Muchos de los recién llegados llevaban linternas y antorchas. Algunos empuñaban palos. Fuera lo que fuese que tenían pensado hacer, no parecía que se anduviesen por las ramas. Entonces, con la presión de aquella avalancha, la procesión adquirió tal velocidad que, aun con sus largas piernas, John Master hubo de esforzarse para mantener el ritmo.
Cuando las dos efigies del anciano gobernador pasaron casi juntas al lado de la Trinity, tuvo ocasión de observar el segundo carro, y advirtió horrorizado que no se trataba de una carreta normal. La leña en la que se asentaba el muñeco reposaba ni más ni menos que encima del carruaje del gobernador. Sabría Dios cómo habrían logrado robarlo. Entonces vio que alguien se subía al carruaje. Aquella persona, que agitaba un sombrero y se desgañitaba gritando a la multitud no era otra que Charlie White. En ese punto ya no le cupo duda de adónde se dirigían. Al llegar al extremo meridional de Broadway se encaminaron directamente hacia el fuerte.
Master los observó desde el borde del Bowling Green. Empuñando antorchas que destacaban con la creciente oscuridad, lanzaban improperios contra el gobernador. Vio que un grupo se destacaba para ir a clavar un mensaje en la recia puerta del fuerte. Después, como una marea, la multitud rodeó el recinto y comenzó a arrojar contra sus muros palos, piedras y cuanto tenían a mano, retando al gobernador a usar sus cañones.
«Si los soldados disparan ahora —pensó Master—, quemarán el fuerte». La guarnición mantuvo, sin embargo, un discreto silencio detrás de las resistentes paredes.
La muchedumbre estaba sedienta de acción, de modo que fueron a buscarla a otra parte. Con gritos y alaridos, un nutrido grupo se llevó las dos efigies hacia el Bowling Green, a éste siguió otro que acarreó balas de paja, y al cabo de un momento se alzaron las llamas. Estaban incendiando los muñecos, quemando las carrozas, incluido el carruaje del gobernador. Olvidando casi el peligro, se quedó contemplando las hogueras con la fascinación de un niño. Hasta que oyó una voz susurrante a su lado.
—¿Qué, disfrutando de la hoguera? —Era Charlie. Su cara relucía reflejando la luz del fuego, desencajada con una amenazadora mueca—. Después del fuerte, iremos a por vosotros.
Master estaba tan horrorizado que se quedó sin habla un momento.
—Pero Charlie…
Cuando logró articular aquellas palabras era demasiado tarde. Charlie se había ido ya.
Al llegar a casa, comprobó con alivio que todos los postigos estaban cerrados. Una vez adentro, indicó a Hudson que echara el cerrojo a las puertas. Todos sabían lo que ocurría en el cercano fuerte y Mercy lo miraba con inquietud.
—Tengo las armas preparadas, amo —le susurró Hudson.
—No, son demasiados —murmuró él—. Más vale no provocarlos. Pero si vienen, tú y Salomon llevaos a todas las mujeres al sótano.
El peor momento fue cuando, mirándolo con los ojos muy abiertos, Abigail le hizo una pregunta.
—¿Es el hombre malo que te odia que viene a matarnos?
—De ninguna manera, hija —le aseguró, sonriendo—. Ahora vamos todos al salón y te leeré un cuento.
Acompañados de Mercy, de la esposa de Hudson y del resto de la servidumbre, se instalaron en el salón. John les leyó en voz alta los cuentos infantiles preferidos de Abigail. Hudson y el joven Salomon vigilaban, con todo, la calle desde las ventanas de arriba.
Transcurrió una hora, y luego más tiempo aún. De vez en cuando oían un clamor llegado del lado del fuerte, pero no parecía que la multitud se trasladara hacia allí. Al final, Hudson bajó a informarlos.
—Parece que se alejan. Podría ir a echar un vistazo.
Master no sabía si debía permitírselo.
—No quiero que te ocurra nada —objetó.
—Esta noche no van a por los negros, amo —adujo Hudson.
Al cabo de un momento salió a la calle.
No volvió hasta al cabo de una hora, y la noticia que trajo no era buena. Después de quemar las efigies del gobernador, la turba había retrocedido por Broadway hasta la residencia del mayor James, el comandante inglés de artillería del fuerte.
