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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (60 page)

BOOK: Nueva York
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—Vuelve a funcionar al servicio de los franceses, en el Caribe, pero no he podido descubrir qué le pasó a Salomon. Lo único seguro es que ahora no está a bordo de ese barco. Seguiré buscándolo —le prometió a Hudson—. Es posible que lo vendieran, pero no debemos perder la esperanza.

—Si lo encuentro —confió a Abigail—, lo compraré para Hudson y le concederé de inmediato la libertad. De todas formas, no son muchas las probabilidades de localizarlo.

A principios de octubre llegó la carta de Vanessa. Iba dirigida a John Master, como de costumbre. En ella le informaba, con su firme escritura, que iba a irse de Londres, puesto que se veía obligada a trasladarse a Francia, aunque no explicaba el porqué. Se lamentaba de no poder hallarse en condiciones de ir a Nueva York a ver a Weston y expresaba el mismo sentimiento de gratitud porque se hallara a buen recaudo en compañía de su abuelo. Al leer la postdata, Master emitió una exclamación de asombro.

«La novedad principal de Londres es que Grey Albion contrajo matrimonio la semana pasada».

Abigail fue a ver a su hermano a West Point, acompañada por Hudson. Le indicaron que lo encontraría en las murallas, donde, no bien lo hubo localizado, le entregó la carta.

Mientras leía sobre las intenciones de su esposa de abandonar Londres y las palabras en que aludía a su hijo, James mantuvo una expresión grave, pero impasible. Cuando llegó al final de la carta, Abigail lo observó atentamente y percibió su sobresalto. Después frunció el ceño y volvió a leer la postdata. No levantó la vista para mirarla a ella, sin embargo. En su lugar, se quedó contemplando un largo momento el río Hudson, que discurría bajo los terraplenes.

—Me dijeron que había muerto —señaló con voz inexpresiva.

—¿Y no lo comprobaste?

—Había muchas cosas de qué ocuparse. Washington me envió al otro lado del río, donde las fuerzas británicas… los hombres de Tarleton… se rindieron también, ese mismo día. Cuando volví, me explicaron que habían enterrado a varios prisioneros, y di por sentado que…

Se encogió de hombros.

—¿Pero si hubiera seguido con vida te habrías enterado, no?

—No necesariamente. Después de aquello tuve poca relación con los prisioneros —adujo, con la mirada perdida en la inmensidad—. Debió de recuperarse y luego volvió a Londres, quizá con libertad bajo palabra. Es posible. —Volvió a fruncir el entrecejo—. ¿Y su padre no dijo nada en sus cartas?

—No. Ése es otro misterio.

—Quizá lo hizo por indicación de su hijo —apuntó James—. ¿Quién sabe?

—Yo encuentro muy extraño todo esto —dijo ella.

—También yo. —James la miró un instante y luego desvió la vista, absorto al parecer en honda reflexión—. Durante la guerra ocurren muchas cosas extrañas, Abby —señaló—. En la guerra, igual que en las cuestiones del corazón, nadie puede estar seguro de cómo se va a comportar. Ignoramos lo que somos capaces de llegar a hacer. —Volvió a mirarla con gravedad—. De todas maneras, sea cual sea el motivo por el que Albion se fue sin decir nada, esperemos que haya encontrado la felicidad ahora. —Abrió una pausa—. En esta guerra han ocurrido cosas tan imprevisibles, Abby, que he aprendido que resulta inútil interrogarse por qué llegaron a suceder. Es el destino, nada más. No creo que volvamos a verlo —añadió.

—No —convino ella—, supongo que no.

El 25 de noviembre de 1783, a la cabeza de una tropa compuesta por ochocientos soldados continentales, el general George Washington recorrió pacíficamente desde el pueblo de Harlem, el antiguo camino indio, y entró en la ciudad de Nueva York. Vitoreado por la multitud, cabalgó despacio por Bowery y Queen Street. Luego giró hacia Wall Street y cruzó Broadway, donde lo recibieron con un discurso público plagado de alabanzas.

La familia Master acudió en pleno a Wall Street a presenciar el acto. James cabalgaba en compañía de Washington, a tan sólo seis metros de distancia. Abigail reparó en que su padre parecía bastante satisfecho con aquel desenlace.

