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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (24 page)

BOOK: Nueva York
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El breve diálogo que puso fin a la cena le resultó, si cabe, más grato aún.

Era casi hora de marcharse. Kate se había esforzado por ser afable con su primo John. Le había preguntado a qué dedicaba el tiempo y descubierto que lo que más le gustaba era estar en el puerto, y sobre todo, a bordo de un barco. Con atinadas preguntas, había averiguado un poco más sobre los negocios de su familia. Al igual que otros comerciantes de su especie, los Master de Nueva York abarcaban un amplio abanico de actividades. Además de poseer varios barcos tenían una floreciente tienda, fabricaban ron, aunque fuera con melaza de procedencia ilegal, e incluso se encargaban de asegurar otros barcos mercantes. Él hablaba en voz baja, de manera escueta, pero en un par de ocasiones la miró directamente a la cara y a ella le costó no ruborizarse ante la visión de sus ojos, que eran tan azules como el cielo. De lo que no tenía ni idea era de si ella le había gustado.

Antes de levantarse de la mesa, Dirk Master hizo prometer a su padre que volvería a visitarlo antes de irse de Nueva York, y se llevó una alegría al oír que éste contestaba educadamente que así lo haría.

—¿Asistiréis a la totalidad del juicio? —preguntó el comerciante.

—De principio a fin.

—¿Y la señorita Kate? —inquirió su anfitrión.

—Pues veréis —respondió con entusiasmo ella—, a mi padre le preocupa la tiranía real, pero yo he venido a apoyar la libertad de prensa.

Su padre sonrió.

—Mi hija comparte la opinión del poeta: «Casi es tan grave matar a un hombre como matar un buen libro».

En su hogar era algo corriente emplear aquel tipo de citas.

—«Aquel que destruye un buen libro, mata la misma razón» —replicó de inmediato Kate.

Su anfitrión los miró alternativamente antes de sacudir la cabeza.

—Me resulta conocido. ¿De quién es la cita? —preguntó cordialmente.

Kate se quedó sorprendida de que hubiera que recordárselo. Aquellas palabras habían surgido de la pluma de John Milton, el autor de
El paraíso perdido
, y no pertenecían a un poema, sino a un panfleto, la más ferviente defensa de la libertad de expresión y de prensa que se haya escrito nunca.

—Es de la
Areopagítica
, de Milton —informó.

—Ah, Milton —dijo su anfitrión.

El joven John frunció, sin embargo, el entrecejo.

—¿Aero qué? —preguntó.

Fue algo espontáneo. Sin pararse a pensar, Kate estalló en carcajadas. El joven John Master se ruborizó, con expresión avergonzada.

—Bueno, la cena habría podido ser peor —se felicitó alegremente su padre, mientras regresaban a pie a la casa donde se alojaban—. Aunque lamento que tus parientes neoyorquinos hayan resultado ser unos contrabandistas.

—El señor Master parece bien informado —apuntó.

—Hum. A su manera, supongo. Aunque me temo que el chico no tiene remedio —añadió con tono confidencial.

—Quizás eres demasiado duro —aventuró.

—Me parece que no.

—A mí me ha gustado, padre —afirmó—. Mucho.

El juicio se celebraba en la planta baja del ayuntamiento, en Wall Street. En la sala, de techo alto, entraba a raudales la luz. Los dos jueces, Philipse y Delancey, ataviados con peluca y toga escarlata, estaban instalados en sus encumbrados asientos, en el estrado. El jurado ocupaba los dos bancos situados a su izquierda. La abigarrada multitud que componía el público permanecía sentada en los lados y también en el suelo. Cualquiera habría podido pensar que se trataba de una congregación protestante que se disponía a oír a un predicador. En el centro, delante de los jueces, semejante a una silla de iglesia se encontraba el banquillo del acusado. Éste no había tenido mucho trecho que recorrer, puesto que las celdas se hallaban en el sótano del edificio.

Kate y su padre habían conseguido buenos puestos en la primera fila. La muchacha observaba con avidez la sala, tomando nota de todo, aunque lo que más le interesaba era ser testigo de la transformación de su padre. Para un observador poco avezado, ofrecía la apariencia del ponderado y prudente abogado que era, pero para Kate, su desacostumbrada palidez, la vigilancia en la mirada y la tensión de su cara evidenciaban otra cosa. Jamás en la vida había visto tan ansioso a su padre.

El rollizo fiscal del Estado, Bradley, ataviado con peluca y larga toga negra, saludaba con una inclinación de cabeza y aire confiado a algún que otro conocido. El tribunal había designado como abogado defensor del impresor a un tal Chambers, que era bastante competente. El fiscal también dirigió un saludo a Chambers, como queriéndole decir: «No es culpa vuestra, señor, que estéis a punto de sufrir una derrota».

