1765
M
uchas naciones habían sucumbido al sueño imperial, pero, a partir de 1760, ninguna persona sensata podía poner en duda el futuro de gloria al que estaba destinada Inglaterra. Poco después del regreso de los Master a Nueva York, llegaron noticias de que el anciano rey había fallecido y que el modesto y concienzudo joven príncipe de Gales había ascendido al trono convirtiéndose en Jorge III. Cada año llovían nuevas bendiciones sobre su imperio.
En América, los ejércitos británicos habían expulsado a la Francia rival de Canadá. En 1763, en la Paz de París, los franceses renunciaron a todas sus pretensiones sobre las vastas tierras interiores americanas, conservando sólo la modesta ciudad de Nueva Orleans, situada en la pantanosa zona del Misisipí, mientras sus aliados católicos españoles se veían obligados a ceder sus extensos dominios en Florida.
La totalidad de la franja marítima del este de América pertenecía ahora a Inglaterra, sin tener en cuenta la presencia de los indios, desde luego. En los últimos tiempos, cuando un caudillo de los indios ottawa llamado Pontiac había encabezado una rebelión que hizo cundir el pánico entre los colonos de Massachusetts, el ejército británico, ayudado por los mejores tiradores de la zona, había aplastado a los indios en poco tiempo… lo cual había servido oportunamente para recordar a los colonos la necesidad que tenían de la madre patria. De todas formas, dejando aparte una necesaria firmeza, los británicos creían estar aplicando una sabia y generosa política con los indígenas. Se trataba de hacer que temieran el poder inglés, pero no de provocarlos. Todavía quedaba tierra de sobra en el este. El avance hacia el oeste podía esperar un par de generaciones. Mientras tanto, no había más que cultivar el enorme jardín de la franja marítima oriental y saborear sus frutos.
El propio Benjamin Franklin se habría mostrado de acuerdo. De hecho, gracias a su infatigable labor de presión, el prudente gobierno británico le había incluso brindado una valiosa arma que utilizar en su gran empresa. A su hijo William Franklin, que aun siendo titulado en derecho, no poseía experiencia administrativa, le acababan de nombrar gobernador de la colonia de Nueva Jersey.
En cuanto al resto de su extenso imperio y de su rivalidad con Francia, Inglaterra controlaba ahora las fabulosas riquezas de India y la rica isla azucarera de Jamaica. Su marina dominaba todos los océanos. Britannia era señora de los mares.
Tal era el feliz y progresista imperio del bienintencionado y joven rey británico.
No todo el mundo estaba satisfecho, sin embargo.
Según el punto de vista de Charlie White, las cosas iban de mal en peor. Mientras caminaba por la avenida Broadway en un crepúsculo de enero, el gélido viento del norte procedente del río Hudson cortaba el aire como un cuchillo. Las calles estaban cubiertas de una fina capa de nieve helada. Charlie estaba de un humor sombrío.
Era la Noche de Epifanía. Aunque se había hecho el propósito de ofrecerle un regalo a su esposa, no tenía nada. Bueno, casi nada. Un par de mitones que había encontrado a buen precio en el mercado. En eso había tenido suerte, pero en nada más.
—Quería comprarte un vestido nuevo —le dijo con tristeza—, pero ya me cuesta bastante traer comida a casa.
—No te preocupes, Charlie —le contestó ella—. La intención es lo que cuenta.
La mayoría de los vecinos pasaban las mismas estrecheces. Así estaban las cosas desde que el maldito ejército inglés se había ido.
La guerra había terminado, ése era el problema. Se habían acabado los chaquetas rojas que necesitaban provisiones y los oficiales que querían casas, muebles y criados. Los barcos de la marina permanecían poco tiempo en el puerto. La ciudad estaba en recesión; el dinero escaseaba. Los comerciantes londinenses enviaban sus excedentes al otro lado del Atlántico para venderlos a precios de ganga en Nueva York, a fin de que los honrados menestrales pudieran ganarse la vida. Lo malo era que los granjeros del mercado, al tener menos clientes a los que vender, subían los precios para compensar.
—Inglaterra utiliza este lugar para luchar contra los franceses —decía a su familia—, pero cuando ya han ganado, nos dejan en la estacada.
Las únicas personas que no sufrían eran los ricos; ellos vivían en otro mundo. El teatro estaba lleno. Se seguían inaugurando placenteros jardines con nombres londinenses, como Ranelagh. «Londres en Nueva York», los llamaba la gente. Todo discurría a la perfección para los hombres como John Master.
