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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (27 page)

BOOK: Nueva York
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Tampoco parecía tener conciencia del efecto de su propia imagen. Era sólo una muchacha ordinaria, tirando a baja, con pelo rizado distribuido con una raya en el medio y ojos castaños bastante separados. Se tomaba las cosas tal como venían y estaba en paz consigo misma. Nunca había conocido a nadie como ella.

Había pasado un momento de sobresalto con Mercy.

—Me gusta leer —le había explicado la primera vez que la fue a visitar. A él le dio un vuelco el corazón. No fue, sin embargo, un libro de filosofía lo que le enseñó, sino el alegre
Almanack
de Benjamin Franklin, el impresor de Filadelfia. Hasta él era capaz de sumergirse con placer en aquel libro de relatos y chistes.

Durante meses la había considerado sólo una amiga, a la que acudía a ver a su casa con familiar desenvoltura. Si coincidían en casa de otra persona, charlaba con ella y apenas se daba cuenta de que había pasado más tiempo con Mercy que con los demás. Sus conversaciones nunca adoptaban un cariz romántico; hablaban de detalles cotidianos y de asuntos de negocios. Como sucedía en la mayoría de hogares cuáqueros, la habían educado con un espíritu de igualdad entre el hombre y la mujer y, en todo caso, demostraba unas buenas aptitudes para los negocios. Cuando le hacía preguntas sobre los barcos, lo comprendía todo enseguida. No coqueteaba con él, ni él con ella. No cuestionaba su manera de ser; parecía satisfecha aceptándolo tal como era. A su lado se encontraba a gusto, feliz.

En un par de ocasiones, le había dedicado una afectuosa sonrisa o le había rozado el hombro de una manera que podría haber dado pie a una reacción, pero ella siempre había optado por considerar aquellos gestos como muestras de amistad y nada más. A tenor de ello, había llegado incluso a pensar si no estaría queriendo mantenerlo a distancia.

En la historia de la cristiandad habían existido muchos predicadores carismáticos. Estas personas congregan a la gente en torno a sí aportándoles inspiración hasta promover un movimiento, y cada movimiento, a la manera de la crecida de un río, deja un fértil aluvión para las generaciones futuras.

John Master había oído hablar de los hermanos Wesley hacía unos años. Alentados por una intensa fe y el deseo de predicar, habían iniciado con algunos amigos de Oxford un movimiento evangélico en el seno de la Iglesia anglicana. En 1736, John Wesley llegó a las colinas americanas, a la ciudad de Savannah, Georgia, con intención de convertir a los indios americanos de la zona. Pese a que regresó un tanto decepcionado al cabo de un par de años, su amigo de Oxford George Whitefield asumió enseguida el relevo en Georgia. Mientras tanto, la misión evangélica de los Wesley fue arraigando poco a poco en Inglaterra. Los textos de sus sermones llegaron al otro lado del Atlántico, hasta Filadelfia, Boston y Nueva York. Algunos clérigos consideraban inapropiado el movimiento y aludían a aquellos celosos jóvenes con el despreciativo término de «metodistas». Las personas a quienes servían de inspiración sus fervientes predicaciones eran muchas, con todo.

En el verano de 1739, después de viajar a Inglaterra para consultar a los Wesley, George Whitefield regresó para propagar la palabra de Dios en todas las colonias americanas. El primer lugar donde se detuvo fue en Filadelfia.

—Es un hombre extraordinario ¿sabes? —le había comentado Mercy a John Master.

—¿Fuiste a oírlo predicar?

—Desde luego. Fui con Benjamin Franklin, que es amigo suyo. Si de algo puedes estar seguro —añadió con una sonrisa— es de que el señor Franklin no pierde ocasión de conocer a cualquier persona de renombre que pase un día en Filadelfia.

—¿Te impresionó?

—Mucho. Tiene una voz potente y un tono tan claro que aseguran que se le puede oír a más de un kilómetro de distancia… como a nuestro Señor en el sermón de la montaña, supongo. Y aunque usa las mismas palabras que los otros predicadores, tiene una manera de describir las escenas que uno siente como si las estuviera viendo directamente con sus propios ojos. Es muy emocionante. Habló al aire libre, ante miles de personas. Muchos asistentes quedaron conmovidos.

—¿También el señor Franklin?

—Antes de empezar, me dijo: «Whitefield es una buena persona, pero no le permitiré que me convenza como a un bobo. Me he sacado todo el dinero del bolsillo; así no sufriré la tentación de darle nada hasta que se me pase el arrebato».

—¿Franklin no le dio nada, entonces?

—Al contrario. El señor Whitefield estaba recaudando fondos para los huérfanos de Georgia, y al final del sermón, el señor Franklin estaba tan entusiasmado que me pidió dinero prestado para hacer una aportación. Luego me lo devolvió, por supuesto —puntualizó.

