Astor no traficaba con drogas, sin embargo; él vendía pieles a los chinos y había multiplicado los beneficios mediante la importación de sedas y especias a cambio. Con dichas ganancias, había efectuado la inversión más sencilla del mundo: había comprado suelo en Manhattan. Por lo general, no le daba ningún uso… sólo lo compraba, lo arrendaba o lo vendía. Con el rápido crecimiento de la ciudad, su precio se había disparado. Manteniendo tranquilamente aquella actividad, se había convertido en un amado prócer de la ciudad, mecenas de Audubon y de Edgar Allan Poe, y hasta había fundado la biblioteca Astor. El año anterior había fallecido con una fortuna de veinte millones de dólares, que lo convertía en el hombre más rico de Estados Unidos.
—¿Crees que el negocio del ferrocarril podría reportar tanto? —planteó Hetty.
—Sí —confirmó Frank—. Cuando era un niño, mi padre me llevó a la inauguración del canal Erie. Sólo ese canal había transformado el modo de transporte de los cereales y propiciado una tremenda expansión de poblaciones como Albany. Con el tiempo, los nuevos ferrocarriles superarán con creces los logros de los canales… Transformarán todo el continente. A diferencia de los canales, son fáciles de construir, y la velocidad con la que permiten viajar a las mercancías y personas no hará más que incrementarse. Los precios del terreno van a subir a lo largo de toda la vía férrea; lo importante es saber cuáles son los sitios afectados. En los mismos ferrocarriles también habrá oportunidades de inversión.
—Miremos los mapas, pues —propuso su mujer.
Siempre había sido una compañera entusiasta, desde el principio. Siempre lo apoyaba, en lo que fuese, y compartía sus intereses y aficiones. En una ocasión, la persona que le preguntó cómo había adquirido la certeza de que quería casarse con Hetty, recibió una respuesta sorprendente.
—Fue a raíz del acueducto del Croton —explicó él con toda sinceridad.
Nueva York había tenido durante décadas un suministro insuficiente de agua, un problema que al final se había subsanado de manera espléndida con la construcción de una gran presa en el río Croton, afluente del Hudson. Desde allí, el agua se transportaba hacia el sur por un canal cubierto hasta que llegaba, franqueando por medio de un puente el río Harlem, al extremo norte de Manhattan. Circulaba por otros dos elevados acueductos y acababa vertiéndose en los conductos de un depósito con una capacidad de ciento cincuenta mil metros cúbicos, que ocupaba el espacio comprendido entre las calles Ochenta y Seis y Setenta y Nueve en el plano de la ciudad. Otros ocho kilómetros de tuberías llevaban agua hasta Murray Hill, donde se hallaba la reserva central, un espléndido edificio semejante a una fortaleza, situado justo debajo de la calle Cuarenta y Dos, con una capacidad de setenta y cinco millones de litros.
Todo el proyecto era una obra maestra de la ingeniería. Justo cuando estuvo concluida, en 1842, por la época en que todavía eran novios, Hetty no demostró la menor sorpresa por que Frank quisiera inspeccionarlo sin perderse ni un metro.
—Yo también iré —anunció, suscitando el estupor general.
Y lo acompañó, en efecto. En el carruaje de la familia subieron por Manhattan y atravesaron el condado de Westchester hasta llegar a la presa del Croton, donde un ingeniero se mostró encantado de enseñarles las compuertas y el inicio de las conducciones. En el recorrido inverso, habían examinado los puestos de control del río Harlem y cruzado el puente a pie. Habían inspeccionado los acueductos, los depósitos y las tuberías. La expedición duró en total cuatro días y exigió muchas horas de marcha.
Al final, cuando se encontraban delante de aquel depósito con aires de fortaleza de la calle Cuarenta y Dos, Frank Master se había vuelto hacia aquella extraordinaria joven e, hincando una rodilla en el suelo, le había pedido que se casara con él. Hetty, por su parte, consideró que había valido la pena caminar hasta allí.
En ese momento, con los mapas extendidos sobre la mesa, Frank Master y su esposa pasaron una media hora muy entretenida destacando las poblaciones y territorios próximos a la nueva línea de ferrocarril del Hudson que parecían más prometedores para futuras urbanizaciones. Aún seguían concentrados en ello cuando una doncella anunció que la señorita Keller había llegado con la chica irlandesa.
—Quiero ver a esta muchacha irlandesa, Hetty —reiteró Master—, porque debemos ser muy prudentes.
—La mayoría de las criadas de esta ciudad son irlandesas, Frank —le recordó su mujer.
