Aquel día, sin embargo, había algo más que quería compartir con su hijo.
Durante el viaje había planteado en un par de ocasiones el tema. Cuando iniciaron el ascenso por el Hudson, había dirigido la vista atrás, hacia la lejanía, donde, más allá de los majestuosos acantilados de las Empalizadas, el puerto de Nueva York quedaba envuelto por una luminosa aureola dorada.
—Es una imagen espléndida ¿no, Frank? —había señalado.
Entonces no alcanzó a descifrar, con todo, qué pensaba el niño. Cuando llegaron a West Point, mientras contemplaban el esplendor del sinuoso valle del Hudson —una panorámica que siempre le emocionaba—, Weston había vuelto a reclamar la atención de su hijo sobre el paisaje.
—Es muy bonito, papá —había respondido éste, aunque su padre sospechó que sólo lo hacía porque pensaba que era lo que esperaba de él.
A medida que se alejaban hacia el oeste por los largos caminos y pasaban junto a lagos y montañas, entre espectaculares parajes y magníficos atardeceres, Weston los resaltaba para que el niño los apreciara.
Y es que además de la talla y riqueza material del continente, le interesaba hacerle ver a su hijo el carácter espiritual de éste: el vasto esplendor de la tierra, la magnificencia de su libertad, la gloria de la naturaleza y su manera de atestiguar lo sublime. El Viejo Mundo no tenía nada mejor que aquello… Tal vez poseía paisajes equiparables, pero no tan grandiosos. Allí, rodeada de la belleza del valle del Hudson, la naturaleza se prolongaba hasta las llanuras, desiertos y altas cumbres del oeste, sin trabas, salida de la mano de Dios. Aquello era América, tal como la habían visto sus nativos durante incontables generaciones antes de que llegaran sus antepasados. Quería compartirla con su hijo y hacer arraigar el sentimiento de admiración en su corazón de niño.
Por eso lo había llevado allí aquel día. La impresionante panorámica que estaban a punto de contemplar tenía que conmoverlo, porque no existía otra más espectacular.
—El lago Ontario está por encima del lago Erie —le dijo en voz baja a Frank mientras llegaban al final del camino—. Por eso, cuando el agua fluye por el canal que los comunica, llega a un lugar donde se produce un salto de agua. Verás que es algo extraordinario.
Frank había disfrutado con los preparativos del viaje. En la ciudad, había escuchado con interés las explicaciones sobre la aplicación del canal que le había dado su padre con ayuda de un mapa. A Frank le gustaban los mapas. En la biblioteca, su padre tenía también un gran grabado enmarcado del plano de la ciudad de Nueva York. En él se veía una larga y perfecta cuadrícula de calles. La ciudad había avanzado ya varios kilómetros con respecto a los límites que tenía en la época británica, pero ya existía el proyecto de prolongar su entramado hasta Harlem. A Frank le agradaba la simple y pura geometría de los planos y el hecho de que fuera algo volcado hacia el futuro y no al pasado.
También lo había pasado bien inspeccionando el canal el día anterior. La gente lo llamaba la Gran Zanja, en son de broma, aunque no había ningún motivo para mofarse, porque el canal era realmente asombroso; Frank conocía todos los detalles. El canal hundía su poderoso surco hacia el oeste a lo largo de más de doscientos cincuenta kilómetros, hasta el valle del río Mohawk, y después proseguía por espacio de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de Buffalo. En el curso de su largo viaje, el canal debía superar un desnivel de ciento ochenta metros, lo que se conseguía por medio de cincuenta esclusas de tres metros y medio de caída. Los obreros irlandeses habían excavado la zanja y los albañiles traídos de Alemania habían construido los muros.
El día anterior le habían dejado accionar las esclusas y ayudar a mover una de las pesadas compuertas, y el ingeniero le había especificado la cantidad de litros de agua que se desplazaban y a qué velocidad, y había calculado con un cronómetro el tiempo que se tardaba. Había disfrutado mucho haciendo esto.
En la inauguración oficial del día siguiente, el gobernador DeWitt Clinton iba a recibirlos a bordo de una barcaza con la que navegarían, franqueando las cincuenta esclusas, hasta Nueva York. Éste era el sobrino del antiguo gobernador patriota Clinton, que había ocupado el cargo durante la guerra de Independencia. Iba a llevarse dos grandes cubos de agua del lago Erie, para verterla al final del recorrido en la bahía de Nueva York.
Frank y su padre se encontraban ya en la punta del camino. Cuando salieron de entre los árboles, el pequeño pestañeó, deslumbrado por la luz y atónito a un tiempo por el bramido de las aguas. La gente permanecía diseminada en grupos en el amplio saliente; algunas personas se habían subido a las rocas para disfrutar de una vista aún más impactante de las cataratas. Advirtió que un grupo de indios permanecían sentados unos veinte metros más allá, a la derecha.
—Aquí las tienes —anunció su padre—: las cataratas del Niágara.
