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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (25 page)

BOOK: Nueva York
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—Inocente, Señoría —anunció con voz firme.

El juez elevó la mirada al cielo mientras los asistentes daban rienda suelta a su alborozo.

Eliot Master estaba tan contento cuando abandonaron la sala que Kate enlazó el brazo con el suyo, en un gesto de familiaridad que normalmente no se habría atrevido a proponer y que esa vez fue aceptado.

—Éste ha sido un día importante en nuestra historia —afirmó su padre—. Me alegra que hayas estado aquí para verlo, Kate. Creo que mañana podemos regresar tranquilamente a Boston. La verdad es que sólo lamento una cosa —añadió.

—¿Qué es, padre?

—Que esta noche tengamos que cenar con nuestros primos.

El joven John Master torció por la calle Broadway. Allí se cruzó con varias personas conocidas, a las que apenas saludó con un parco ademán antes de volver a pegar la vista en el suelo. Al pasar junto a la iglesia Trinity, elevó la mirada y tuvo la impresión de que el airoso campanario anglicano lo observaba con desprecio. Lamentó no haber elegido otra calle.

No necesitaba que le recordaran que no valía para nada.

El estirado abogado de Boston lo había dejado bien claro el día anterior. De manera educada, por supuesto. Cuando se había enterado de que había leído
Robinson Crusoe
, su condescendiente respuesta «Ah bueno, no está mal» había sido muy explícita. Aquel hombre creía que era un idiota, y él ya estaba acostumbrado a eso. El vicario de su iglesia, el director de su colegio, todos eran iguales.

Su padre siempre lo había dejado trabajar en el negocio y disfrutar de la compañía de los marineros, con quienes se sentía a gusto. Él lo hacía sólo porque era bueno y porque lo aceptaba tal como era. Pero tanto su padre como sus profesores se habrían llevado una sorpresa de haber sabido que, a veces, John había tratado de estudiar en secreto. De nada había servido, sin embargo. Por más que mirase el libro, las palabras brotaban de la página como una mancha carente de sentido. Entonces se revolvía, lanzaba una ojeada hacia la ventana y volvía a mirar la página, pero por más que lo intentaba, no retenía nada. Incluso cuando sólo leía unas cuantas páginas, después descubría que no recordaba nada.

Tampoco era que su padre fuese un erudito, ni mucho menos. John había visto cómo disimulaba cuando el abogado de Boston y su hija hablaban de filósofos y cuestiones por el estilo. Pero al menos sabía salir del apuro. Y hasta él se sintió molesto cuando tuvo que reconocer que no había oído hablar del
Catón
de Addison. El tono de reproche perceptible en su voz le había producido un tremendo sentimiento de vergüenza.

Tampoco era como si aquella gente de Boston perteneciera a otro mundo. En ese caso no podía decir: «Son abogados, ministros de Dios, personas que no tienen nada que ver con una familia como la nuestra». Aquellas personas eran allegados suyos, primos cercanos. Kate era una muchacha de su edad. ¿Qué debían de pensar de sus parientes de Nueva York?

Seguro que no sólo los consideraban estúpidos e ignorantes, sino también vulgares contrabandistas. Sí, él mismo había sido tan idiota como para soltarlo, con lo que no había hecho más que aumentar el embarazo de su padre.

El peor momento, con todo, el que todavía lo llenaba de bochorno al recordarlo, era el que había pasado con la muchacha.

La verdad era que aunque estaba bastante acostumbrado al trato con las chicas que conocía con los marineros, siempre había sido algo tímido con las jóvenes de las familias de su misma clase. Todas sabían que en el colegio sacaba malas notas. Además, no tenía apenas modales. Incluso con su fortuna, no estaba considerado como un gran partido, y el hecho de saberlo le hacía rehuir aún más la compañía de las muchachas distinguidas.

Aquella joven de Boston era, sin embargo, distinta. Se había dado cuenta de inmediato. Aunque era guapa, no era pretenciosa. Era amable y sencilla. Había advertido con agradecimiento los esfuerzos que realizaba para hacerle superar su timidez, y aunque no hubiera leído los libros que ella conocía, le había impresionado la manera como hablaba con su padre y el afecto que dispensaba al abogado. Ella era seguramente el tipo de mujer que un día le gustaría tener como esposa. Mientras hablaban, incluso pensó si sería posible concebir esperanzas de poder casarse con alguien como ella. Era su prima segunda; aquello ya suponía un lazo entre ellos. La simple idea le suscitaba un curioso entusiasmo. ¿Podría ser que, pese a su tosquedad, le gustara a Kate? Sin que se diese cuenta, la había estado observando con gran atención. Cada vez que la conversación ponía de manifiesto su ignorancia, se decía que era una insensatez pensar siquiera en ella. No obstante, cada vez que Kate lo trataba con amabilidad, se renovaba su esperanza.