—Ya lo sé. Pero hay irlandeses e irlandeses; muchos son completamente respetables. Los que hay que evitar son los irlandeses de Five Points… la mitad de ellos, de tan débiles que están, a menudo contraen enfermedades.
—Alguien tiene que ayudarlos, Frank.
—Sí, pero hay que tener en cuenta a los niños. Y los que no están enfermos son delincuentes, que se juntan en bandas. No hay más que ver lo que ocurrió en la ópera Astor el otro día.
Aquello había sido todo un escándalo… Indignados por la aristocrática apariencia de un actor inglés, un grupo de irlandeses de la Bowery provocó disturbios nada menos que en la nueva ópera Astor. Era comprensible que los irlandeses culparan a los ingleses de los horrores de la hambruna que había azotado su país, pero con tantos elementos revolucionarios que provocaban toda clase de alborotos en Europa, las autoridades de Nueva York no querían correr ningún riesgo. Habían llamado a la milicia, que había disparado contra la multitud. El saldo fue de ciento cincuenta heridos y más de veinte muertos.
—No quiero ninguna irlandesa de la Bowery —afirmó, tajante, Master.
—Gretchen dice que es muy tranquila y respetable.
—Puede que sí, pero también quiero tener referencias de su familia, saber si todos lo son. Y hay otra cuestión con la que hay que tener cuidado.
—¿Cuál, cariño?
—Tammany Hall.
Para Frank, como antaño para sus predecesores, resultaba evidente que la ciudad debían dirigirla los mejores especímenes, la gente cabal, los propietarios de solera. Las personas que elegían los de Tammany Hall en los distritos electorales no eran tipos de fiar.
—No quiero que esa clase de personas ponga los pies en esta casa —declaró.
—Tendré cuidado, Frank —prometió Hetty.
—Quiero saber cómo es su familia —reiteró Frank—. Nada de Five Points, ni de Bowery, ni de borracheras ni afición al juego, ni de relación alguna con Tammany Hall.
Cuando llegaron de Irving Place a Gramercy Park, Mary respiró hondo al ver el tamaño de la casa. Entraron por la puerta de servicio, pero enseguida una doncella con cofia almidonada las condujo por una escalera de mármol a la majestuosa sala principal, y de allí a un salón revestido con una gruesa alfombra turca, en uno de cuyos mullidos sofás les indicó que podían sentarse.
—Ay Jesús, Gretchen —susurró Mary—, fíjate en este sitio. No sabría qué hacer en una casa como ésta.
—Estarás bien aquí —afirmó Gretchen—. Es muy buena persona.
Como si quisiera confirmarlo, Hetty Master apareció en la puerta y luego se sentó en un sillón frente a ellas.
—De modo que tú eres Mary —dijo con tono afable—. Y a Gretchen ya la conozco muy bien, por supuesto. —Esbozó una sonrisa—. Tengo entendido que hace mucho que os conocéis.
La dama llevaba un vestido de seda de color marrón claro. El cabello, con unos tenues reflejos rojizos y dividido con una raya central, le caía en unos pulcros tirabuzones a ambos lados de la cara. Todavía era joven, de unos treinta años, según calculó Mary. Parecía amable, desde luego, pero, aun así, Mary no consiguió dominar su nerviosismo.
—Sí, señora.
—Cuando yo llegué a Nueva York, señora Master —explicó Gretchen, acudiendo en su ayuda—, Mary y su familia se portaron muy bien conmigo. La señora O’Donnell, que Dios la tenga en su gloria, me ayudó a aprender inglés. —Miró a Mary con una sonrisa—. Casi no ha habido día en que ella o yo no hayamos estado una en casa de la otra.
La señora Master asintió a modo de aprobación, y Mary se maravilló de la astucia de su amiga. Gretchen no ponía los pies en casa de los O’Donnell si podía evitarlo, pero puesto que Mary iba a menudo a la vivienda de los Keller, su afirmación era estrictamente cierta.
—Sin embargo, se os ve muy diferentes —señaló la señora Master.
«Más de lo que sospecháis», pensó Mary. Lo asombroso fue que Gretchen la contradijo.
—Yo soy alemana y Mary es irlandesa —dijo—, pero las dos provenimos de grandes familias campesinas… Mi padre tiene primos que cultivan la tierra en Pensilvania… Yo diría que las familias campesinas tienen todas la misma mentalidad.
Mary sabía algo de los primos agricultores de los Keller. Pero ¿de los O’Donnell? A veces, después de un par de copas, su padre se ponía a hablar de la tierra que tenía la familia en Irlanda, aunque no había forma de saber si de ello se deducía que sus antepasados habían vivido en una granja o en una chabola. Con su manera de hablar, Gretchen lo presentaba, en cambio, como algo sólido y respetable.