En ese momento se produjo un revuelo en la sala. Por una puertecilla del fondo llegó Zenger, flanqueado por dos guardias que con sus vestiduras negras parecían dos abejorros. Qué pequeño se veía entre ambos… Era un pulcro hombrecillo vestido con chaqueta azul, que mantuvo la cabeza bien alta mientras lo condujeron al banquillo y lo cerraron adentro. A continuación el fiscal se levantó y procedió a leer los cargos.

Kate, que ya había asistido a otros juicios, preveía lo que iba a ocurrir. El letrado no tardó en afirmar que Zenger era un «sedicioso», culpable de haber escrito libelos con intención de escandalizar y vilipendiar al buen gobernador Cosby. El jurado escuchaba y ella no tenía forma de percibir qué pensaban.

Luego Chambers se puso en pie y pronunció algunas deslucidas frases en defensa del impresor. Kate advirtió que su padre fruncía el entrecejo.

—Yo había pensado —le susurró al oído— que los partidarios de Zenger le habrían aportado una mejor ayuda que ésta.

En aquel preciso momento sucedió algo extraño. Un anciano caballero, que había permanecido tranquilamente sentado cerca del fondo, se levantó de repente y avanzó con rígido andar.

—Con vuestra venia, señorías, me han contratado para representar al acusado.

—¿Y quién sois vos? —inquirió con irritación uno de los jueces.

—Me llamo Hamilton, señoría. Andrew Hamilton, de Filadelfia.

Entonces Kate vio que su padre se sobresaltaba y adelantaba con expectación el torso.

—¿Quién es? —preguntó.

—El mejor abogado litigante de América —le respondió en voz baja, entre los murmullos que había suscitado aquella intervención.

Era evidente que ésta había tomado por sorpresa tanto a los jueces como al fiscal, que no sabían cómo reaccionar. Su asombro fue en aumento cuando el abogado de Filadelfia volvió a hablar.

—Mi cliente no niega haber publicado los artículos ofensivos.

Con aquella afirmación, el fiscal no tenía ya necesidad de llamar a declarar a ningún testigo. En vista de ello se produjo un prolongado silencio hasta que, con expresión de marcado desconcierto, el fiscal Bradley se puso en pie para declarar que puesto que el acusado no negaba haber publicado los libelos, el jurado debía declararlo culpable. Observando con cierto nerviosismo a Hamilton, también recordó al jurado que no importaba si el contenido de los artículos del periódico era verdadero o falso, puesto que de todas formas constituía libelo. Luego, con un dilatado discurso trufado de repetidas citas y alusiones a las leyes, las costumbres y la Biblia, el fiscal explicó al jurado por qué el libelo era un delito tan grave y por qué, de acuerdo con la ley, no les quedaba más opción que declarar culpable a Zenger.

—Hamilton ha perdido ya el caso —musitó Kate al oído de su padre cuando por fin tomó asiento el fiscal.

—Espera —le contestó éste.

El anciano de Filadelfia no parecía tener prisa.

Aguardó a que Chambers dijera algunas palabras en nombre de la defensa y luego, después de remover unos papeles, se levantó con parsimonia. Pese a que se dirigió con educados términos al tribunal, en la expresión de su cara parecía ponerse de manifiesto que estaba un tanto desconcertado por la totalidad del proceso.

Él mismo les expuso que le costaba comprender por qué estaban todos allí. Para él era una novedad que el hecho de formular una fundada queja ante una administración errónea constituyera libelo. En realidad —en ese punto dirigió al jurado una irónica mirada de soslayo—, él ni siquiera se habría dado cuenta de que los artículos del periódico de Zenger tenían por blanco al gobernador si el fiscal no lo hubiera asegurado así ante al tribunal. Al oír aquello, varios miembros del jurado esbozaron una sonrisa.

Por otra parte, señaló, la autoridad legal de la noción de libelo expuesta por el fiscal provenía del tiránico tribunal de la Star Chamber Court de la Inglaterra del siglo XV, lo cual no resultaba muy alentador. ¿Y no era posible, además, que una ley redactada en Inglaterra varios siglos atrás se hubiera vuelto inadecuada para las colonias americanas del momento actual?

Kate, que creía percibir un asomo de deslealtad hacia Inglaterra en aquellas objeciones, lanzó una ojeada a su padre.

—Siete de los miembros del jurado tienen apellidos holandeses —le susurró éste.

Lo curioso fue que, de repente, el anciano pareció desviarse del tema, demostrando un interés especial por la agricultura. Aquello era lo mismo que el caso de los granjeros americanos, prosiguió, que estaban supeditados a unas leyes inglesas pensadas para un sistema de propiedad de tierras distinto. Después de hablar de caballos y vacas, pasó a abordar la cuestión de los cercados, y el fiscal se levantó para señalar que aquello no tenía nada que ver con el caso. La misma Kate podría haber concluido que el anciano de Filadelfia había perdido el hilo de la argumentación si no hubiera reparado en que tres de los componentes del jurado, que tenían aspecto de granjeros, asestaron una virulenta mirada al fiscal.

