En aquella ocasión, no obstante, había tomado precauciones. Aunque no era mucho lo que podía hacer, era algo. Él no había sospechado nada.
El interrogante que mantenía era cuándo debía explicárselo.
Todavía no era el momento oportuno. Valía más esperar a que se hubiera asentado el polvo y hubieran saldado las deudas. En sentido estricto, sería ilegal, desde luego, que ocultara dinero a los acreedores, pero ya se ocuparía de ese obstáculo llegado el momento. Con suerte, tal vez él saliera con algún resto de liquidez. Lo principal era que había conseguido retirarle una parte de dinero antes de que lo perdiera todo en la agencia de Bolsa.
Seiscientos mil dólares, para ser exactos. Los tenía guardados a buen recaudo, en cinco cuentas bancarias distintas, puestos a su nombre. No había gastado ni un centavo.
Era una suerte que él no tuviera mucha afición por Newport. Si hubiera insistido en ir allá habría descubierto enseguida que, aparte de unas cuantas lonas estratégicamente colocadas encima de ciertas partes de la casa, allí no se efectuaba obra alguna. No había arquitectos, ni constructores, ni mármol. Nada. De vez en cuando hacía venir a algún obrero, para dar la impresión de que se estaba haciendo algo. Como el lugar quedaba bien tapado por una pantalla de setos, sólo había bastado que hablara mucho para hacer correr la voz.
Con seiscientos mil podrían alquilar un buen apartamento en Park Avenue. Tenía algunos hermosos muebles y objetos. Tenían amigos y conocidos a quienes visitar. Ellos no tendrían que hacer como mucha gente que, sometida a catastróficas pérdidas, se esfumaban de la vida social.
Al fin y al cabo, aunque fueran pobres, seguían siendo gente de solera.
1953
L
o primero que advertía uno al mirar a Sarah Adler eran las grandes gafas de concha prendidas a su delgada cara. Charlie también había reparado, cuando se inclinó hacia delante, en la pequeña estrella de David que llevaba colgada entre los pechos. Luego, al mirar bajo los lentes, vio que sus ojos no sólo tenían una mirada intensa, sino una mágica tonalidad parda aureolada de una portentosa luz.
Sarah Adler tenía veinticuatro años. En ese preciso momento, mientras miraba con aquellos ojos castaños a Charlie Master desde el otro lado de la mesa del elegante restaurante del Saint Regis, se preguntaba: «¿Qué edad tendrá? ¿Cincuenta años, tal vez?». En todo caso le doblaba la edad, aunque parecía estar muy bien conservado.
Aparte, había que reconocer que los hombres mayores eran mucho más interesantes.
El Saint Regis, situado en la Quinta Avenida a la altura de la Cincuenta y Cinco, no era sólo un hotel: era un palacio. La había llevado a tomar algo, primero al bar revestido de madera, donde un luminoso y enorme mural de Maxfield Parris titulado
Old King Cole
proporcionaba un cálido ambiente a todo el espacio. A ella le había gustado. Después habían ido al comedor, con su multitud de pilares. El señor Charles Master sabía, desde luego, cómo tratar a las chicas. Además, hablaba bien.
Hacía sólo tres semanas que había aceptado el trabajo en la galería, aunque pagaban una miseria. Por eso, cuando el señor Master llegó aquella mañana con su increíble colección de fotografías y el propietario de la galería le dijo que se encargara de ella, no dio crédito a su suerte. Y ahora se encontraban sentados en el Saint Regis y estaba disfrutando de una de las conversaciones más interesantes que había mantenido en toda su vida.
Aquel hombre parecía conocer a todo el mundo. Había sido amigo de Eugene O’Neill y toda la gente del mundo del teatro de los años treinta, y él mismo había escrito obras dramáticas. Había oído a los grandes intérpretes de jazz en Harlem antes de que se hicieran famosos, se acordaba de Charlie Chaplin cuando aún actuaba en escena. Y ahora acababa de decirle algo todavía más asombroso.
—¿Conoces a Ernest Hemingway? —Ella adoraba a Hemingway—. ¿Dónde lo conociste? ¿En París?
—En España.
—¿O sea, que estuviste en la Guerra Civil española?
