E
l chico se movía con cautela. Era una tarde de mayo. Las sombras se abatían sobre el mundo y ningún lugar era seguro, ninguna calle ni ninguna casa. De haber sabido cuál era la situación cuando llegó habría obrado de otro modo, pero sólo lo había averiguado hacía una hora, por boca de un esclavo de una taberna.
—En Nueva York no hay ningún sitio seguro para un negro en este momento. Ten cuidado.
Tenía quince años y, tal como iban las cosas, aquél iba a ser el peor año de su vida. Todo se empezó a torcer cuando tenía diez. Entonces fue cuando murió su padre y su madre entabló relaciones con otro hombre con el que se marchó junto con sus hermanos. Ni siquiera sabía dónde se encontraban ahora. Él se quedó con su abuelo en Nueva York, donde el anciano regentaba una taberna frecuentada por los marineros. Se llevaba bien con su abuelo. Ambos amaban el puerto, los barcos y todo lo relacionado con el mar. Quizás el destino había guiado su andadura en el momento de su nacimiento, cuando sus padres le pusieron el mismo nombre que el anciano: Hudson.
El destino se mostró, sin embargo, muy cruel ese año. El invierno había sido más frío de lo que nadie recordaba. Hasta el agua del puerto se había helado. El último día de enero, a la taberna llegó un joven que había cruzado patinando el río helado desde un pueblo situado a cien kilómetros, para cumplir una apuesta. Todos los clientes de la taberna lo invitaron a tomar algo. Aquél fue un día alegre, pero después no hubo otros. El tiempo empeoró aún más. La comida empezó a escasear y su abuelo enfermó.
Después su abuelo murió, dejándolo solo en el mundo. No hubo un gran funeral familiar para él; los muertos se enterraban sin pompa ese invierno. Algunos vecinos y clientes de la taberna acudieron al velatorio. Luego llegó el momento de plantearse qué iba hacer.
Aquella decisión, al menos, fue fácil. Su abuelo ya le había hablado de ello antes de morir. A su edad era inútil tratar de regentar una taberna. Además, él sabía lo que quería.
—¿Quieres ir a navegar? —había dicho, suspirando, el anciano—. Bueno, reconozco que yo también quería lo mismo a tu edad. —Luego le dio el nombre de dos capitanes de barco—. Ellos me conocen. No tienes más que decirles quién eres y te tratarán bien.
Allí fue donde cometió el gran error. Se dejó llevar por la impaciencia. No tardó en liquidar el negocio de la taberna, ya que el local era alquilado. Y puesto que no había nada más que lo retuviera en la ciudad, cuando el tiempo cambió a comienzos de marzo quiso partir. Su abuelo había guardado sus modestos ahorros y unos cuantos objetos de valor en un pequeño cofre, que Hudson llevó para que se lo guardara al mejor amigo del anciano, un panadero que vivía cerca de la taberna. Después de aquello se consideró libre.
Como ninguno de los capitanes que conocía su abuelo estaban en el puerto, se embarcó con otro, cuyo barco zarpó de Nueva York el 17 de ese mes, día de San Patricio. El viaje se desarrolló sin percances. Después de llegar a Jamaica, vendieron el cargamento e iniciaron el trayecto de regreso pasando por las islas Leeward. Entonces hubo que efectuar unas reparaciones en el barco. Después de recibir su paga, lo aceptó otro armador para subir bordeando la costa con destino a Nueva York y a Boston.
En aquel navío recibió una buena lección. El capitán era un borracho inútil. El barco estuvo a punto de naufragar en dos ocasiones en medio de la tormenta incluso antes de que llegasen a Chesapeake. Pese a que la tripulación no iba a recibir su paga hasta llegar a Boston, mucho antes de arribar a Nueva York, él ya había decidido renunciar a ella y abandonar el barco. Contando con la paga del viaje anterior, calculó que podría quedarse en Nueva York hasta que apareciera uno de los dos capitanes amigos de su abuelo.
Esa mañana se había ido discretamente del barco. Lo único que debía hacer era evitar los muelles durante unos días hasta que zarpase con su borracho capitán a bordo. Aunque era negro, era un hombre libre, pese a todo.
A media tarde fue a la tienda del panadero. Allí encontró al hijo de éste, un chico más o menos de su edad, que lo miró de una manera extraña. Entonces preguntó por el panadero.
—Murió hace un mes. Mamá se ocupa ahora del negocio.
Después de expresar sus condolencias, Hudson explicó que había ido a buscar su cofre.
—No sé nada de ningún cofre —contestó el chico encogiéndose los hombros.
Con la sensación de que el muchacho le mentía, preguntó dónde estaba la viuda del panadero. No iba a volver hasta el día siguiente. «¿Y no podría él ir buscar el cofre?», preguntó. «No», fue la respuesta. Y a continuación se produjo algo extrañísimo. Aunque nunca había sido especialmente amigo del panadero, se conocían casi desde siempre. Pese a ello, el muchacho la emprendió de repente contra él, como si aquel pasado no hubiera existido nunca.