El fiscal no se arredró, sin embargo. La acusación era delito de libelo, les recordó, y la defensa había admitido ya que éste se había producido.

El viejo Andrew Hamilton reaccionó, no obstante, con un gesto de negación.

—El cargo es haber impreso y publicado «cierto falso, malicioso, sedicioso y escandaloso libelo» —precisó.

Luego añadió que ahora le correspondía al fiscal demostrar que las quejas expresadas por Zenger ante la actuación del gobernador eran falsas, puesto que él, por su parte, no tenía inconveniente en probar que eran pertinentes y acertadas en todos sus puntos.

A los jurados se les iluminó la expresión. Aquello era lo que estaban esperando. Kate advirtió, sin embargo, que su padre sacudía la cabeza.

—No va a dar resultado —murmuró.

Y efectivamente, durante varios minutos, pese a los denodados esfuerzos del anciano abogado, el fiscal y el juez lo interrumpieron una y otra vez para rebatir su alegación. La ley era la ley, y la verdad o la mentira no cambiaban nada. Él no tenía nada en que basar la defensa. El fiscal se veía satisfecho, pero no así el jurado. El viejo Andrew Hamilton permanecía al lado de su silla con semblante tenso. Parecía que le doliera algo y que se dispusiera a tomar asiento.

Todo estaba perdido, pues. Por culpa de una monstruosa ley, el pobre Zenger iba a ser declarado culpable. Observando al impresor, que seguía muy pálido y erguido en su banquillo, Kate no sólo sintió compasión por él, sino vergüenza por el sistema que estaba a punto de condenarlo. Por ello se llevó una gran sorpresa cuando vio la repentina mirada admirativa que su padre dirigió al viejo Hamilton.

—Jesús —murmuró para sí—. Qué astuto, el viejo zorro.

Antes de que pudiera explicárselo, el abogado de Filadelfia giró sobre sí.

El cambio era extraordinario. Tenía otra cara, un nuevo fulgor en los ojos y el cuerpo bien erguido. Era como si se hubiera transformado por arte de magia. Retomó la palabra, con voz potente impregnada de autoridad, y aquella vez nadie osó interrumpirlo.

Su recapitulación fue tan magistral como simple. El jurado, les recordó, era el árbitro de aquel tribunal. Los letrados podían presentar sus argumentos y el juez dirigirlos en sus indagaciones, pero ellos tenían la capacidad para elegir, y no sólo la capacidad, sino también la obligación. Aquella lamentable ley de libelo no sólo era incierta, sino mala. Prácticamente cualquier cosa que uno dijera era susceptible de ser tergiversada y convertida en libelo. Hasta una queja frente a un abuso, que constituía un derecho natural de todo hombre.

Mediante ese procedimiento, cualquier gobernador que no quisiera verse criticado podía utilizar la ley como un arma y situarse por encima de la misma. Aquello era un abuso de poder sancionado de manera legal. ¿Y qué quedaba entonces para mediar entre aquella tiranía y las libertades de un pueblo? Ellos, el jurado. Nada más.

—Para los espíritus generosos, la pérdida de la libertad es peor que la muerte —proclamó.

En aquel caso no se dirimía sólo la suerte de un impresor de Nueva York, sino su derecho, y su deber, de proteger a los hombres libres frente a un poder arbitrario, tal como habían hecho antes que ellos muchas otras personas armadas de valor.

Ahora les tocaba el turno a ellos, advirtió al jurado. En sus manos estaba elegir. Después, tomó asiento.

Con semblante contrariado, el juez dijo al jurado que pese a todo lo expuesto por el abogado de Filadelfia debían declarar culpable al impresor. Luego el jurado se retiró a deliberar.

Mientras el murmullo de las conversaciones se expandía por la sala y Zenger se mantenía sentado con la espalda muy erguida en el banquillo, el padre de Kate le ofreció una explicación.

—Yo mismo no me había dado cuenta de lo que tramaba al principio. Ha maniobrado de tal forma para que el jurado se enfureciera viendo cómo se desautorizaba la lógica línea de defensa de Zenger, que consistía en alegar que el pobre diablo no había hecho más que decir la verdad, y después ha jugado la carta que tenía reservada. Se llama la Invalidación del Jurado. Éste tiene derecho a decidir un caso pese a lo que haya podido oír sobre la culpabilidad del acusado o la aplicación de la ley. El jurado es la última y única defensa frente a leyes erróneas. Después de que se haya negado a condenar a alguien, la ley no se modifica, pero son pocos los fiscales dispuestos a llevar adelante procesos similares por temor a que los futuros jurados sigan el mismo ejemplo. Ésta es la táctica que acaba de desplegar, de manera brillante, el viejo Hamilton.

—¿Va a funcionar?

—Enseguida lo sabremos, me parece.

El jurado regresaba ya a su puesto. El juez preguntó si habían llegado a un veredicto y el portavoz confirmó que sí. Entonces lo invitaron a proclamarlo.

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