Sarah tenía sólo siete años cuando se inició la Guerra Civil en España, pero le habían hablado de ella en la escuela… y en su casa. En la casa de los Adler, en Brooklyn, las discusiones sobre el tema habían sido interminables. Nadie apoyaba, por supuesto, el bando que al final resultó ganador. El general Franco, el fascista, aliado con los autoritarios católicos y monárquicos, era la encarnación de todo cuanto detestaba la familia Adler.
—No es mejor que Hitler —solía afirmar su padre.
Esther Adler, por su parte, proveniente de una familia sindicalista de izquierda, ¡estaba dispuesta incluso a alistarse en las Brigadas Internacionales para ir a luchar al frente! Todo el mundo era partidario de las izquierdas.
La excepción era el tío Herman. El hermano de su padre era un hombre corpulento que se vanagloriaba de conocer a fondo lo que se cocía en Europa. Fuera cual fuese el tema, él siempre estaba mejor informado que los demás.
—Escúchame bien —reclamaba—, Franco es un autoritario a la antigua usanza. Que es un hijo de puta, lo es, pero no es un nazi.
—¿Y esos católicos monárquicos que lo respaldan? —replicaba entonces su madre—. ¿Sabes lo que les hizo la Inquisición española a los judíos?
Al poco estallaba una acalorada pelea.
—¿Y crees que los que luchan contra Franco son liberales americanos como tú? Pues para que lo sepas, Esther, la mitad de esa gente son trotskistas y anarquistas, ni más ni menos. Quieren convertir el país en otra Rusia como la de Stalin. ¿Y a ti te parece que eso es algo bueno? ¡No! —gritaba de repente el tío Herman cuando su hermano trataba de intervenir—. Primero quiero saber si ella cree que ése es un objetivo loable.
—A tu tío simplemente le gusta discutir —le explicaba más tarde su madre a Sarah—. No sabe de qué habla.
Cuando estaba solo con Sarah, en cambio, el tío Herman le daba caramelos y le contaba cuentos con una voz muy dulce, con lo cual ella sabía que era una persona amable y bondadosa. Era sólo que le gustaba discutir.
Por desgracia, aquéllos eran los únicos recuerdos que Sarah conservaba de su tío Herman. La Guerra Civil española aún no había acabado cuando se fue a Europa… aunque no para luchar en España. Quizá su suerte habría sido otra si hubiera ido allí.
El tío Herman nunca regresó. Aquél era un tema del que su padre no soportaba hablar y por eso la familia nunca lo mencionaba ya, al pobre.
—Trabajaba como periodista —precisó Charlie—, para las publicaciones de Hearst. Estuve bebiendo unas cuantas veces con Hemingway, eso es todo.
Sarah soltó una carcajada.
—Te burlas de mí —la acusó él.
—No. Estoy impresionada. ¿Cómo era Hemingway?
—Era agradable como compañía. Me gustaba más que Dos Passos o George Orwell.
—¿Dos Passos? ¿Orwell? Ay Jesús, aquello debió de ser asombroso.
—Desde luego. Pero las guerras civiles son horrendas, sangrientas.
—A Hemingway lo hirieron.
—A mí también, de hecho.
—¿Sí? ¿Cómo?
—Había un hombre abajo, bastante cerca del lugar desde donde yo informaba. Se lo oía gritar. Tenían una camilla pero sólo una persona para transportarlo, de modo que me ofrecí voluntario. Cuando volvía, me estalló un proyectil a unos pasos. Todavía tengo un trozo de metralla en la pierna que de vez en cuando deja sentir su presencia.
—¿Tienes una cicatriz?
—Por supuesto.
—Pero salvaste a un hombre.
—No se salvó.
Charlie Master llevaba bigote, entreverado de canas. No acababa de precisar si le recordaba más a Hemingway o a Tennessee Williams. En cualquier caso, tenía una buena presencia. Había mencionado que tenía un hijo. ¿Tendría también una esposa?
—¿Y qué hiciste durante la Segunda Guerra Mundial? —preguntó—. ¿Luchaste en Europa?
—Estuve en Newport.
—¿En Newport, de Rhode Island?
—Allí hay uno de los mejores puertos de aguas profundas del país. Los británicos lo utilizaron durante la Guerra de Independencia. En ese lugar hubo mucha actividad, sobre todo en el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro, en cuestiones de defensa del litoral y escuelas navales concretamente. Yo estuve de guardacostas. —Esbozó una sonrisa—. Para mí fue como un retorno a la infancia. Por entonces teníamos una casa allí.
—¿Como uno de esos palacios que hay en ese sitio?
