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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (31 page)

BOOK: Nueva York
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A
y, ¡no se podía creer que estuviera en Inglaterra, en el mismísimo Támesis, en el corazón del Imperio británico!

Los barcos, las torres, las cúpulas y los campanarios se apiñaban bajo el resplandeciente sol. Junto al agua, la imponente Torre de Londres era un testimonio de épocas pasadas. Más arriba, la gran cúpula de la catedral protestante de Saint Paul se erguía majestuosa y a la vez formal. Llena de alborozo, Mercy se disponía a poner por fin pie en tierra firme.

Londres tenía sus defectos, como las tupidas nieblas cargadas del hollín que habían escupido durante cinco siglos los fuegos de carbón, la adicción a la ginebra barata de las clases bajas o las grandes diferencias existentes entre ricos y pobres, pero aun así era un sitio glorioso. Era, con diferencia, la mayor ciudad de Europa. Pese a que aún conservaba magníficos edificios e iglesias góticas, las tortuosas callejas infestadas de ratas de la ciudad medieval habían prácticamente desaparecido a causa del gran incendio acaecido el siglo anterior y ahora las sustituían las espléndidas calles y plazas ajardinadas de estilo georgiano que se prolongaban hasta Westminster. ¡Y pensar que durante meses iba a tener todas aquellas maravillas a su disposición! ¡Y sin tener que preocuparse por nada más!

Excepto por su hijo James, claro estaba.

Las disposiciones que John Master había tomado antes de marcharse de Nueva York habían sido bien sencillas. Tenía un empleado de confianza para controlar sus negocios en el almacén. El capataz de la destilería de ron era asimismo una persona honrada. De las tierras del condado de Dutchess se ocupaba un agente que también recaudaba los numerosos alquileres de las propiedades de la ciudad. En cuanto a su propia casa, no había problema: Hudson cuidaría de ella. Aun así, necesitaba a alguien que supervisara un poco todo y que le mantuviera al tanto de los diversos pagos de los intereses devengados por distintas operaciones crediticias que tenía en marcha en la ciudad. Ello era posible porque, a diferencia de Londres, Nueva York aún no contaba con bancos y, por ese motivo, los comerciantes como Master realizaban los préstamos necesarios para la actividad comercial del lugar.

Su padre Dirk había accedido a volver a la ciudad y vivir en casa de John durante su ausencia. Aunque éste no estaba muy seguro de que le apeteciera hacerlo, había aceptado sin reticencias, y no había sin duda nadie más indicado para aquel cometido.

La presencia de su padre solucionaba de paso otro problema.

Mercy se llevó una decepción cuando Susan rehusó acompañarlos a Londres, pero lo entendió. Ello no se debía a un desapego hacia sus padres, ni tampoco a una falta de interés por el mundo. El motivo era que todo lo que quería lo tenía ya en la colonia de Nueva York… sus amigos y el hombre, todavía por descubrir, con el que se casaría algún día. La travesía del océano no era una nimiedad y podía transcurrir un año antes de su regreso. Para una joven de la edad de Susan aquello parecía mucho tiempo, la renuncia sin ningún propósito de futuro a un año de su vida que podría haber invertido mejor en América. No tenía sentido discutir con ella. Habrían podido obligarla a ir, pero ¿de qué habría servido? Igualmente no habría cambiado de idea, y estando su abuelo en la casa podían dejarla tranquilamente a su cargo.

El caso de James era distinto. Cuando le confesó a su madre que tampoco sentía deseos de ir a Londres, ésta le contestó con toda franqueza.

—Tu padre está decidido a que vayas, James. —Al advertir su expresión de disgusto, añadió—: Le darías un gran disgusto si no fueras.

A ella no le sorprendió, con todo, su actitud. Los chicos de esa edad eran a menudo huraños, y la carga era peor para él, porque al ser el único hijo varón, su padre centraba todas sus esperanzas en James. Era natural que John siempre estuviera trazando planes para el muchacho, y también que éste se sintiera agobiado por ello. Ella no sabía cómo se podía remediar aquella situación.

—Tu padre te quiere y sólo procura tu bien —le recordaba a su hijo.

En su opinión, su marido tenía razón: James debería ir a Londres, y así se lo dijo ella misma.

El viaje había sido, sin embargo, un calvario. El verano ya había empezado cuando subieron al navío que efectuaba la travesía hasta Londres en compañía de varios barcos más y una escolta naval destinada a protegerlos de los corsarios franceses. Su marido era un excelente marinero, de modo que las semanas a bordo no parecían hacer mella alguna en él; tanto si se trataba de impregnarse del inmenso silencio del cielo nocturno como de capear un temporal mientras el barco cabeceaba y se bamboleaba, nunca lo había visto más feliz. James, en cambio, se pasaba horas sentado en la cubierta, observando con aire taciturno el océano Atlántico como si fuera su enemigo personal. Cuando había mala mar, mientras su padre permanecía alegremente en cubierta, James se quedaba abajo a rumiar con amargura que si se ahogaba sería por culpa de su padre, por haberlo forzado a efectuar ese viaje inútil que no tenía nada que ver con él.