—¿Y vuestras dos familias viven cerca en la Ciudad Alemana?
—Sí —corroboró Gretchen—. El señor O’Donnell va a buscar los puros a la tienda de mi tío.
—¿Y a qué se dedica tu padre? —preguntó a Mary la señora Master, mirándola directamente.
—Es albañil —repuso ella.
—Ah. ¿Podrías decirme algunos de los sitios donde ha trabajado?
—Bueno… —Mary titubeó, porque no quería mentir—. Los albañiles trabajan en distintos lugares, pero sé —añadió, esperanzada— que estuvo mucho tiempo trabajando en el acueducto del Croton.
—¿Ah, sí? ¿El acueducto del Croton? —La señora Master se mostró encantada con ello—. ¿Trabajó también en los puentes y los depósitos?
—Creo que sí, señora. Me parece que trabajó en toda la obra.
—Yo conozco ese acueducto palmo a palmo —declaró con orgullo la señora Master.
Aunque no alcanzaba a entender a qué se refería, Mary agachó respetuosamente la cabeza.
—Quizá lo vio usted allí, señora Master —aventuró Gretchen.
—Puede que sí —confirmó ella, muy complacida. Luego pareció moderar su entusiasmo—. ¿Mantiene tu padre algún tipo de relación con Tammany Hall?
—¿Mi padre? No, no, para nada.
—Perfecto. Y ahora dime, Mary —prosiguió—. ¿Qué experiencia tienes en las labores de la casa?
—Desde que mi madre murió, señora, he llevado la casa de mi padre —respondió Mary—. He tenido que hacer de todo.
Al ver que Gretchen aprobaba con la cabeza, se felicitó de que la dama no pudiera ver su casa.
—¿No te da miedo trabajar, entonces?
—Oh no, en absoluto —aseguró, sin tener que pensar esta vez antes la respuesta.
—Pero si tu padre depende de ti para llevar la casa, Mary —indicó, con aire pensativo, la señora Master—, ¿no será como si lo abandonaras si te vinieras a vivir aquí?
Mary vaciló antes de cruzar una mirada con Gretchen. No habían pensado en eso; la pregunta era muy lógica, pero si daba una respuesta sincera, se vendría abajo el edificio de respetabilidad que Gretchen acababa de construir. Mary notó que palidecía. ¿Qué podía decir? No se le ocurría nada.
—No puedo decírselo con certeza, señora Master —explicó con calma—, pero… —hizo una brevísima pausa, como si dudara, antes de continuar—… si tal vez hubiera una viuda que pensara en casarse con el señor O’Donnell, una señora acostumbrada a dirigir su propia casa…
Mary estaba boquiabierta. ¿De qué demonios hablaba Gretchen? ¿Una señora respetable dispuesta a casarse con John O’Donnell? ¿Acaso había perdido el juicio?
Gretchen continuó hablando alegremente con la señora Master, sin hacerle caso, como si le confiara un secreto del que Mary no deseaba hablar.
—Si fuera ése el caso, y si la señora es dada a tener unas ideas muy fijas sobre cómo hay que llevar una casa…
Entonces Mary comprendió, asombrada. ¿Cómo era posible que su pulcra amiguita, con su cara de ángel, pudiera estar improvisando mentiras con tanto desparpajo? Bueno, no se trataba exactamente de una mentira, porque en realidad no afirmaba que la viuda existiera… Sólo preguntaba: ¿y si…? El resultado era el mismo, de todas formas. Mary estaba segura de que ella no llegaría a ser capaz de hacer algo así ni en mil años.
—Entonces, para Mary sería difícil vivir en esa casa —concluyó Gretchen—. Puede parecer una tontería…
—No lo es —la interrumpió con firmeza la señora Master—. No es ninguna tontería.
Frank Master tenía localizado Saratoga en el mapa cuando llegó Hetty, que venía sola.
—¿No valía la pena la chica? —preguntó.
—En realidad, es perfecta —anunció, sonriente, Hetty—. Muy respetable. Ella y Gretchen viven prácticamente una al lado de otra, en la Ciudad Alemana.
—Ya. ¿Y su familia?
—El padre es albañil. Es un viudo que está a punto de volverse a casar, creo. ¿Y adivina dónde trabajó durante años?
—A ver.
—En el acueducto del Croton. ¿Quién sabe? Igual hasta vio cuando te me declaraste —apuntó con ojos chispeantes.
—Ah.
—Yo pienso, Frank, que el destino tenía preparado esto.
Frank Master observó con afecto a su esposa. Como no era tonto, sabía cuándo debía darse por vencido.
—Entonces será mejor que la contratemos —dijo.
1853