Charlie se había mantenido a distancia de Master desde que éste había regresado de Londres. Estaba enterado de que a James lo habían enviado a Oxford porque aún se mantenía, con amargura, al corriente de todo lo concerniente a la familia. No obstante, si su altanero amigo de la infancia hubiera acudido a su casa entonces, le habría escupido a la cara.
Las cosas se habían puesto tan difíciles en el hogar de los White que la esposa de Charlie había comenzado a ir a la iglesia. No a la anglicana, por supuesto —ésa era para la gente de la Trinity, pensaba Charlie—; ella prefería los Disidentes. A veces, para contentarla, él la acompañaba incluso a un servicio o una predicación, aunque no tenía ninguna clase de fe.
—A tu madre le ha dado por la religión, hijo —le había dicho a Sam—. Seguro que ha sido la pobreza lo que la ha llevado a eso.
Pero ¿dónde diablos se había metido Sam? Ésa era la razón por la que caminaban por Broadway con aquel frío glacial, para buscar a su hijo favorito. No había aparecido en casa desde mediodía. ¿Qué estaría haciendo?
Charlie abrigaba sus sospechas, desde luego. Sam tenía diecisiete años y Charlie había advertido, no sin orgullo, que su hijo comenzaba a tener éxito con las chicas. La semana anterior lo había visto con una criada muy bonita. El muy granuja debía de estar en algún sitio con ella.
El problema era que estaban en la Noche de Epifanía y la familia celebraba reunida esa fiesta. Sam debía tener más consideración. Cuando lo encontrara, le iba a decir unas cuantas verdades.
Pasó una hora. Charlie entró en todas las tabernas del West Side, pero nadie había visto a su hijo. Irritado, volvió a casa. Los demás ya estaban allí, esperando para cenar. Comieron pues sin Sam. Su mujer dijo que a ella no le importaba con tal de que su hijo estuviera bien, lo cual era una maldita mentira.
Cuando acabaron, Charlie volvió a salir. Su esposa alegó que no había necesidad y él lo sabía. Pero no podía quedarse sentado allí. Entonces ya era noche cerrada y el viento era más gélido aún. Entre las nubes deshilachadas del cielo se percibía el tenue y frío brillo de alguna que otra estrella. Las calles estaban casi vacías.
Recorrió Broadway y visitó unas cuantas tabernas, pero fue en vano. Pasó junto a la iglesia Trinity y continuó hacia el sur. Se adentraba en la zona que más detestaba: la de la Corte, como la denominaban por aquel entonces. El antiguo fuerte había pasado a llamarse Fort George. Delante, el pequeño parque de Bowling Green se había convertido en un enclave bien vallado, con lámparas en cada esquina con objeto de disuadir el merodeo de los vagabundos. La casa del gobernador se encontraba allí. Hasta las tabernas tenían nombres reales.
Las ricas mansiones se erguían a su alrededor en la oscuridad. A sus propietarios —familias como los Livingston, Bayard, Van Cortland, De Lancey o Morris— les importaba bien poco si la ciudad pasaba por momentos de auge o de recesión. Ellos estaban a buen recaudo, envueltos en su seguridad heredada. Charlie giró en dirección este, adentrándose por Beaver Street. Al final llegó a una valla presidida por una hermosa reja de hierro con lámparas en los remates. Más allá había un amplio sendero adoquinado y unas escaleras que conducían a una gran residencia de estilo clásico. Los postigos estaban aún abiertos y la cálida luz proveniente de las altas ventanas se proyectaba sobre el patio.
Era la casa de John Master, la que había construido poco después de regresar de Londres.
Charlie prosiguió por la punta meridional de Manhattan hasta llegar al East River. En la larga franja de muelles y almacenes reinaba la quietud y los barcos aparecían como meras sombras en el agua. Después de bordear un momento la orilla, subió por Queen Street. Allí había todavía ventanas iluminadas y tabernas abiertas.
Había recorrido cincuenta metros cuando topó con un bulto en el suelo. Era un hombre negro que permanecía arrebujado en una manta junto a una pared. Levantando la vista hacia Charlie, tendió sin grandes esperanzas la mano.
—¿Amo?