Hasta que ella se rio de él. Sabía que no lo había hecho a propósito, y eso lo volvía más horroroso aún. «¿Aero qué?» había preguntado; sin quererlo, ella había estallado en carcajadas. No podía reprochárselo. Se había puesto en evidencia hasta el fondo. Desde su punto de vista, nunca podría pasar de ser un zoquete. Y tenía razón: eso era él. No tenía remedio.

Estaba previsto que fueran a cenar esa noche a su casa, y su padre le había dicho que no llegara tarde.

En la esquina de la calle, había una taberna. Entró en ella.

La cena se inició en un ambiente festivo. En la ciudad entera reinaba un clima de alborozo. El impresor Zenger había quedado en libertad y Hamilton era el paladín de la ciudad. Esa misma tarde se originó un dicho que seguiría repitiéndose a lo largo de las generaciones venideras: «Si estás en un apuro, búscate un abogado de Filadelfia».

Dirk Master había sacado su mejor vino y Eliot, que estaba de un inmejorable humor, lo bebió sin reparos. En la mesa y el aparador se acumulaban en generosa cantidad las ostras, almejas horneadas, jamones asados, fiambres, dulces y otros manjares. La señora Master se mostró menos reservada que la vez anterior. Aunque no era aficionada a la literatura, descubrió que, al igual que ella, Kate era una ávida lectora de novelas populares femeninas, lo cual les procuró tema de conversación.

Sólo había una cuestión desconcertante, y era la inexplicable ausencia del joven John Master.

Kate había pensado mucho en aquel segundo encuentro. Había lamentado mucho su espontáneo arranque de risa de la última vez, que, además de hiriente, había sido grosero. A ella la habían educado en la convicción de que, por más lamentable que fuera un error, siempre había forma de corregirlo. Por ello estaba decidida no sólo a causar una mejor impresión, sino a enmendar su comportamiento. Antes de salir había pasado una hora preparándose. Había ensayado temas de conversación que pensaba que podrían gustarle a él; se había esforzado mucho en encontrar lo que podía decir para superar la mala imagen que debía haberse formado de ella; y se había puesto un sencillo vestido de cuadros marrones y blancos que le sentaba muy bien.

Ella misma estaba sorprendida de constatar que apenas veía inconveniente en la falta de conocimientos de John Master. No era sólo porque tuviera una apariencia de deidad griega, aunque también debía reconocer, con cierto regocijo, que era un punto a su favor. Él poseía algo más, una fuerza interior y una honradez que ella creía atisbar, y también una inteligencia… distinta de la de su padre, pero no despreciable. Aparte, había algo que le resultaba extrañamente conmovedor y atractivo: el dios griego era vulnerable.

Desde que llegaron había estado esperándolo. Advertía que también el padre del muchacho estaba algo perplejo, pendiente de su aparición. Cuando se sentaron a comer, se aventuró a preguntarle si su hijo estaría presente en la cena.

—No tardará en llegar, señorita Kate —repuso, con un asomo de incomodidad, su anfitrión—. No entiendo dónde se debe de haber metido ese chico.

Lo cierto fue que ya habían retirado el pescado y también la carne, y él no se había presentado aún. Quizá fuera la esperanza de volver a verlo, más que la educación, lo que la impulsó a decirle a su anfitrión que esperaba que él y su familia fueran a visitarlos pronto a Boston.

Eran raras las ocasiones en que su padre perdía la compostura. La expresión de horror que alteró su semblante duró tan sólo un segundo. No obstante, fue perceptible para todos. Pese a que enseguida quiso enmendar el desliz, ya era demasiado tarde.

—¡Ah, sí! —exclamó con entusiasmo—. Tenéis que venir a cenar a nuestra casa. Venid a vernos cuando vayáis a Boston.

—Sois muy amable —repuso con cierta sequedad su primo neoyorquino.

—Aguardaremos… —se apresuró a insistir Eliot.

No le dio tiempo a revelar qué iba a aguardar, porque en aquel momento se abrió la puerta y el joven John Master entró tambaleándose en la sala.

Estaba impresentable. Si su camisa hubiera estado igual de blanca que su cara, habría sido mejor, pero estaba sucísima. Tenía el pelo revuelto. Con los ojos vidriosos observaba la escena, tratando de enfocar la imagen. Balanceaba el cuerpo con equilibrio incierto y parecía empapado.