—Se han llevado todo lo que había en su casa: la porcelana, los muebles, los libros… Han destrozado lo que han podido y quemado el resto. Nunca había visto tamaña destrucción.
Las cosas se calmaron a lo largo de los días siguientes. El viejo Colden mandó trasladar las reservas de papel sellado al ayuntamiento y no se movieron de allí. Antes de Navidad se constituyó una nueva fuerza, sin embargo. Sus cabecillas eran heterogéneos. Según el análisis de Master, por una parte estaban los alborotadores del estilo de Charlie y otro personaje que, según sabía de buena tinta, había estado en la cárcel. Por otro lado, había gente más valiosa. Dos de aquellas personas, Sears y McDougall, se habían abierto camino en el comercio de bienes producidos por las expediciones corsarias superando una situación de pobreza. Pese a su modesta fortuna, todavía mantenían un estrecho vínculo con sus orígenes que les permitía arrastrar a las multitudes. Habían instalado su cuartel general en la taberna de Montayne, y hasta tenían un programa: «Primero formaremos una unión con el resto de las colonias. Después mandaremos al infierno a Londres. ¡Nosotros mismos revocaremos la Ley del Papel Sellado!». Disponían además de un atractivo nombre para su movimiento: los Hijos de la Libertad.
Los Chicos de la Libertad, los llamaba John Master. A veces empleaban la razón y otras, aplicaban la fuerza. Una noche en que John y Mercy habían ido al teatro, una multitud de Chicos de la Libertad llegó y destrozó el recinto. Se fueron dándole al estupefacto dueño la explicación de que no debían divertirse mientras el resto de la ciudad pasaba penalidades. En otras ocasiones patrullaban los muelles para cerciorarse de que nadie recibía mercancías de Inglaterra.
Escandalizada por los disturbios, la asamblea provincial votó la entrega de una generosa compensación al mayor James por la destrucción de su propiedad e hizo lo posible por controlar las turbas. Pese a que la asamblea estaba dividida en dos facciones principales, los líderes de una y de otra, Livingston y De Lancey, eran ambos ricos caballeros amigos de John Master.
—Debemos impedir que esos Chicos de la Libertad se nos vayan de las manos —repetían los dos.
No era una tarea fácil, sin embargo.
Master vio una luz de esperanza en la carta de Albion. El comerciante inglés le contaba que en Londres habían sustituido al obstinado Grenville por un nuevo ministro, lord Rockingham, que tenía una actitud más comprensiva con las colonias y quería revocar la Ley del Papel Sellado. Otras personalidades compartían su postura.
«Pero están tan preocupados por los radicales y los disturbios que también se producen aquí en Londres, que temen hacer concesiones que pueden interpretarse como un signo de debilidad. Habrá que armarse de paciencia, pues».
«A ver quién prueba a aconsejar paciencia a los Chicos de la Libertad», pensó John.
Tuvo que esperar otras seis semanas hasta que por fin llegó un barco con la noticia: el Parlamento había revocado la ley.
En la ciudad estalló el júbilo. Los Hijos de la Libertad lo consideraron un triunfo. La asamblea votó la erección de una espléndida estatua del rey Jorge en el Bowling Green. Los negociantes se felicitaron de poder reanudar su actividad comercial. Master estaba sorprendido de la rapidez con que podía cambiar el clima en la ciudad.
No obstante, pese a que se alegraba por aquellas novedades, John Master no pudo abandonarse al alborozo. Y es que en el mismo barco había llegado otra carta. Era de James.
Querido padre:
Pronto concluiré mis estudios en Oxford. Conviene por ello plantearse qué voy a hacer después. El señor Albion me ha sugerido que, si así lo deseo y tú das tu consentimiento, podría aprender algo de los negocios trabajando un tiempo para él. Como ya sabes, él comercia no sólo con las colonias americanas, sino también con la India y otras partes del Imperio. Aunque ansío volver al seno de mi familia y estar con vosotros de nuevo, también pienso que saldríamos ganando si me quedara una temporada aquí. Mientras tanto, podría alojarme en casa del señor Albion. Claro que, en esto y en todo me dejaré guiar por vuestros deseos.
Vuestro obediente hijo,
James
Después de leerla a solas en su despacho, Master tardó varios días en hablar de ella con su esposa. Primero quería pensar.
