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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (22 page)

BOOK: Nueva York
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Por eso el juicio que iba a celebrarse al día siguiente tenía tanta importancia.

Los dos hombres caminaban juntos al lado de la carretera. El que vestía una chaqueta marrón abotonada de arriba abajo parecía incómodo. Quizá se debiera sólo al calor, o quizás había algo que le causaba inquietud.

El señor Eliot Master de Boston era un buen hombre que se ocupaba de sus hijos. También era un prudente abogado. Sonreía, desde luego, cuando era apropiado, y hasta reía cuando lo reclamaba la ocasión, aunque no de forma ruidosa ni tampoco prolongada. Por ello era bastante insólito preocuparse porque pudiera haber cometido un terrible error.

Aunque acababa de conocer a su primo de Nueva York, Dirk Master, éste ya había despertado reticencias en él. Siempre había sabido que sus abuelos respectivos, Eliot y Tom, habían tomado rumbos divergentes. Los Master de Boston nunca habían tenido ningún contacto con los Master de Nueva York. Aun así, ante la perspectiva de visitar Nueva York, Eliot había pensado si no habría transcurrido un tiempo suficiente que permitiera reanudar las relaciones. Antes de escribir a su pariente, no obstante, había efectuado algunas pesquisas sobre aquella gente y averiguado que el comerciante era un hombre rico. Lo vivió como un alivio, porque le habría causado una decepción saber que tenía un pariente a quien no le iban bien las cosas. Lo de su carácter, en cambio, estaba por ver.

Como era un día caluroso, el comerciante vestía una sobria chaqueta de material ligero. El chaleco de seda que llevaba debajo había causado, sin embargo, un sobresalto al abogado; era demasiado abigarrado. Su peluquín era demasiado extravagante y el nudo de la corbata estaba demasiado flojo. ¿Serían aquellos detalles indicio de un carácter falto de gravedad? Pese a que su pariente lo había invitado con calurosos términos a quedarse en su casa mientras asistía al juicio que iba a celebrarse en Nueva York, Eliot Master había preferido alojarse con un responsable abogado al que conocía, y al ver el chaleco de seda de su primo, había considerado que había acertado en su decisión.

Nadie habría adivinado que eran primos. Dirk era corpulento y rubio, con una dentadura prominente y un aire de cordial confianza. Eliot tenía una estatura mediana, pelo castaño, cara ancha y era muy serio.

En Boston, la familia Master vivía en Purchase Street. Eliot era diácono de la iglesia de la Antigua Congregación del Sur y miembro de la junta de control de la ciudad. Estaba familiarizado con los negocios. No podía ser de otro modo, viviendo como vivía entre los muelles y molinos de agua de Boston. El hermano de su esposa era fabricante de cerveza, dueño de una sólida y floreciente empresa, por fortuna. No obstante, en su condición de graduado de la facultad Latina de Boston y de la Universidad de Harvard, lo que Eliot valoraba más era la cultura y la base moral de las personas.

No estaba muy seguro de que su primo de Nueva York poseyera ni una ni otra.

Pese a que era un hombre prudente, Eliot Master estaba dispuesto a defender sus principios. En lo tocante a la esclavitud, por ejemplo, era tajante. «La esclavitud no está bien», les decía a sus hijos. El hecho de que, incluso en Boston, en torno a una de cada diez personas fuera para entonces un esclavo no cambiaba para nada las cosas desde su punto de vista. En su casa no había ninguno. A diferencia de muchos rígidos bostonianos de las generaciones precedentes, él toleraba la libertad de religión, siempre y cuando ésta fuera protestante. Por encima de todo, y en eso coincidía con sus antepasados puritanos, mantenía la vigilancia ante cualquier iniciativa de carácter tiránico por parte del Rey. Ése era el motivo por el que se encontraba en Nueva York, para presenciar el juicio.

Su primo había tenido un detalle correcto invitándolos a cenar a él y a su hija esa noche y también había sido útil que, mientras Kate descansaba en su alojamiento, Dirk le enseñara la ciudad. El comerciante estaba sin duda bien informado, y saltaba a la vista el orgullo que sentía por su ciudad. Después de pasear por Broadway y admirar la iglesia Trinity, habían seguido la carretera del norte, que seguía el trazado del antiguo camino indio, hasta llegar a las proximidades del viejo estanque.

—Los terrenos del lado este eran sólo pantanos hace un par de años —le explicó el comerciante—, pero mi amigo Roosevelt los compró y no hay más que verlos ahora.

La zona había sido desecada y acondicionada con un pulcro trazado de calles. Aquella urbanización resultaba impresionante, según comentó el abogado, dada la mala racha que había sufrido el comercio en Nueva York.