—Yo de ti me andaría con cuidado, negro —le espetó con agresividad. Después le indicó la puerta con un gesto. Hudson aún no había salido de su estupor cuando entró en la taberna y conoció al esclavo que le había explicado lo que sucedía.
Lo mejor habría sido volver al puerto, pero no quería toparse con el capitán, que sin duda ya estaría buscándolo. En el peor de los casos, podía salir de la ciudad y dormir al raso. No le apetecía hacer eso, sin embargo. La idea de que la familia del panadero pudiera haberle robado su dinero lo tenía bastante preocupado.
Por todo ello avanzaba con cautela por las calles de la ciudad.
Los conflictos se habían iniciado el 18 de marzo. En la casa del gobernador se declaró un misterioso incendio y el fuerte se quemó totalmente. Nadie sabía quién había prendido el fuego. Exactamente una semana después se produjo otro incendio. Al cabo de siete días, el almacén de Zant fue pasto de las llamas.
Eran incendios provocados, por supuesto. Pero ¿con qué objetivo? También había habido que lamentar robos. ¿Se dedicaban las bandas de rateros a prender fuego para provocar una distracción y así poder robar mejor? ¿O serían los papistas los que estaban detrás de aquello? Los británicos volvían a estar en guerra con la católica España, y buena parte de la guarnición del fuerte había sido enviada a atacar Cuba. ¿Acaso los jesuitas españoles pretendían provocar el caos en las colonias británicas? En cualquier caso, los incendios se seguían multiplicando.
Y entonces atraparon a un esclavo negro llamado Cufee, que huía de uno de ellos.
El trasfondo era una revuelta de esclavos, el terror de todo colono propietario de éstos. La ciudad había vivido una en el año 1712 que, aunque había sido sofocada sin demora, había sido terrorífica mientras duró. Últimamente se habían producido revueltas en las plantaciones de las Indias Occidentales y en Carolina, y el año anterior las turbas de esclavos habían intentado quemar la ciudad de Charleston.
Por ello, cuando el secretario municipal se hizo cargo de la investigación, las sospechas pronto se centraron en los negros. No tardó mucho en localizar una sórdida taberna, regentada por un irlandés y frecuentada por negros, con fama de ser el escenario de compraventa de mercancías robadas. La prostituta de la taberna pronto se decidió a hablar. Como le habían ofrecido dinero por el testimonio, la mujer no tuvo inconveniente en procurárselo.
Había un sencillo método para hacer confesar a los esclavos: preparar una hoguera en un lugar público, poner al negro en ella, prender fuego y hacerle preguntas. Muchos esclavos fueron acusados e interrogados de ese modo, incluso los de personas respetables. Dos de ellos, uno de los cuales pertenecía al carnicero John Roosevelt, proporcionaron las confesiones deseadas al verse sometidos a la amenaza del fuego y, con la esperanza de escapar en el último momento, comenzaron a denunciar a su prójimo. De esta manera, en un abrir y cerrar de ojos, obtuvieron una lista de cincuenta nombres. El secretario les habría perdonado la vida por tan útil información, pero la multitud dio rienda suelta a sus instintos básicos, amenazando con provocar disturbios por su parte si no se les permitía ver achicharrarse a aquellos negros.
Ahora que se había iniciado el proceso judicial, las acusaciones llovían por doquier. A todo negro a quien se viera hacer algo remotamente sospechoso lo metían en la cárcel. A finales de mayo, casi la mitad de los varones negros de la ciudad se encontraban entre barrotes, a la espera de ser juzgados por algo.
John Master observaba pensativo el cinturón indio. Siempre le había gustado aquel cinturón, ya desde pequeño. «El último deseo expresado por mi abuelo Van Dyck antes de morir fue que yo tuviera este cinturón —le había explicado muchas veces su padre—. Para él tenía un gran valor». Por eso cuando su padre se lo entregó a él el día en que cumplió veintiún años, diciéndole «Ojalá te traiga suerte», John sintió una gran emoción. Desde entonces lo mantenía a buen recaudo en su gran armario de madera de roble, de donde de vez en cuando lo sacaba para contemplar los bonitos motivos formados por las conchas de
wampum
, aunque casi nunca se lo ponía. Aquella noche, en cambio, era una ocasión especial, y se lo colocó con la esperanza de que le trajera suerte.
Esa noche iba a pedir la mano de Mercy Brewster.
John Master había experimentado una transformación considerable en aquellos últimos cinco años. Seguía siendo bien parecido, pero se había vuelto más ancho y fornido. Y ya no se consideraba un inútil. La visita de sus primos de Boston había actuado como un punto de inflexión en su vida. La mañana posterior al humillante incidente acaecido con Kate había sido la única ocasión en que había visto realmente enfadado a su padre, y aquello le había servido de acicate. Había quedado tan conmocionado que había hecho lo posible por dar lo mejor de sí. Con renovada determinación, se aplicó en la única área para la que parecía poseer un talento especial y trabajó duro, como nunca lo había hecho antes, en el negocio familiar.