Contemplaron en silencio la cascada; Frank jamás había visto nada mayor que aquella extraordinaria curva formada por la gran cortina de agua. El vapor se elevaba y formaba algodonosas nubes desde el lecho del río.
—Sublime —alabó quedamente su padre—. Aquí se percibe la mano de lo divino, Frank, la voz de Dios.
El niño quiso decir algo, pero no sabía qué. Aguardó un momento y entonces creyó haber tenido una inspiración.
—¿Cuántos litros de agua circulan por ellas en un minuto?
Su padre tardó un poco en contestar.
—No lo sé, hijo —repuso por fin, con un asomo de decepción en la voz.
Frank agachó la cabeza; luego notó la mano de su padre apoyada en su hombro.
—Limítate a escucharla, Frank —le recomendó.
Y así lo hizo éste. Llevaba unos minutos escuchándola cuando reparó en la niña india; debía de tener su misma edad, y los observaba. Quizá lo miraba a él, pero no estaba seguro.
A Frank no le interesaban mucho las niñas, pero aquella india tenía algo que le llamó la atención. Era bajita, pero bien proporcionada; seguramente era bonita. Y seguía con la vista fija en su dirección, como si algo la atrajera.
—Papá —dijo Frank—, esa niña india nos está mirando.
Su padre se encogió de hombros.
—Podríamos bajar al río, si te apetece —propuso—, y observar las cascadas desde abajo. Hay un camino; se tarda un poco, claro, pero aseguran que vale la pena.
—De acuerdo —aceptó Frank.
Luego advirtió que la niña se acercaba a ellos. Se movía con tanta ligereza que parecía flotar por encima del suelo. Su padre, que también se dio cuenta de ello, se detuvo a observarla.
Frank sabía algo de los indios. Cuando se desencadenó la guerra de 1812, un gran caudillo llamado Tecumseh convenció a muchos de ellos para que lucharan en el bando británico. Allí, en territorio mohawk, fueron muchos los indios que se sumaron a su iniciativa, lo cual constituyó un gran error. Tecumseh había hallado la muerte y todos habían salido perdiendo. Por aquella zona aún había muchos mohawks, sin embargo; la niña debía de serlo.
Las otras personas que había en el saliente también la miraban y sonreían. Era tan preciosa y menuda que a nadie parecía importarle que se acercara a ellos de ese modo.
Frank, que había pensado que lo miraba a él, se dio cuenta entonces, no sin un punto de decepción, que en realidad centraba la vista en su padre. Se encaminó directamente a él y le señaló la cintura.
—Es mi cinturón de
wampum
lo que le interesa —dedujo su padre.
Al ver que parecía que la niña tenía ganas de tocarlo, Weston le indicó con un gesto que podía hacerlo. Entonces posó los dedos en el
wampum
y, a continuación, caminó en torno al padre de Frank, que tuvo el detalle de quitarse la chaqueta para que pudiera observar el cinturón. Una vez concluida la inspección, se quedó parada delante de él, mirándolo a la cara.
Llevaba mocasines, pero Frank se percató de que tenía los pies bien aseados. También advirtió que, aunque tenía la piel morena, sus ojos eran azules; su padre también reparó en ello.
—Fíjate en sus ojos, Frank; eso significa que tiene una parte de sangre blanca. De vez en cuando se ven casos así. ¿Mohawk? —preguntó a la niña.
Ella negó con un ademán.
—Lenape —dijo en voz baja.
—¿Sabes quién son los lenapes, Frank? —preguntó su padre—. Así se llama a los indios que vivían antes en la zona de Manhattan. Hoy en día apenas se ve ninguno; los que quedaron se dispersaron, se integraron en tribus más numerosas o se marcharon al oeste. Aún quedan unos pocos en Ohio, creo, pero un grupo se mantuvo unido y se instaló en el otro extremo del lago Erie. Lo llaman el clan de la Tortuga; no son muchos, no crean complicaciones y en general no se mezclan con la gente.
—¿O sea que su pueblo estaba en Manhattan cuando nuestra familia llegó allí?
—Probablemente. —Bajó la vista para mirarla—. Es muy bonita, ¿verdad?
Frank no respondió, pero entonces la niña se volvió para mirarlo a los ojos y él desvió, turbado, la mirada.
—Sí, es bonita, supongo —reconoció.
—Quieres mi cinturón de
wampum
, ¿eh? —dijo su padre a la niña, con un tono calmado y afable, como el que usaba para hablar con el perro en casa—. Pues no te lo voy a dar.
—¿Te entiende, papá? —preguntó Frank.
—No tengo ni idea —contestó. Luego algo le llamó la atención—. Hum —murmuró—. ¿Qué es esto?
Mediante signos su padre dio a entender a la pequeña que deseaba ver el objeto que llevaba colgado del cuello. Frank percibió que a ella no le apetecía, pero como su padre le había dejado observar su cinturón, no pudo negarse.
