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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (28 page)

BOOK: Nueva York
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No estaba segura de que fuera bueno. En los aspectos cotidianos de la vida lo era, desde luego. Quería a sus padres y parecía tener unos cuantos amigos honrados, pero en aquella cuestión, la muchacha cuáquera era más exigente de lo que John podía sospechar. ¿Había demostrado, se preguntaba, una auténtica consideración por los demás, en algún momento de su vida? Era joven, por supuesto, y los jóvenes son egoístas; pero en ese punto debía quedar convencida.

Aquella duda era algo que no podía confesarle. Si él hubiera sospechado su inquietud, habría sido demasiado fácil idear algún gesto para satisfacer sus expectativas. Lo único que podía hacer era observar, esperar y mantener la esperanza, porque sin tener garantías a ese respecto, no podía amarlo.

Aunque él no lo había sospechado, la predicación a la que asistieron en el terreno comunal había sido una prueba. Si él hubiera rehusado ir, Mercy se habría retraído y habría cerrado discretamente una puerta interior; habría seguido siendo una amiga y nada más. Durante el sermón de Whitefield lo estuvo observando sin que él se diera cuenta. Advirtió, complacida, la emoción que le había hecho aflorar las lágrimas a los ojos. «Es bueno —se dijo—. Tiene un corazón sensible». Aun así, cabía preguntarse si aquello era sólo producto de la predicación de Whitefield o si era algo más serio y consistente. Siguió observándolo, pues. Incluso cuando se hizo evidente que estaba dispuesto a confesarle su amor, ella no quiso ceder en aquella cuestión y siguió en la incertidumbre, manteniéndolo a distancia.

No resultaba una tarea fácil, porque, desde hacía meses, se sentía perdidamente enamorada de él.

Aquella noche iba a verla, y sabía lo que él le iba a decir. Ignoraba, en cambio, cuál iba a ser su respuesta.

Al joven Hudson no le había sonreído la suerte. Había probado en varias posadas, pero le habían dicho que no tenían habitación. Sabía de unos cuantos lugares de mala fama en los que sin duda le permitirían quedarse, pero hasta el momento había preferido evitarlos. Había ido a la casa de un sastre que conocía con la esperanza de que le ofrecieran un lecho, pero el hombre había abandonado la ciudad porque los tiempos eran duros. A otro amigo, un negro libre como él, lo habían metido en la cárcel. Se dirigía a la vivienda de un cordelero que conocía cuando, al pasar junto a Vesey Street, cometió un terrible error.

Reparó en la columna de humo en el acto. Provenía de una casa situada varias calles más allá. Pese a la creciente oscuridad, percibió el denso y negro humo que brotaba de ella, aunque no se advertían señales de humo. «Alguien tendría que ir a averiguar qué ocurre», pensó, pero como no quería verse involucrado, prosiguió su camino.

En ese momento doblaron la esquina dos vigilantes. También ellos vieron el fuego. Luego vieron a un negro. Y se quedaron mirándolo con insistencia.

Entonces el pánico se adueñó de él.

Sabía qué pensaban. ¿Sería él el individuo que había prendido fuego a la casa? Podía quedarse donde estaba, por supuesto, y alegar que era inocente. Pero ¿le iban a creer? En cualquier caso, con el capitán del barco buscándolo no le convenía que lo sometieran a interrogatorio las autoridades. Sólo le quedaba una alternativa: giró sobre sus talones y echó a correr. Los vigilantes gritaron y corrieron tras él, pero era más rápido que ellos. Le bastó torcer por un callejón, saltar una pared y tomar otro para perderlos.

Caminaba por la Ferry Street, convencido de hallarse a salvo, cuando oyó un ruido de pasos precipitados y, al volverse, vio a los dos vigilantes.

Dudó un instante qué debía hacer. ¿Echar a correr? Tal vez podría esquivarlos, pero si no lo lograba, el hecho de huir lo presentaría como culpable. Además, con aquella oscuridad, probablemente no podían estar seguros de que fuera el mismo negro que habían visto en la otra calle. Por otra parte, cabía la posibilidad de que no se pararan siquiera a pensar si lo era o no. Resuelta la duda, estaba a punto de volver a escapar cuando vio que otro hombre se acercaba en dirección a él desde el otro extremo de la calle. Era un individuo alto y fornido que llevaba un bastón con contera de plata. Si huía y los vigilantes iban tras él, lo más seguro era que el hombre del bastón lo atrapara. Lo único que podía hacer era quedarse donde estaba, de la manera más digna posible.