Una tarde en que acababa de releer la carta, casi una semana después, entró en el salón donde se encontraban su querida Mercy y la pequeña Abigail. Se quedó mirándolas con aire pensativo. Sería difícil, se dijo, encontrar a un hombre que amara más que él a su esposa y a su hija. No obstante, hasta entonces no había tomado conciencia de hasta qué punto anhelaba el regreso de su hijo.
Ni por asomo se le había ocurrido pensar que James no quisiera volver a casa. El chico no tenía culpa de nada, por supuesto. A él le encantaba Londres. Además, aun cuando se revocara la Ley del Papel Sellado, todavía estaba por ver cómo evolucionaría la situación en Nueva York. Posiblemente, James estaría mejor en Londres.
¿Qué debía hacer, pues? ¿Debía consultar a Mercy? ¿Y si ella exigía que James volviera a casa, cuando era evidente que éste no quería? No, eso sería contraproducente. James podía volver de mala gana y guardarle por ello resentimiento a su madre. Lo mejor sería que tomara la decisión él mismo, y si Mercy lo culpaba, tendría que arrostrar las consecuencias.
No obstante, mirando con tristeza a su mujer y a su hija, le atormentaba un interrogante: ¿volvería a ver alguna vez a James?
1770
E
l joven Grey Albion apareció en el umbral de la puerta. James Master le sonrió. Aparte de que Grey era como un hermano menor para él, encontraba divertido que siempre tuviera el cabello alborotado.
—¿No vas a salir, James?
—Tengo que escribir una carta.
Mientras Grey se iba, James exhaló un suspiro. No iba a ser fácil redactarla. Aunque siempre añadía una breve nota a los informes que con regularidad enviaba Albion a su padre, cayó en la cuenta abochornado de que hacía más de un año que no escribía una verdadera carta a sus padres. La que debía redactar entonces sería larga, y haría todo lo posible para que fuera agradable para ellos. El verdadero motivo por el que se la mandaba no lo expondría, sin embargo, hasta el final.
No estaba seguro de que les fuera a gustar.
«Queridos padres», escribió y luego hizo una pausa. ¿Cómo debía empezar?
John Master nunca había tenido ninguna pelea con su esposa, pero en aquel luminoso día de primavera faltó poco para que se desatara una áspera discusión entre ambos. ¿Cómo podía pensar ella algo así? Aunque exteriorizaba reproche, en realidad estaba furioso.
—¡Te ruego que no vayas! —protestó.
—No puedes decirlo en serio, John —replicó ella.
—¿No ves que me vas a poner en ridículo?
¿Cómo era posible que no lo entendiera? El año anterior se sintió halagado cuando le ofrecieron participar en la gestión de la Trinity. El nombramiento entrañaba prestigio, pero también obligaciones… entre las cuales se hallaba, sin duda, que la propia esposa no asistiera abiertamente a una reunión con una pandilla de Disidentes. Cinco años atrás no habría sido tan grave, pero los tiempos habían cambiado. Los Disidentes traían complicaciones.
—No blasfemes, por favor, John.
—Tú eres mi esposa y, como tal, exijo que me obedezcas —estalló.
Ella bajó la vista, sopesando con cuidado las palabras.
—Lo siento, John —respondió con calma—, pero existe una autoridad superior a ti. No me prohíbas escuchar la palabra de Dios.
—¿Y quieres llevar a Abigail?
—Sí.
Sacudió la cabeza con impotencia, consciente de que no valía la pena sostener una pugna con la conciencia de su mujer. Ya tenía bastantes quebraderos de cabeza sin contar aquél.
—Entonces marchaos —gritó con exasperación—. Pero no será con mi bendición.
«Ni con mi agradecimiento», añadió para sí. Luego le dio la espalda hasta que se fue.
Mientras mantenía la vigilancia sobre su mundo en la primavera de 1770, a John Master lo alentaba una certeza: nunca había habido un periodo en la colonia en el que hubieran sido tan necesarios los hombres bondadosos, de buena voluntad, capaces de mantener la cabeza fría. Cinco años atrás, cuando hablaban de la necesidad de que los caballeros mantuvieran controlados a los Chicos de la Libertad, Livingston y De Lancey tenían razón. Lo malo era que no lo habían logrado.