—El comercio pasa malos momentos —reconoció su primo—. Los propietarios de las plantaciones de azúcar de las Indias Occidentales pecaron de codiciosos excediéndose en la producción. Muchos se han arruinado y nuestra actividad, que en gran medida consiste en suministrarles productos a ellos, ha sufrido un duro golpe. Y para colmo, esos condenados individuos de Filadelfia venden harina a unos precios inferiores a los que podemos permitirnos nosotros. —Sacudió la cabeza—. Es una pena.

Dado que Nueva York había arrebatado a Boston la capitalidad del comercio hacía medio siglo, el bostoniano no pudo reprimir un asomo de sonrisa al comprobar las dificultades presentes de los neoyorquinos.

—¿Todavía os van bien los negocios, no? —se interesó.

—Yo trato diferentes sectores —respondió su primo—. El comercio de esclavos todavía funciona bien.

Eliot Master guardó silencio.

En el trayecto de regreso, al pasar junto a Mill Street, Dirk Master señaló un edificio.

—Es la sinagoga —precisó tranquilamente—. No está mal la construcción. Tienen dos comunidades, como sabréis: los sefardíes, que llegaron aquí procedentes de Brasil y son bastante corteses, y los askenazis, germánicos y no tan corteses pero más numerosos. Lo que hacen es elegir un askenazi como presidente de la congregación, pero los servicios son sefardíes. Sabrá Dios si los alemanes los entienden. Es realmente gracioso ¿no os parece?

—Yo no creo que la religión de una persona sea motivo de risa —declaró el abogado.

—No, por supuesto que no. No era eso a lo que me refería.

Era posible que no. De todas maneras, el bostoniano creía detectar en los modales del comerciante un asomo de laxitud moral, lo cual confirmaba que habían sido correctas las reticencias inspiradas por la visión del chaleco de seda.

Estaban a punto de despedirse cuando Dirk Master se detuvo de repente y señaló algo.

—Allí está —exclamó. Al ver la expresión de desconcierto de Eliot, sonrió—. Ese joven demonio es mi hijo —explicó.

El abogado se lo quedó mirando horrorizado.

Eliot Master jamás habría reconocido tener predilección por nadie, pero de sus cinco hijos a quien más quería era a Kate. Ella era la que tenía más inteligencia, aunque consideraba un desperdicio que le hubiera correspondido a una mujer. A él le agradaba que las mujeres de su familia leyeran y pensaran, pero sólo dentro de los límites que consideraba apropiados. Su hija era además dulce y cariñosa, rayando casi lo excesivo. Cuando tenía cinco años se quedaba angustiada por la imagen de los pobres que veían en las calles. Había necesitado tres años de paciente explicación para hacerle comprender que había una diferencia entre los pobres que merecían la piedad y los que no.

A causa de ello, era grande su anhelo por encontrar el marido idóneo para Kate. Debía ser un hombre inteligente, bondadoso y firme. En cierta época había tomado en consideración al hijo de su respetado vecino, el joven Samuel Adams, pese a que éste tenía unos años menos que Kate. Pronto había visto que el muchacho adolecía de una rebeldía y falta de aplicación que lo llevaron a descartarlo. Ahora que Kate tenía dieciocho años, su padre siempre tomaba la precaución de que nunca fuera a ningún sitio donde pudiera entablar una relación poco afortunada.

Por ello había dudado, naturalmente, en llevarla a Nueva York, donde la presencia de aquellos primos de los que apenas nada sabía podía suponer un riesgo.

Ella le había rogado que la dejara ir, sin embargo. Quería asistir al juicio, y había que reconocer que comprendía los entresijos legales mucho mejor que el resto de sus hijos. Con él siempre estaría a buen recaudo y, además, debía admitir que siempre le gustaba estar con ella, de modo que acabó aceptando.

En ese momento, a menos de cincuenta metros de distancia, vio a un alto joven de cabello rubio que salía de una taberna en compañía de tres marineros rasos. Uno de ellos le dio entre risotadas una palmada en la espalda. Lejos de molestarse por ello, el joven, que vestía una camisa no muy limpia, dijo algo en son de burla, riendo a su vez. Al hacerlo se volvió un poco, permitiendo que el abogado le viera bien la cara. Era guapo. Era más que guapo: parecía un joven dios de la Grecia Antigua.

—Vuestra hija debe de tener más o menos la misma edad —observó alegremente el comerciante—. Confío en que se lleven bien. Os esperaremos entonces para la cena.

Kate Master se miró al espejo. Entre las chicas que conocía, las había que tenían unas muñequitas de modista vestidas con los modelos que eran el último grito en París y Londres, pero su padre nunca habría permitido tales muestras de vanidad en su casa. De todas maneras, aunque iba vestida con más sencillez, no le desagradaba el resultado. Tenía un buen tipo. Poseía unos pechos preciosos, aunque nadie habría tenido ocasión de verlos debido a la tela que los cubría. La falda y el cuerpo del vestido eran de seda de color pardo rojizo, bajo la cual asomaba el vestido camisero de un color crema que realzaba el tono de su piel. El pelo castaño lo llevaba peinado con sencillez y naturalidad. Los zapatos tenían tacones, aunque no muy altos, y las punteras redondeadas, porque a su padre no le parecían bien los modelos puntiagudos que tan de moda estaban. Kate tenía un cutis fresco y se había empolvado tan poco que no creía que su padre lo notara.