—No, pero era muy espaciosa. Después de que mi padre perdiera todo el dinero en el crack, vendieron las casas de Newport y de Nueva York. Tuvieron que mudarse a un apartamento en Park Avenue.
Ya se había imaginado que Charlie Master era una especie de aristócrata. Tenía aquella manera de hablar suave, tan distintiva. Aunque eso de trasladarse a Park Avenue porque uno era pobre no acababa de encajarle. Desde luego, se trataba de otro mundo.
—¿Así que pasaste penalidades durante la Depresión? —bromeó, aunque enseguida lamentó el sarcasmo.
—Suena un poco tonto, ¿no? —repuso él con ironía—. Pues puedes creerme —continuó con más seriedad—, que al principio de la Depresión mediaba sólo un paso de una situación de considerable riqueza a la pobreza absoluta. Para toda oferta de empleo se formaban colas larguísimas. Los agentes de Wall Street, gente a la que uno conocía, vendían manzanas en la calle. Recuerdo en una ocasión en que iba caminando con mi padre y, al reparar en uno de esos individuos, me dijo: «Un par de puntos de porcentaje más, Charlie, y yo podría encontrarme en su lugar».
—¿Crees que era cierto?
—Totalmente. Cuando la agencia de Bolsa de mi padre quebró podríamos habernos quedado en la ruina, acabados del todo. ¿Viste alguna vez Central Park durante los primeros años de la Depresión? La gente construía cabañas allí, como en un campamento de chabolas, porque no tenían donde vivir. Un día, mi padre se encontró a uno de sus amigos allí. Lo llevó a casa, y estuvo viviendo con nosotros durante meses. Recuerdo que dormía en un sofá. O sea, que tuvimos suerte, pero éramos conscientes de ello. —Asintió para sí—. ¿Y a tu familia? ¿Cómo les fue?
—¿A mi familia de locos? En la familia de mi padre, a uno de los hijos siempre se le obligaba a estudiar, y le tocó a mi padre. Llegó a ser dentista. Incluso durante la Depresión, la gente necesitaba que le arreglaran la dentadura, de manera que no notamos mucho la crisis.
—Qué bien.
—No tanto. Mi padre no quería ser dentista, sino concertista de piano. Aún tiene un piano en su sala de espera y practica mientras espera a los pacientes.
—¿Es buen pianista?
—Sí, pero es un dentista terrible… Mi madre nunca le ha dejado ocuparse de su dentadura.
A Sarah no le apetecía, con todo, hablar de su familia. Quería oír más sobre la vida de él. Estuvieron charlando un rato de los años treinta. Fue muy interesante y, además, descubrió que tenía la capacidad de hacerlo reír.
Finalmente, tuvo que regresar a la galería. Concertaron la próxima cita para el mes siguiente, de modo que supuso que no lo volvería a ver hasta entonces.
—Hay una nueva exposición en la galería Betty Parson —comentó él, no obstante, mientras se despedían—. ¿Vas a las inauguraciones?
—Sí —respondió, sorprendida.
—Ah, entonces puede que nos veamos allí.
—Es posible.
«Voy a ir, no te quepa duda», resolvió de inmediato. Aún no había averiguado si estaba casado. Claro que también había cosas de ella de las que él tampoco sabía nada.
El sábado, Charlie tomó el transbordador para ir a Staten Island. Hacía un bonito día de octubre y el trayecto resultó placentero. Solía efectuarlo cada dos semanas, para ir a recoger al pequeño Gorham.
No fue idea suya ponerle ese nombre a su hijo. Julie había querido ponerle el nombre de su abuelo y la madre de Charlie la había apoyado.
—Yo encuentro bonito llevar el nombre de un antepasado que firmó la Constitución —declaró Rose, siempre tan pendiente de aquellas cuestiones de abolengo.
La familia de Julie era una familia de solera y también tenía bastante dinero. Ella era rubia, de ojos azules e insulsa, y su familia constaba en el Registro Social, al igual que los Master. La famosa lista de Cuatrocientos de la señora Astor era algo del pasado, pero los registros, aquellas guías donde se incluían las buenas familias asentadas desde hacía tiempo en Estados Unidos, estaban aún muy presentes. Charlie suponía, de hecho, que era posible llevar una vida social plenamente satisfactoria sin tratarse con nadie que no constara en sus páginas. Rose estuvo encantada cuando, al final de la guerra, Charlie se casó con Julie.