—Por todos los demonios… —estalló su padre.

—Buenas noches —saludó sin dar muestras de haberlo oído—. ¿Llego tarde?

Incluso desde el umbral, resultaba perceptible el olor a cerveza rancia prendido a su aliento y a la camisa.

—¡Afuera! Apartaos de nuestra vista, señor —gritó el comerciante.

John siguió allí, como si no lo hubiera oído.

—Ah. —Entonces posó la vista en Kate, que, puesto que lo tenía detrás, se había vuelto para mirarlo—. Señorita Kate. —Asintió para sí—. Mi prima. La hermosa, hermosísima señorita Kate.

—¿Señor? —contestó ella, sin saber qué convenía decir.

De todos modos, era ocioso preocuparse por ello, porque su primo actuaba sólo con ímpetu propio. Después de dar un paso, estuvo a punto de caerse y, tras enderezarse, se precipitó contra el respaldo de su silla, a la que se aferró un momento mientras inclinaba la cabeza sobre su hombro.

—Qué vestido más bonito, prima —exclamó—. Estáis muy bella esta noche. Siempre lo estáis. Mi hermosa prima Kate. Os beso la mano.

Entonces adelantó la mano sobre su hombro tratando de tomarle la suya, y en ese preciso instante, vomitó. Devolvió sobre su pelo, su hombro, su brazo y sobre todo el vestido de cuadros marrones y blancos.

Aun seguía vomitando un momento después, cuando su encolerizado padre lo sacó de la sala, dejando tras de sí una incómoda y confusa escena.

En una luminosa mañana, algo más fresca que los días anteriores, Kate y su padre emprendían viaje en un pequeño carruaje por la carretera de Boston. Tras ellos sonaba el retumbo de los cañones. Tanto si le gustaba a su gobernador como si no, los habitantes de Nueva York dispensaban aquel homenaje de despedida a Andrew Hamilton, que partía en otra dirección, rumbo a Filadelfia.

—Ajá —se felicitó su padre—, un saludo bien merecido. Este viaje ha valido la pena, Kate, pese al desafortunado incidente de anoche. Lamento mucho, hija, que tuvieras que sufrir tan bochornoso trance.

—No me importa, padre —respondió—. Otras veces he visto vomitar a mis hermanos.

—No de esa forma —objetó él con firmeza.

—Es joven, padre. Me parece que es tímido.

—Bah —exclamó su padre.

—A mí no me desagrada —afirmó—. De hecho…

—No hay ninguna razón —le atajó su padre— para que tengamos que volver a ver a esa gente.

Y puesto que Boston quedaba lejos y su padre controlaba su destino, supo que nunca más en toda su vida volvería a ver a su primo John.

Mientras las salvas resonaban en el puerto de Nueva York y el viejo Andrew Hamilton abandonaba la ciudad, sus habitantes se regocijaban no sólo por su triunfo frente a un gobernador venal, sino por algo más profundo. Eliot Master había efectuado una atinada afirmación. El juicio contra Zenger no sólo modificaría la ley de libelo, sino que actuaría como una advertencia ante futuros gobernadores de que los ciudadanos de Nueva York y de cualquier otra ciudad de las colonias americanas pensaban ejercer lo que, sin ser filósofos, consideraban su derecho natural a decir y escribir lo que quisieran. Aquel proceso quedó como un hito en la historia de Estados Unidos, y ya en aquel momento la gente tuvo conciencia de su relevancia.

Los derechos en los que creía Eliot Master —los mismos a que había apelado Andrew Hamilton y que había aplicado el jurado— provenían del derecho consuetudinario de Inglaterra. Habían sido los ingleses, como caso único en Europa, quienes habían ejecutado a su Rey por ser un tirano; había sido un gran poeta inglés, Milton, quien había trazado la definición de la libertad de prensa; había sido un filósofo inglés, Locke, quien había desgranado argumentos para demostrar la existencia de unos derechos naturales del hombre. Los ciudadanos que dispararon los cañonazos sabían que eran británicos y estaban orgullosos de ello.

No obstante, en su alegación ante el jurado, el anciano Hamilton había hecho hincapié en otra cuestión que era de su agrado: una antigua ley que podía haber sido buena tiempo atrás en Inglaterra podía resultar mala siglos después en América. Pese a que nadie había reparado concretamente en aquella aseveración, la idea había quedado sembrada y pronto arraigaría y se propagaría en la inmensidad del territorio americano.

La muchacha de Filadelfia

1741

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