Whitefield había ido dos veces a Nueva York. Los anglicanos y los dómines de la iglesia reformista holandesa no le permitieron hablar en sus iglesias, pero un ministro presbiteriano le prestó su templo. También predicó en la calle, pero nadie prestó oídos a su mensaje. Cuando habló de la necesidad de cuidar bien de los esclavos, algunos pensaron que buscaba complicaciones. Después, el mes de noviembre anterior, volvió a la ciudad.

—¿No vas a ir a escucharlo? —preguntó Mercy.

—Me parece que no —respondió John.

—Me gustaría volver a verle predicar al aire libre —dijo ella—. Pero no puedo ir sola con todo ese gentío. Serías muy amable si me acompañaras —añadió, con un deje de reproche.

John no supo entonces cómo negarse.

En un frío día de otoño se fueron por la calle Broadway. Primero pasaron junto a la iglesia Trinity y la casa de reunión de los presbiterianos. Unas calles más allá se encontraba la casa de reunión de los cuáqueros. Un poco más lejos, en el lugar donde se desviaba hacia la derecha el antiguo camino indio, se extendía el gran espacio triangular del terreno comunal. Hacia allí afluía la gente, pese al frío. Al llegar, John y Mercy encontraron concentrada a una nutrida multitud.

En el centro del terreno comunal habían erigido un estrado de madera. Allí había gentes de toda condición: respetables comerciantes con sus familias, artesanos, aprendices, marineros, peones, esclavos. John calculó que había más de cinco mil personas, y el número crecía aún.

Pese a que tuvieron que esperar más de una hora y media, todos tuvieron un comportamiento ejemplar. Había un clima de gran expectación. Después, por fin vieron a un grupo de unas seis personas que se encaminaba al estrado. Luego una de ellas subió los escalones y se encaró a la multitud. John había esperado asistir a algún tipo de presentación, pero no hubo nada, ni tampoco himnos, ni oraciones. Proclamando con recia voz un pasaje de las escrituras, el predicador fue directo al grano.

George Whitefield vestía una sencilla sotana negra con alzacuello blanco y llevaba una larga peluca. Aun desde la distancia a la que se encontraban, John percibió que todavía no debía de haber cumplido los treinta años.

La confianza con que predicaba era, no obstante, extraordinaria. Relató la historia de Lázaro, que resucitó de entre los muertos. Recurrió a abundantes citas de las escrituras y otras autoridades, pero presentándolas de tal modo que resultaran fácilmente comprensibles. El público escuchaba con atención, respetuoso con sus conocimientos. A continuación describió gráficamente la escena, sin escatimar los detalles escabrosos. «Imaginad el cuerpo —les dijo—, no sólo muerto en la tumba, sino pestilente. Imaginad que vosotros mismos estabais allí». De nuevo, repasó los hechos de manera tan vívida que John Master tuvo la impresión de que hasta podía oler aquel cuerpo en descomposición.

«Y ahora meditad en el mensaje espiritual de ese episodio —los exhortó Whitefield—, no sólo en el milagro en sí». Porque ¿no era acaso Lázaro igual que todos ellos? Hundidos en la hedionda ciénaga del pecado y muertos a los ojos de Dios, a menos que dejaran que Cristo los resucitara de nuevo. Y John no pudo evitar pensar en su propio pasado disoluto y captar la profunda verdad emocional de las palabras del predicador.

A continuación, Whitefield los reprendió por sus pecados y por su pereza, por no volverle la espalda al mal. Detalló todas las objeciones posibles por las que un hombre podía no acudir a Dios y las fue respondiendo, una a una. Luego, tras dejar a los oyentes conmovidos, avergonzados y contritos, inició su exhortación.

—Venid —los alentó, elevando el tono—, dejad la senda del mal y acudid a Dios. Detente, oh pecador —tronó con poderosa voz, cargada de emoción—. Vuélvete, oh hombre infiel. No te demores, oye, no des ni un paso más por la misma senda. —La multitud estaba hechizada, cautivada—. ¡Adiós, lujuria —exclamó—, nunca más caminaré contigo! ¡Adiós, orgullo terrenal! ¡Ah, pensar que pueda haber en ti tal determinación! Dios la hará germinar con su poderosa mano, sí. —Su voz se elevaba a alturas de éxtasis y a su alrededor se elevaban las caras, algunas brillantes, otras con los ojos anegados de lágrimas—. El juez se halla ante la puerta. Aquel que debe venir, vendrá, sin tardanza. Ahora es el momento, la hora en que debéis tomar la senda de la salvación. Y todos reluciremos cual estrellas en el firmamento del reino celestial del padre, por los siglos de los siglos…

Si les hubiera pedido que hubieran ido con él en aquel momento, si les hubiera ordenado que se hincaran de rodillas, la mayoría lo habría hecho.

John Master tampoco pudo evitar que le aflorasen las lágrimas a los ojos y lo embargase una cálida oleada de emoción. Entonces al mirar a Mercy a su lado y al ver su rostro tan rebosante de bondad, imbuido de calma y certeza, le pareció que si lograba pasar con ella el resto de su vida, conocería un amor, una felicidad y una paz como no los había conocido nunca.

Fue en ese momento cuando decidió casarse con ella.