Los dos vigilantes llegaron a su altura. Pese a que no se había movido, uno de ellos lo agarró por el cuello.

—Ya te tengo. —El individuo lo zarandeó—. Te hemos visto.

—¿Visto qué?

—Allá en Vessey Street, incendiando una casa.

—¿Cómo? Yo no he estado en Vesey Street.

—No repliques, negro. Vas a ir a la cárcel.

Entonces llegó el hombre del bastón.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Hemos visto a este negro intentando quemar una casa en Vesey Street —respondió uno de los vigilantes—. ¿Verdad, Herman?

—Podría ser —respondió su acompañante.

Hudson advirtió, con todo, que no parecía muy convencido.

—No era yo —protestó Hudson—. Yo ni siquiera he estado en esa parte de la ciudad.

—¿Y cuándo ha sido eso? —preguntó el desconocido.

—Hará cosa de unos diez minutos ¿no, Jack? —dijo el tal Herman.

—Este negro tiene que ir a la cárcel —afirmó Jack.

—Éste no —declaró con aplomo el desconocido—, porque hasta que lo envié a hacer un recado hace cinco minutos estaba conmigo. —Después de mirar a los ojos a Hudson, se volvió a encarar a los vigilantes—. Me llamo John Master. Mi padre es Dirk Master y este chico es esclavo mío.

—¿Ah, sí? —dijo Jack, con voz recelosa.

Herman, sin embargo, no tuvo inconveniente en capitular.

—Eso lo explica todo —acordó—. Ya me parecía que se veía diferente.

—Maldita sea —se lamentó Jack.

El desconocido esperó a que los dos guardias hubieran doblado la esquina antes de hablar.

—Tú no has provocado ningún incendio ¿verdad?

—No, señor —corroboró Hudson.

—Si fuera así, me traerías complicaciones. ¿Quién es tu amo?

—Nadie, señor. Soy libre.

—Ah. ¿Y dónde vives?

—Mi abuelo tenía una taberna en la zona del puerto, pero murió. Se llamaba Hudson.

—La conozco. Fui allí.

—No recuerdo haberos visto, señor.

—Sólo fui un par de veces. Aunque he estado en todas las tabernas y me he emborrachado en la mayoría. ¿Cómo te llamas?

—Hudson también, señor.

—Hum. ¿Y dónde vives ahora?

—En ningún sitio en este momento. Estaba en un barco.

—Hum. —Su salvador lo observó—. ¿Desertaste del barco?

Hudson guardó silencio.

—Hoy había un capitán borracho en los muelles que pregonaba a voces que un chico negro había desertado del barco. No me ha gustado mucho la pinta de ese hombre. Seguro que también se emborrachaba a bordo.

Hudson titubeó un momento. Por una razón u otra, el desconocido parecía estar de su parte.

—Dos veces estuvo a punto de hacernos naufragar, señor —confesó.

—Bueno, mejor será que te quedes conmigo un poco —dijo John Master—. Puedes fingir que eres mi esclavo hasta que surja una solución.

—Yo soy libre, señor —le recordó Hudson.

—¿Quieres venir conmigo o no? —le preguntó su benefactor.

Considerando que no tenía adonde ir, Hudson aceptó el ofrecimiento. Así, al menos, estaría a salvo durante un tiempo.

Mercy Brewster se llevó una buena sorpresa al ver llegar a John con un nuevo esclavo. En cuestión de un momento él le explicó lo sucedido, tras lo cual mandaron a Hudson a la cocina.

—Yo creo que dice la verdad —sostuvo John cuando Hudson se hubo ido—. Si no, habría cometido un terrible error. Me temo que he dicho una mentira, Mercy —señaló con una sonrisa—. A ti no te parecerá bien.

—Pero has mentido para impedir que lo detuvieran injustamente. Hasta es posible que le hayas salvado la vida.

—Supongo que sí. No podía dejarlo así al pobre.

—No —dijo ella en voz baja—. Ya veo que no.

—Espero que no te moleste que lo haya traído aquí.

—Oh no —le aseguró, con la respiración un poco jadeante—, no me importa en absoluto. —Lo miró largamente y tomó una decisión. Sí, era bueno. No podría haber realizado un acto así de no haberlo sido. Luego, disimulando la agitación de su corazón, preguntó—: ¿Querías decirme algo, John?