Charlie lo miró. Aquél era otro fenómeno frecuente en los tiempos que corrían. Por toda la ciudad, enfrentados a la escasez de dinero, los amos con pocos recursos habían liberado a sus esclavos encargados de las tareas domésticas porque les salía más barato que alimentarlos. Por todas partes se veían aquellos negros libres, que no tenían más alternativa que mendigar o morir de hambre. Charlie le dio un penique. Justo después del muelle de Shemmerhorn, entró en una espaciosa taberna.
Adentro había bastantes clientes, marineros sobre todo. En una mesa advirtió a un carretero al que conocía, un individuo alto y pelirrojo que nunca le había inspirado mucha simpatía. Si se acordara de su nombre, quizá podría dirigirle la palabra, aunque no tenía muchas ganas. El carretero se levantó, sin embargo, y se encaminó hacia él. Bueno, tampoco había necesidad de ser grosero, de modo que lo saludó con la cabeza.
Lo curioso fue que luego el hombre lo tomó por el brazo. Bill. Así se llamaba.
—Siento lo de vuestro chico, Charlie —dijo.
—¿Mi chico? ¿Os referís a Sam? —Charlie notó que se le helaba la sangre—. ¿Qué le pasa?
—¿No lo sabéis? —inquirió Bill con cara de preocupación—. No está muerto, Charlie —se apresuró a aclarar—. Nada de eso, pero la patrulla de leva se lo ha llevado, a él y a otra docena más, a última hora de la tarde.
—¿La patrulla de leva?
—Han llegado y se han ido tan deprisa que ha sido cosa de visto y no visto. El barco ya ha zarpado. Vuestro Sam está en la Marina real ahora, al servicio de Su Majestad.
Charlie sintió un fuerte brazo que lo sostenía antes de tomar conciencia de que le flaqueaban las piernas.
—Tomad asiento aquí, Charlie. ¡Dadle ron!
Notó el áspero líquido que le quemaba la garganta y le aportaba luego calor al estómago, y permaneció sentado lleno de impotencia, al lado del individuo alto y pelirrojo.
Después Charlie White se puso a desgranar maldiciones para sí. Maldijo a la Marina británica que le había robado a su hijo, al Gobierno británico que había arruinado su ciudad; maldijo al gobernador y a la congregación de la Trinity, a John Master y a su gran casa, y a su hijo que estudiaba en Oxford. A todos los mandó al infierno.
Varias semanas después, en un húmedo día de primavera, Hudson fue a ver a su patrono a la biblioteca de su casa, donde éste intentaba terminar de revisar unos papeles con el estorbo de la niña de cinco años que tenía sentada en el regazo. Su esposa había salido.
—¿Y ahora nos podemos ir, papá? —preguntó la pequeña.
—Pronto, Abby —prometió John Master.
Hudson se acercó y cogió discretamente a la niña.
—Cuidaré de ella hasta que acabéis —dijo en voz baja.
Master se lo agradeció con una sonrisa. Con la pequeña colgada del cuello, Hudson se retiró a la cocina.
—Seguro que encontraremos una galleta, señorita Abby —prometió.
Abigail no puso reparos. Ella y Hudson eran amigos desde que nació. De hecho, fue casi él quien la trajo al mundo.
Desde que John Master lo había rescatado hacía un cuarto de siglo, Hudson había trabajado siempre para la familia. Lo había hecho por voluntad propia. Después de aquella primera noche, Master nunca había puesto en entredicho que era libre, tal como aseguraba él. Lo había empleado con una paga aceptable y Hudson siempre había tenido la libertad de irse. En cinco ocasiones, cuando lo asedió el deseo de estar en el mar, Hudson se embarcó en uno de los navíos de la familia Master, pero con el paso de los años ya no tenía tantas ganas de recorrer mundo. Cuando la familia se fue a Londres, el patrono no dudó en dejar la casa a su cargo.
Se había casado quince años atrás con una esclava de la casa. Se llamaba Cleopatra, pero considerando poco apropiado ese nombre, Mercy se lo cambió por el de Ruth. Hudson y ella tuvieron una hija y después un hijo. Cuando Hudson le puso por nombre Salomon y Mercy le preguntó por qué había elegido aquel nombre bíblico, le dijo que era porque el rey Salomon era sabio. Después a su esposa le dio, sin embargo, otra explicación: «Y el viejo Salomon también era rico». Dado que su mujer era una esclava, también lo eran sus hijos. Master le había propuesto, no obstante, corregir la situación.