—Son sólo cosas de la edad —aducía Mercy cuando John se quejaba del mutismo de su hijo—, y también por el agobio de estar encerrado en un barco.

—Creo que me achaca la culpa a mí —observaba con tristeza John.

—Para nada —mentía ella, haciendo votos para que el humor de James mejorase en Londres.

En cuanto bajaron del barco, un agradable señor de mediana edad, con los ojos más azules que Mercy había visto nunca, acudió a su encuentro para estrecharles la mano.

—¿Señor Master? Soy Arthur Albion, señor, para serviros.

En cuestión de unos minutos tomó las medidas oportunas para que subieran a un carruaje y dos mozos cargasen su equipaje en un carro que les iba a seguir.

—Me he tomado la libertad de procuraros alojamiento —anunció—, no lejos de donde se hospeda otro distinguido caballero de las colonias americanas, aunque en este momento se encuentre ausente de Londres.

—¿Ah sí? —dijo John Master—. ¿Y quién es?

—El señor Benjamin Franklin, señor. Me parece que pronto estará de regreso en la ciudad.

De todas maneras, pese a que durante las semanas siguientes no vieron ni rastro de Benjamin Franklin, les importó bien poco: Londres estaba a la altura de todas las expectativas de Mercy e incluso las superaba.

John no tardó en comunicarle que había comprobado que la de Albion era una de las mejores agencias comerciales de Londres, sólida y fiable. Arthur Albion era miembro de una de las mejores corporaciones de la ciudad.

—Nuestro amigo Arthur es una persona muy cortés —reconoció John, riendo—, pero si hay ocasión de cazar un penique al vuelo, nunca he visto a alguien que reaccione con más rapidez.

Su anfitrión resultó ser un guía perfecto. Aunque era comerciante y hombre de ciudad, Albion provenía de una antigua familia de la alta burguesía terrateniente de New Forest y, gracias a sus relaciones de familia y a sus modales refinados, tenía acceso a las residencias de diversas familias aristocráticas de Londres. Su esposa descendía de una vieja saga de hugonotes franceses comerciantes de seda y joyeros, como ella misma explicó a Mercy. ¿Qué persona podía ser más indicada para acompañarla a las tiendas de moda? Se hicieron amigas en menos de una semana. Sombreros y cintas, vestidos de seda y zapatos, por no mencionar los exquisitos manjares que encontraban en el establecimiento de Fortnum & Mason… todo lo probaban. Dado que necesitaban criados que los atendieran en su agradable alojamiento actual, las dos damas se encargaron juntas de entrevistar a los candidatos.

Lo mejor de todo era que Mercy podía comprar cosas para su marido.

Enseguida se dio cuenta de que, aun vistiéndose con discreción, el señor Albion tenía un perfecto sentido de la moda. John se vestía bien, y la moda de Londres llegaba con rapidez a Nueva York. Aun así, los sastres de Londres poseían un cierto estilo, un arte especial, difíciles de definir pero inconfundibles. Mercy se ocupó de que el señor Albion llevara a John a su sastre y a su fabricante de pelucas a los pocos días de su llegada.

Aparte, había otras cosas que podía comprarle ella en compañía de la señora Albion, como las hebillas de plata para los zapatos, un elegante reloj, un sable, un lazo para el sable o lino para las camisas. Incluso adquirió una caja de plata para el rapé. La moda de tomar rapé había llegado a Nueva York, desde luego, y varias empresas tabaqueras americanas habían comenzado a manufacturarlo, pero aunque de vez en cuando fumaba en pipa, John Master rehusó utilizar la caja para el rapé.

—Si empiezo a aspirar rapé, estornudaré todo el día… y toda la noche también —advirtió alegremente.

John Master también estaba disfrutando mucho en Londres. Albion había escogido con tino su casa de huéspedes, justo al lado de la calle Strand, donde todo quedaba a mano. Al poco tiempo, John frecuentaba algunas de las mejores teterías de la ciudad, donde se podían encontrar los periódicos y el
Gentleman’s Magazine
y entablar conversación con toda clase de personas interesantes. En los teatros representaban comedias de su agrado. Para complacer a Mercy, incluso llegó a escuchar la totalidad de un concierto de Häendel… y casi le gustó.

No obstante, lo que más satisfacción les procuró fue James.