Sus padres le habían rogado que esperase antes de declararse. «Vale más que os conozcáis mejor, para estar seguros», le aconsejaron. Como sospechaban que las emociones suscitadas por el sermón de Whitefield habían tenido alguna incidencia en aquello, se alegraron cuando el evangelista abandonó a los pocos días la ciudad y aún les produjo mayor alegría que no regresara aquella primavera.

John, mientras tanto, siguió viendo a Mercy como de costumbre.

No obstante, pese a que él había evitado declararse, ella no dejó de percibir hacia la primavera que el creciente afecto que él le dispensaba podía desembocar en algo más que una simple amistad. Aquel cauto cortejo constituía para él una nueva experiencia. Hasta entonces sus relaciones con las mujeres habían sido en general directas, con un desenlace rápido en uno u otro sentido. Aquella evolución gradual, durante la cual pudo observarla y apreciar un poco más cada día sus cualidades lo condujo a un ámbito en el que nunca había estado.

Por Pascua, John estaba profundamente enamorado, y ella debía de haberse percatado. Sólo la turbulencia reinante en la ciudad lo había retenido para no declararle su amor. Eso y algo más: no estaba seguro de que ella le correspondiera.

Mercy Brewster no era tímida ni se andaba con disimulos, y él lo sabía. Aun así ignoraba lo que sentía por él. No le había dejado entrever nada. Lo único que percibía era que lo quería como a un amigo, y que había algo, no sabía qué, que la hacía dudar para no alentarlo. Él le había dado muestras de afecto, le había rozado la cintura con el brazo, le había dado castos besos y casi más que eso. No obstante, sin llegar a rechazar del todo aquellas insinuaciones, había habido una sutil renuencia, un discreto distanciamiento por su parte que era más que el mero decoro exigido por su educación cuáquera.

Había llegado el momento de esclarecer las cosas. Le había hecho saber que iba a visitarla aquella noche y que deseaba tener una entrevista en privado con ella, de manera que debía de prever sus intenciones. No sabía, con todo, qué reacción iba a tener.

No era de extrañar, pues, que debajo del chaleco de seda se hubiera puesto el cinturón de
wampum
, para que le diera suerte.

Mercy Brewster esperaba. Se había vestido con pulcritud y no se veía mal. Con aquello sería suficiente, resolvió.

Hacía tiempo que había hablado a sus padres de John Master. Al fin y al cabo, su padre tendría que conceder su permiso. Aunque abrigaba ciertas dudas sobre la moralidad del joven, el señor Brewster no estaba totalmente en contra de él. Su madre conocía a los padres de John y, aparte de su riqueza, de la que todo el mundo estaba al corriente, los tenía por personas respetables.

El hecho de que John Master se sintiera a gusto en compañía de Mercy Brewster tenía su explicación. Ella se había criado en una ciudad dotada de un discreto encanto; pese a que había sido fundada a finales del siglo XVII, Filadelfia gozaba de una situación tan privilegiada para abastecer a los mercados del sur y tenía tan buena disposición para acoger a los recién llegados pertenecientes a diferentes credos y naciones, que ya había superado en tamaño a Boston y Nueva York. Era un lugar propicio a la tolerancia, tal vez porque a diferencia de Massachusetts, que tenía un territorio plagado de piedras, Filadelfia estaba rodeada de fértiles terrenos de pasto. La religión también había tenido su influencia. Los cuáqueros, tan prominentes en aquella ciudad, eran de naturaleza afable, tendentes a circunscribir sus creencias a la intimidad, al contrario de los rigurosos puritanos que habían fundado Boston, que siempre se consideraban en la obligación de juzgar y poner orden en las vidas de los otros.

Si un habitante de Filadelfia era aficionado a leer, nadie le ponía objeción a ello, siempre y cuando no pretendiera imponer sus lecturas a los demás. Un exceso de erudición, un exceso de logros, un exceso de triunfos, o de cualquier cosa capaz de enturbiar la frondosa y apacible comodidad de sus frondosos prados y amplios valles, resultaba desde el principio repulsiva en la alegre Filadelfia. Que John Master supiera dedicarse a sus negocios, procediera de una buena familia y fuera una persona afable era más que suficiente para una bonita chica de Filadelfia.

John Master se equivocaba en algo: creía que Mercy no se había dado cuenta de que él parecía un dios griego. ¡Por supuesto que lo había advertido! La primera vez que hablaron, Mercy tuvo que recurrir a su sensata educación cuáquera para mantener la compostura. «Debo ver al hombre que hay en el interior y no la apariencia externa», tuvo que recordarse repetidas veces a sí misma. Pero ¿cómo era posible, se preguntaba, que aquel ser de divina apostura quisiera estar con una persona tan insulsa como ella? Durante bastante tiempo había dado por sentado que la veía como a una inofensiva amiga. Nadie podía suponer que fueran otras sus intenciones. El par de veces en que había efectuado alguna insinuación, ella pensó si no estaría jugando con ella. No obstante, cuando resultó evidente que sus sentimientos podían ser profundos, Mercy Brewster mantuvo aún sus reticencias.

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