—Washington tiene un porte muy majestuoso —apreció.

El incidente que se produjo aquella tarde acabó de alegrarle el ánimo. El general debía ofrecer un banquete en la taberna Fraunces, situada a escasos metros de la casa de los Master, adonde James acudió previamente para cambiarse de ropa. Cuando se disponía a marcharse, un repiqueteo de cascos en la calle anunció la llegada de Washington y una comitiva de oficiales que se dirigían a la cena. James los saludó en la calle, mientras Abigail y su padre permanecían mirando en el umbral.

Fue en ese momento cuando, al verlos desde el otro lado de la calle, el alto y serio general dirigió una cortés reverencia a Abigail y, tal como había hecho en otra ocasión, saludó tocándose la cabeza con grave ademán, aunque esa vez en su cara había una expresión de reconocimiento e incluso un asomo de sonrisa. Master le correspondió con una profunda reverencia.

Un poco después, mientras cenaban con Abby y Weston, después de pedir a Hudson que sirviera una botella de su mejor vino tinto, Master alzó la copa para brindar.

—Fíjate, Abby —dijo con considerable alegría—, y tú también, Weston, mi querido nieto, el mundo que yo conocía se ha acabado. Brindemos pues por el nuevo que empieza ahora.

La capital

1790

J
ohn Master los observaba a todos. El caluroso día de verano había dejado el aire cargado en el interior de la casa, o tal vez era que había bebido demasiado. Era una lástima que Abigail no estuviera allí… ella siempre sabía llamarlo al orden. No obstante, dada la inminencia del nacimiento de su primer hijo, se había quedado en su casa del condado de Dutchess. Los miraba pues a todos… a su hijo James, licenciado de Oxford, a su nieto Weston, a punto de ir a estudiar a Harvard, y a su distinguido visitante, cuya escandalosa afirmación parecían dispuestos a aceptar sin reparos tanto James como Weston.

—Por lo que a mí se refiere —le espetó Master a Thomas Jefferson—, podéis iros al infierno.

Lo malo era que, según suponía Master, Thomas Jefferson no creía en el infierno; ni tampoco en el cielo, ya puestos.

Hasta aquel momento, John Master estaba sorprendido de lo contento que se sentía de ser ciudadano de Estados Unidos de América. Washington le inspiraba un gran respeto. Cuando éste celebró la ceremonia de instauración de Nueva York como capital de la nación, acudió como uno más de la multitud apiñada en Wall Street para escuchar el juramento que prestó Washington desde el balcón de la sede federal, y cuando iba por la calle con James, se enorgullecía de que los grandes hombres de Estado, como Adams, Hamilton o Madison, saludaran a su hijo como a un amigo respetado.

Además, la nueva Constitución, cuyas bases habían formulado los Padres Fundadores en Filadelfia, lo había dejado impresionado. Con su admirable sistema de inspecciones y controles, consideraba que era un documento poco menos que inmejorable. Cuando Madison y los federalistas arguyeron, frente a los antifederalistas, que los estados debían ceder una parte de su independencia, a fin de que la república pudiera contar con un gobierno central fuerte, pensó que tenían toda la razón.

—Deberíamos aceptar la Constitución tal como está —opinaba.

En aquel caso, sin embargo, su natural tendencia conservadora había topado con la opinión de su hijo.

—Yo soy partidario de Jefferson —había declarado James.

Por aquel entonces, Jefferson actuaba como representante del nuevo estado en París y había presentado una objeción a la aprobación de la Constitución.

—La Constitución todavía tiene un defecto, y es que no protege la libertad del individuo. A menos que se introduzca una enmienda, nuestra república acabará adoptando el mismo talante tiránico que las viejas monarquías como Inglaterra.

Master replicó que aquello era una enorme exageración, pero James insistió en su postura. La libertad de religión no quedaba suficientemente garantizada, repetía, ni tampoco la de prensa. A propósito de aquella última cuestión, había comenzado a impartir a su padre una lección centrada en el juicio contra Zenger.

—Conozco el caso de Zenger, James —le recordó al final—. Yo ya era mayorcito entonces.

—Entonces, padre, seguro que no estabas en contra de Zenger, ¿verdad?