Quería lucir un buen aspecto ante aquellos primos neoyorquinos. Tal vez habría entre ellos algún joven de su edad.

Al llegar a la casa, situada en el distinguido barrio de South Ward, próximo al antiguo fuerte, tanto Kate como su padre quedaron impresionados. La vivienda era muy bonita. Por encima del sótano se elevaban dos pisos, con cinco ventanas saledizas, que presentaban una fachada simple y clásica. Era una casa aristocrática. Una vez adentro, repararon en el gran armario de madera de nogal, de marcada factura holandesa, y en dos espartanos sillones de la época de Carlos II. En el salón había unos solemnes retratos de los padres de Dirk, unos estantes donde se exponía un juego de té de porcelana china en negro y oro y varias sillas de madera de nogal con asientos tapizados, de estilo reina Ana. Todos aquellos elementos decorativos proclamaban que la rama neoyorquina de los Master había hecho su fortuna hacía mucho tiempo.

Dirk les dispensó una cálida acogida. Su esposa era una dama alta y elegante que sólo con su suave manera de hablar pregonaba la confianza con que asumía su puesto en la sociedad. Y luego estaba su hijo, John.

El padre de Kate no había hablado a su hija del muchacho. Pese a sus esfuerzos, ella no podía dejar de lanzarle furtivas miradas. Vestía una inmaculada camisa blanca de lino y un chaleco de seda verde y oro. No llevaba peluca, ni falta que le hacía, con aquella magnífica mata de cabello dorado. Era el joven más guapo que había visto en toda su vida. Cuando los presentaron, él le dispensó un par de fórmulas de cortesía que ella apenas oyó. Después Kate se limitó a escuchar cómo hablaba su padre, de modo que se tuvo que conformar con preguntarse en qué estaría pensando.

Antes de la cena, la conversación se ciñó a la mutua indagación sobre sus respectivas familias. Así se enteró de que John tenía dos hermanas, que se encontraban ausentes, pero ningún hermano varón. Era pues el heredero.

La cena fue excelente. La comida fue abundante y el vino, de calidad. A Kate la instalaron a la derecha del cabeza de familia, entre éste y John. La conversación, centrada sobre cuestiones generales, fue cordial, aunque se notaba que todo el mundo hablaba con prudencia, por temor a no ofender posibles susceptibilidades. La señora Master señaló que conocía al abogado con quien se alojaban y su marido dijo que esperaba que su primo tuviera ocasión de conocer a algunos de los más destacados representantes de la abogacía neoyorquina.

—Además de en la profesión legal, en Nueva York también se encuentran algunas mentes preclaras —respondió educadamente Eliot—. La fama del círculo del gobernador Hunter todavía persiste en Boston, os lo aseguro.

El gobernador Hunter, que había sucedido al excéntrico lord Cornbury, había reunido en torno a sí a un notable círculo de amigos, escoceses como él en su mayoría, que habían formado una especie de club intelectual. Dos décadas más tarde, las personas cultas de otras ciudades todavía aludían a ellos con reverencia. Kate, que había oído mencionarlos con frecuencia a su padre, miró de reojo al muchacho que tenía a su derecha. Tenía la cara inexpresiva. A su lado, su madre mantenía una mirada vaga.

—Ah, Hunter —repitió su anfitrión—. Ojalá siempre tuviéramos la misma suerte con los gobernadores.

Con la esperanza de incitar a hablar al joven John, Kate le comentó que había visto a más negros en Nueva York que en Boston.

—Sí —respondió él—. Alrededor de uno de cada cinco habitantes de la ciudad es esclavo.

—Mi padre no está de acuerdo con la esclavitud —declaró Kate alegremente, atrayéndose una mirada de amonestación de su progenitor.

El anfitrión intervino para suavizar la situación.

—Como habrá reparado, los criados de esta casa no son criados negros, señorita Kate, sino irlandeses que trabajan con contrato de reembolso para pagar el coste de su viaje a América por lo general. No obstante, es cierto que yo participo en el comercio de esclavos. Algunas de las mejores familias de Boston, como los Waldo y los Faneuil, también practican dicha actividad. Un comerciante bostoniano que conozco afirmaba que sus tres sectores principales de negocio son la mantequilla holandesa, el vino italiano y los esclavos.

—Mi hija no pretendía ser descortés, primo —se apresuró a puntualizar Eliot, dejando clara su intención de que no se produjeran roces durante la cena—, y son pocas las personas en Boston que comparten mi opinión. Debo confesar de todas formas —añadió, sin poderlo evitar—, que en tanto que inglés no puedo pasar por alto el hecho de que un prominente juez británico haya dictaminado que la esclavitud no debe ser legal en Inglaterra.

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