John Master recordaba perfectamente su juventud y el sentimiento de decepción que inspiraba en su propio padre. Por eso, aunque a menudo trazaba planes para James, lo hacía sólo esperando que su hijo tuviera una mejor evolución que él. Si en Nueva York había pensado que debía aprender algo de las personas como Charlie White, allí en Londres advertía otro tipo de oportunidades muy distintas. Allí, en el núcleo propulsor del imperio, tenía ocasión de impregnarse de toda la historia, conocimiento de leyes y modales que todo caballero debía conocer. Antes de zarpar, había escrito a Albion pidiéndole que buscara un preceptor para James. Al principio tenía la aprensión de que con ello se acentuara aún más su hosquedad, pero pronto descubrió con alivio que Albion había escogido muy bien: un inteligente joven recién graduado en Oxford que también podía ofrecer compañía a James.

—Los primeros días —sugirió el joven maestro—, creo que lo mejor será que le enseñe la ciudad. De paso podré darle algunas lecciones de historia.

El método pareció dar frutos. Al cabo de una semana, cuando Master fue a Westminster con su hijo, quedó asombrado de lo bien que conocía éste la historia del Parlamento británico. Unos días después, James incluso llegó a corregirlo, con educación y firmeza a la vez, por una falta gramatical.

—Menuda desvergüenza —exclamó su padre, complacido en el fondo.

James se llevaba de maravilla con su joven preceptor. Cuando los Albion lo presentaron a los ricos muchachos londinenses de su edad, no los encontró muy diferentes a sí mismo. En realidad, los jóvenes neoyorquinos habían adoptado la entonación nasal de la clase alta de Londres, y James sabía imitarlos. Le resultó agradable ver que aquellos chicos ingleses lo aceptaban como a uno más entre ellos. El propio hijo de los Albion, Grey, que tenía tres años menos que James, lo trataba con admiración, lo cual le levantó aún más el ánimo. Así, al poco tiempo, la vivienda de los Albion, situada junto a Lincoln’s Inn, se convirtió en una segunda casa para él.

Fortalecido en su amor propio, James también comenzó a propiciar la proximidad con su padre. Consciente de que los chicos jóvenes necesitaban la compañía de su progenitor, John Master tenía la intención de llevar a pasear a su hijo por Londres, pero lo que no había previsto era que fuera James quien lo llevara a pasear a él.

Cada uno o dos días, salían de su pensión situada en las proximidades de la calle Strand para explorar las maravillas de Londres. Un corto paseo en dirección este los llevaba al precioso edificio erigido por los antiguos templarios donde habían instalado su sede los abogados. Un poco más lejos, los periodistas e impresores de Fleet Street se afanaban en su trabajo a la sombra de la catedral de Saint Paul, asentada en la colina del núcleo inicial de la ciudad. De allí iban a la torre. Albion también los llevó, junto con Grey, a la bolsa y al puerto.

Si tomaban la dirección oeste siguiendo la calle Strand, atravesaban la zona de Whitehall hasta Westminster, o bien seguían por la calle Mall hacia el palacio real de Saint James para luego dar una vuelta por Piccadilly. Al menos una vez por semana, James proponía a su padre un itinerario u otro. ¿Le apetecía ir a Tyburn, donde la semana anterior habían ahorcado a un salteador de caminos? ¿Prefería los placenteros jardines de Ranelagh, o ir en barco a Greenwich, o, remontando la corriente, a Chelsea?

A John le causaba una gran emoción que su hijo quisiera compartir aquellas experiencias con él, y pese a que no se lo dijo nunca, aquél fue uno de los periodos más felices de su vida.

Curiosamente, fue Mercy la que comenzó a sentirse a disgusto.

Arthur Albion había invitado a los Master a cenar con diversos comerciantes, abogados y representantes del clero. Aunque también conocía a personas eruditas, escritores y artistas, había considerado con buen juicio que John Master no se moría de ganas de conversar sobre las cualidades del poeta Pope o incluso del novelista Fielding, o de conocer al formidable doctor Johnson, que estaba elaborando un gran diccionario a dos pasos de allí, en su casa de la calle Strand. Sí les presentó, en cambio, a diversos miembros del Parlamento, y hacia finales de septiembre ya habían asistido a cenas o recepciones en varias distinguidas casas. Había otra clase de personas, no obstante, con quien los Master aún no habían tenido trato alguno. Aquello iba a cambiar la primera semana de octubre.

—Querida, estamos invitados a casa de los Burlington —anunció John a Mercy un día.

Mercy había visto las grandes mansiones de Londres desde fuera. Todos los días pasaba delante de la enorme fachada de la casa de los Northumberland, situada en el Strand, y había como mínimo otra docena de destacadas residencias que le habían enseñado. Sabía que aquellas extensas propiedades, rodeadas de verjas y muros, pertenecían a la más alta nobleza de Inglaterra, pero puesto que algunos de aquellos edificios se prolongaban durante cien metros o más en el lado de la calle, había supuesto que contenían diversos centros de negocios, o tal vez oficinas gubernamentales, en torno a sus patios interiores.

Mientras se dirigían juntos en el carruaje de Albion a la recepción de esa noche, éste les explicó lo que iban a ver.

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