Rememorando con ironía el lamentable espectáculo que había dado en su juventud durante la visita de sus primos de Boston, John Master respondió de manera escueta.

—Escuché el ferviente alegato que pronunció mi primo de Boston, Eliot, a favor de Zenger… que fue mucho más elegante que el tuyo —puntualizó, para poner a James en su sitio.

—En 1777, Jefferson ya había propuesto un proyecto de ley destinado a garantizar la libertad religiosa en Virginia —prosiguió James—. Lo que necesitamos es una enmienda en esta línea. Nueva York no va a ratificar la Constitución si no se incluye, ni tampoco Virginia.

Cuando se aprobó la Primera Enmienda, James consideró el asunto como una victoria personal de Jefferson.

Sin duda se debía a su innata tendencia conservadora, pero pese al respeto que profesaba a la nueva república, Master no acababa de sentirse a gusto con algo que percibía como una profunda tolerancia de tendencia secular.

Hasta el mismo Washington tenía su parte de culpa. El presidente siempre se comportaba con decoro, desde luego; mientras se reconstruía la iglesia Trinity, que había sido consumida por el fuego, los Master habían asistido a los servicios de la bonita capilla de Saint Paul, situada cerca, y John Master siempre había advertido con placer la presencia del presidente en compañía de su esposa… aun cuando éste se marchaba antes de la comunión. Aun así, no cabía duda, puesto que el propio Washington lo había dejado bien claro, de que le importaba bien poco qué religión adoptaran sus conciudadanos. Ya fueran protestantes o católicos, judíos o ateos, o incluso seguidores del profeta Mahoma, para él eran todos iguales, siempre y cuando respetaran la nueva Constitución.

Master encontraba que había otros personajes más retorcidos. Antes de morir la primavera anterior, el viejo y astuto Benjamin Franklin, por ejemplo, se había proclamado miembro de todas las iglesias y rezaba por turnos con cada una de las congregaciones.

Pero Jefferson, aquel apuesto patricio sureño con su refinada educación y sus encopetados amigos parisinos que había regresado a América para hacerse cargo de la política exterior de la nación… ¿qué era? Un deísta, probablemente, uno de aquellos individuos que aseguraban que debía de haber alguna clase de ser supremo, pero que no parecían creer necesitarlo para nada. Una creencia muy propia de un petimetre.

«Y ahora lo tengo aquí delante —pensó Master— dándome a mí, miembro de la Trinity, lecciones sobre el bajo carácter moral de Nueva York, que no la hace merecedora de su condición de capital de América. ¡Y eso viniendo de un hombre que ha estado viviendo alegremente en los antros de perdición de París, por favor!».

Era intolerable.

—Tanto si os gusta como si no —continuó acaloradamente Master—, Nueva York es, señor mío, la capital de América, y va a seguir siéndolo.

En todo caso, la ciudad comenzaba a tener presencia de capital. La vida no había sido fácil desde que América se había convertido en nación. Lastrados por las restricciones comerciales británicas y europeas, por no mencionar la deuda contraída durante la guerra, muchos de los estados todavía porfiaban por salir de la depresión económica. Nueva York, en cambio, se había recuperado más deprisa. Los empresarios habían encontrado un lugar para sus negocios, y había una constante afluencia de nuevos habitantes.

Todavía había zonas donde persistían los restos calcinados del incendio, por supuesto, pero se estaba reconstruyendo la ciudad. Se habían abierto nuevos teatros; la torre y el campanario de la nueva iglesia Trinity destacaban con espléndida elegancia en el cielo. Y cuando el Congreso decidió instalar la capital de la nueva nación en su ciudad, los neoyorquinos reaccionaron de forma instantánea. El antiguo ayuntamiento de Wall Street —ahora llamado Casa Federal— había sido remodelado de una manera espléndida para acoger de manera transitoria al gobierno, mientras que, al pie de Manhattan, habían demolido el antiguo fuerte para despejar un solar próximo a la bahía en el que se iba a alzar un magnífico complejo que albergaría la sede del Senado, de la Cámara de Representantes y de las distintas instancias de gobierno. ¿En qué otro lugar se encontraría una capacidad de iniciativa tal, si no en Nueva York?

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