La taberna de Montayne

1758

E
ra la noche de Guy Fawkes, y en Nueva York quemaban al Papa.

En Inglaterra, el 5 de noviembre era un día señalado. Pese a que había transcurrido un siglo y medio desde que el católico Guy Fawkes había intentado volar el Parlamento protestante, todavía seguían quemando su efigie en hogueras todos los años. En realidad, al coincidir casi en la fecha, la celebración había tomado prestados muchos de los antiguos ritos de Halloween. La noche de Guy Fawkes también se celebraba en Nueva York, pero con el tiempo, los neoyorquinos habían decidido mejorar la vieja tradición inglesa e ir directamente al grano. Por ello, por las calles paseaban una efigie del propio Papa y la quemaban en una gran hoguera por la noche, y todo el mundo compartía la fiesta. Bueno, casi todo el mundo. Los católicos de la ciudad habrían protestado, pero como no eran bastante numerosos tenían la prudencia de callar.

Cuando John Master vio a Charlie White entre la multitud de Broadway esa noche, lo saludó con un gesto. Charlie le correspondió inclinando la cabeza, pero no sonrió. John cayó en la cuenta de que hacía años que no hablaban, de modo que se encaminó hacia él.

—Me alegra verte, Charlie —dijo, un poco incómodo, John Master. «El otro día pensé en ti», estuvo a punto de añadir, pero no lo hizo porque habría sido una soberana mentira, y ambos lo sabían. Después se dio cuenta, por fortuna, de que se encontraban al lado de la taberna de Montayne.

—Vayamos a tomar algo —propuso.

Como en los viejos tiempos.

Los viejos tiempos. Charlie se acordaba muy bien de ellos, en efecto. Por aquel entonces, los dos eran unos muchachos.

Habían sido tiempos felices, en general. Iban a pescar al río, paseaban cogidos del brazo por Broadway y dormían en los bosques creyendo haber oído a un oso. A veces se iban en barca a la isla del Gobernador y pasaban el día entero allí cuando John debía ir a la escuela; otras hacían diabluras por la ciudad. John lo había dejado subir un par de veces a una de las chalupas de su padre para ir a cargar de noche la melaza de los barcos franceses. Éste le dio a Charlie una sustanciosa propina para que no se fuera de la lengua, aunque Charlie habría preferido morir a decir ni una palabra.

Había sido casi de la familia. La suya era una gran amistad.

Cuando John se hizo mayor, también se dedicaron a ir a las tabernas. Charlie, no obstante, no podía emborracharse como lo hacía John porque tenía que trabajar, de modo que la mayoría de las veces John se embriagaba con los marineros y luego Charlie lo llevaba a casa.

Cuando John dejó aquella vida y se aplicó en el trabajo, dejó de ver a Charlie con tanta frecuencia, y éste lo comprendió. «No quiere verme —pensaba— porque le recuerdo aquello de lo que se quiere distanciar. Le recuerdo lo que era antes». Lo entendía, pero aun así le dolía. Se veían de vez en cuando e incluso iban a tomar una copa, pero ya no era lo mismo.

Charlie cometió un pequeño error en una ocasión. Un día, en el mercado, vio por casualidad a John hablando con un comerciante cerca del puerto. Fue a saludar a su amigo, como algo natural, y éste le asestó una fría mirada porque lo estaba interrumpiendo. Al comerciante tampoco le gustó mucho que los importunara un tipo como él. Charlie se apresuró a marcharse, pues, con la sensación de ser un idiota.

Al día siguiente, John fue a su casa a primera hora de la mañana.

—Perdona por lo de ayer, Charlie —le dijo—. Me tomaste por sorpresa. Nunca había hecho negocios con ese individuo antes. Intentaba comprender lo que quería.

—No te preocupes, John. No pasa nada.

—¿Estás libre esta noche? Podríamos ir a tomar algo.

—Esta noche no, John. Pasaré a verte un día de éstos.

No lo había hecho, por supuesto. No tenía sentido. Ahora se movían en mundos distintos.

John no se había olvidado de él, sin embargo. Un año después, más o menos, volvió a su casa. Charlie era obrero, pero también tenía un carro con el que transportaba mercancías. John le preguntó si podía comprometerse con la familia Master para llevar algunos productos a unas granjas. Era una actividad regular, de un día entero por semana, y las condiciones eran buenas. Charlie aceptó encantado y su colaboración duró un tiempo. John le había procurado también otros trabajos con los años.

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