich Village había sido un golpe de suerte. El hermano de uno de los pacientes de su padre era su propietario. Se iba a ir a California, donde preveía quedarse un año o dos, o incluso más, no estaba seguro. Con la condición de que lo dejara disponible de inmediato en el momento en que él necesitara recuperarlo, lo había alquilado por un módico precio a una familia de quien su hermano aseguraba que era de fiar. Por ese motivo, Sarah tenía un bonito piso de un dormitorio donde podía vivir incluso con el irrisorio sueldo que le pagaban en la galería.

—Está muy bien —repuso—, y me encanta el trabajo que hago.

—¿Vas a venir el próximo fin de semana?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—¿Te acuerdas de lo que te dije del nieto de Adele Cohen? ¿El chico que estudió en Harvard? ¿El médico?

—¿El que se fue a Filadelfia?

—Sí, pero ahora está instalado en Nueva York. Acaba de mudarse aquí, y va a venir a ver a su abuela el próximo fin de semana. Creo que es muy agradable.

—Pero si no lo conoces…

—Siendo nieto de Adele, estoy segura de que es muy agradable.

—¿Qué edad tiene?

—Adele dice que va a cumplir los treinta el año que viene. Y está muy interesado en el arte. Compró una pintura.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Adele. Cree que compró varias.

—¿Qué clase de cuadros?

—¿Cómo voy a saberlo? Pinturas…

—Debería casarme con él.

—Podrías conocerlo.

—¿Tiene dinero?

—Es médico. —Su madre marcó una pausa, como para dar a entender que aquello era suficiente—. Cuando su padre se casó con la hija de Adele, era contable. Pero no le gustaba ese trabajo, de modo que montó un negocio vendiendo estufas para las casas. También vende aparatos de aire acondicionado por todo Nueva Jersey. Adele asegura que le ha ido muy bien.

De modo que el nieto de Adele tenía dinero, constató Sarah con una sonrisa. Se imaginaba a su madre y a Adele tramando todo aquello. ¿Y de qué se iba a quejar, si igual resultaba que era el hombre perfecto?

—Lo conoceré —prometió.

Mientras regresaba de Brooklyn esa tarde, no era el médico quien acaparaba sus pensamientos en el metro. Era Charlie Master.

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