Su padre alargó la mano y evitó cualquier movimiento brusco.
Era una primorosa obra de artesanía: dos diminutos aros de madera pegados formaban un marco de doble cara, unidos además con una cruz trenzada. Un bucle de una fina cuerda de cuero ensartada en el marco permitía que la niña se lo colgara del cuello. El objeto orlado por el marco despidió un suave reflejo cuando su padre lo cogió para examinarlo.
—Vaya por Dios —exclamó—. ¿Sabes lo que es, Frank?
—Parece un dólar nuevo.
—Lo es y no lo es. Llevamos ya cuarenta años acuñando dólares estadounidenses, pero esta moneda es más antigua. Es un dólar holandés, un dólar de león, como los llamaban.
—Nunca oí hablar de ellos.
—La gente todavía los usaba cuando yo era niño, pero para entonces estaban tan viejos y gastados que los llamaban dólares del perro. Juraría que éste nunca ha circulado de mano en mano. Debe de tener ciento cincuenta años, o incluso más, pero se nota que está como nuevo. —Sacudió la cabeza con estupor y se lo tendió a Frank.
Éste observó la moneda, que tenía un espléndido león en la cara y un caballero en la cruz.
Su padre miraba, pensativo, a la niña.
—No sé si aceptaría vendérmelo —dijo.
Cuando le indicó por señas que quería comprarlo, ella negó con la cabeza con una expresión de alarma.
—Hum —musitó su padre. Luego reflexionó un momento y señaló el cinturón de
wampum
—. ¿Cambio?
Frank vio que la niña dudaba, pero esto sólo duró un momento. Después volvió a negar con la cabeza y, con cara de disgusto, alargó la mano para reclamar la moneda.
Su padre no era, con todo, alguien que renunciara a algo así como así. Sonrió y volvió a reiterar la oferta, mientras mantenía la moneda fuera del alcance de su mano. De nuevo ella negó con la cabeza y tendió la mano.
Su padre dirigió la mirada hacia donde permanecían sentados los indios, que observaban la escena con una actitud impasible.
—Deben de ser su familia, supongo —dijo—. Quizás ellos le digan que me lo venda. —Enrolló la moneda con la cuerda de cuero e hizo un paquetito—. Me parece que iré a hablar con ellos —decidió.
La niña alargó, no obstante, la mano con apremio, angustiada.
—Devuélveselo, papá —dijo de repente Frank—. Déjala en paz.
Su padre se volvió hacia él con expresión de asombro.
—¿Qué te ocurre, hijo?
—Es suyo, papá. Se lo tienes que devolver.
—Pensaba que quizás a ti te gustaría tenerlo —señaló.
—No.
No muy complacido, su padre devolvió la moneda a la niña. Después de cogerla, ella regresó, mientras la apretaba entre los dedos, hacia su familia entre la hierba.
El padre de Frank tendió la mirada hacia el agua con irritación.
—Bueno, pues éstas son las cataratas del Niágara —constató.
Cuando ya habían echado a andar por el camino, le transmitió una advertencia.
—No te dejes influir por las emociones cuando comercias, Frank.
—No lo haré, papá.
—Esa niña, por más que tuviera algo de sangre blanca de hace generaciones, sigue siendo de todos modos una salvaje.
Esa noche cenaron con el gobernador en un gran salón, y todas las personas que subieron a la barca al día siguiente brindaron por el nuevo canal y aseguraron que sería algo grandioso. Frank estaba entusiasmado con la perspectiva del viaje y de todas las esclusas por las que iban a pasar.
Después de la comida, mientras los hombres permanecían sentados en la mesa bebiendo y fumando puros, Frank preguntó a su padre si podía salir un rato.
—Claro que sí, hijo… pero no te alejes. Después, cuando vuelvas, vete a la habitación y cierra con llave. Duerme bien para estar fresco mañana.
Buffalo era bastante pequeño. Aunque la gente se refería a la localidad como un pueblo, Frank consideró que ya poseía el tamaño de una ciudad pequeña y, además, estaba creciendo. En ese momento, sin peatones, se hallaba envuelta en silencio y, aunque el cielo estaba sereno, no hacía frío.
Después de cruzar el canal, llegó a una franja despejada contigua al río, junto a la que había un bosquecillo de pinos y unas cuantas rocas. Sentado en una de éstas, se puso a contemplar el agua. Primero sintió la leve caricia de la brisa y luego dedujo que estaba cobrando fuerza, porque la oía ya en las copas de los árboles.
Mientras permanecía allí, le vino el recuerdo de la imagen de la niña y estuvo pensando en ella un rato. Satisfecho de su actuación, se preguntó dónde estaría entonces y si acaso pensaría también en él; le habría gustado que así fuera. Aunque aumentó el frío, siguió allí un poco más, pensando en ella y escuchando la voz del viento, que suspiraba entre los árboles. Después regresó.