Su padre se quedó atónito, y también maravillado. La entrega del cinturón de
wampum
fue una forma de expresarle la fe que tenía en él. John había perseverado y había ido cobrando fuerza, y en aquel momento estaba considerado como un consumado comerciante. Él era, no obstante, consciente de su punto débil: sabía que su cerebro tendía a la pereza y que tenía que medir la cantidad de alcohol que bebía. Por otro lado, al reconocer sus propios defectos, era capaz de aceptar sin reparos los de los demás. John Master había llegado a proyectar sobre la naturaleza humana una mirada abierta y equilibrada.
Habían corrido rumores de que iba a emprender una carrera política. Él no tenía gran interés por ello, sin embargo, ya que había aprendido mucho observando el desarrollo que había tenido en los últimos tiempos la vida en la ciudad.
Después del juicio contra Zenger, el venal gobernador Cosby falleció y se promovió un movimiento de reforma del gobierno de la ciudad. A los cargos accedieron nuevas personas, pequeños comerciantes y menestrales, gentes del pueblo. Cabía pensar que el régimen corrupto había quedado relegado al pasado, pero no fue así. En poco tiempo, la mayoría de los recién llegados quedaron corrompidos por medio de altos cargos, elevados salarios y la posibilidad de acceso a la riqueza. En Nueva York, como en Londres, parecía que la sentencia del antiguo primer ministro británico conservaba vigencia: «Todo hombre tiene un precio».
—Yo seguiré dedicándome a ganar dinero como un honrado rufián —le decía John cordialmente a su padre.
Esa noche, caminando con un bastón con contera de plata en una mano, presentaba la perfecta imagen del ciudadano respetable. Aunque las calles podían ser peligrosas de noche, no sentía inquietud. No eran muchos los maleantes que se atrevieran a emprenderla con él.
En cuanto a la conspiración de los negros, él no le daba el menor crédito. Conocía a todos los propietarios de tabernas de la ciudad, y el individuo acusado era el peor canalla de todos. Era del todo posible que hubiera provocado los incendios y que hubiera congregado a una banda de criados descontentos y otros individuos que trabajaban para él. Pero aparte de eso, John Master no creía nada más. La prostituta diría cualquier cosa con tal de que le pagaran. En cuanto a los esclavos que habían comenzado a dar nombres cuando les habían acercado el fuego a los pies, su testimonio no valía nada. Todo el mundo diría lo que fuera sometido a tortura. Él había visto cómo el secretario municipal anotaba con avidez los nombres que proferían a gritos y sólo había sentido asco. Todo el mundo sabía lo que había sucedido en los juicios de las Brujas de Salem, en Massachusetts, un siglo atrás. En su opinión, lo único que podía traer aquel tipo de procesos era una inacabable ristra de acusaciones, ejecuciones y tragedias absurdas. Sólo cabía esperar que aquello acabara lo antes posible.
Menos mal que aquella noche tenía otras cosas más alegres en que pensar.
Cuando le anunció a su padre que quería casarse con Mercy Brewster, éste reaccionó con asombro.
—¿La chica cuáquera? ¿Estás seguro? Pero, por el amor de Dios ¿por qué?
Su madre, por otro lado, se mostró muy dubitativa.
—No me parece, Johnny, que vayáis a ser felices juntos.
John Master se conocía, sin embargo, a sí mismo y sabía que sus padres se equivocaban por completo.
—En realidad no es cuáquera —les dijo.
Cuando la conoció, también él pensó que lo era. Era cierto que había llegado hacía poco de Filadelfia con su familia y que hablaba un poco como los cuáqueros, pero pronto se enteró de que aunque su padre había sido anteriormente cuáquero, lo habían expulsado de la congregación por haberse casado con una mujer que era miembro de la Iglesia anglicana. En ese momento no pertenecía a ninguna congregación. De todas maneras, pese a que permitía que su esposa llevara a sus hijos a la iglesia anglicana, insistía para que en casa mantuvieran las costumbres cuáqueras por las que aún sentía gran apego.
—Estáis hablando con una cuáquera casi de pies a cabeza —le había dicho Mercy con una sonrisa—. En Filadelfia hay muchas familias como la nuestra. Allí no nos causan incomodidad las ideas.
Lo primero que había advertido John era que aquella muchacha cuáquera no prestaba atención a su apariencia, lo cual no era muy frecuente entre las chicas. Desde que le sonreía la fortuna, su anterior timidez con las jóvenes de su clase se había disipado. Cuando entraba en una sala, la mayoría de las mujeres centraban las miradas en él. Algunas jóvenes se ruborizaban cuando lo conocían. Mercy Brewster no se inmutó, sin embargo. Lo miró tranquilamente a los ojos y le habló con naturalidad.