Él creía conocer la mayoría de las estratagemas aplicadas por la sociedad de Tammany. Aparte de los trucos básicos, como los pequeños sobornos para la obtención de permisos, o los de mayor cuantía para los contratos, las ganancias más pingües provenían de los contratos fraudulentos. Se trataba, por ejemplo, de suministrar a la ciudad comida para los pobres; entonces, a la factura real se añadía un porcentaje. La diferencia se repartía con la persona que había facilitado el contrato; esta operación se repetía un año tras otro. Era algo difícil de detectar, muy complicado de demostrar y casi imposible de denunciar y llevar ante la justicia… en el supuesto de que a alguien le interesara hacerlo. Con el tiempo, el dinero acumulado podía ser considerable.
Esa artimaña con que le venía el tal O’Donnell no la conocía, sin embargo. Mientras encendían los puros, observó con benevolencia al joven.
—Con intentarlo no se perdía nada.
O’Donnell dio un respingo, pero no dijo nada.
—Mil billetes es una bonita suma para una extorsión —continuó Master con afable tono.
—La planta procesadora…
—No existe, señor O’Donnell —replicó, sonriente, Master—. Ya estoy acostumbrado a pagar a ciertos elementos por esto y por lo de más allá, pero encuentro que la amenaza de una planta procesadora inexistente es un refinamiento admirable. ¿Son muchos los que pican?
Sean O’Donnell guardó silencio un momento, hasta que al final esbozó una sonrisa encantadora.
—¿Quedará entre nosotros, señor?
—Sí.
—Un número sorprendente de personas.
—Bien, presente mis respetos al señor Wood, aunque no seamos de la misma sociedad.
O’Donnell se replanteó un instante la situación.
—Hay un problema, señor. No querría volver a presentarme ante el señor Wood con las manos vacías. No es una buena idea.
—Supongo que no. ¿Y qué aceptaría?
—Quinientos, como mínimo.
—Doscientos cincuenta.
—No bastará, señor. Ya sabe que seguramente saldrá elegido alcalde en las próximas elecciones.
—¿Y van a trucar las urnas?
—Por supuesto —reconoció alegremente Sean.
—Doscientos para él y la misma cantidad para vos.
—Es usted muy comprensivo, señor.
Frank Master se levantó y salió un minuto de la habitación para regresar con un fajo de billetes.
—¿Acepta dinero en metálico?
—Desde luego.
Master volvió a instalarse en el sillón y dio una chupada al puro.
—Aquí tenemos trabajando a una chica apellidada O’Donnell, Mary O’Donnell —comentó.
—Es un apellido bastante frecuente —contestó Sean.
Master siguió aspirando humo del cigarro.
—Es mi hermana —reconoció por fin el joven—. Aunque ella no sabe que estoy aquí; en realidad no le gusta lo que yo hago.
—Yo creo que aquí la tratamos bien.
—En efecto.
—Dijo que había un tipo que la importunaba. Mi esposa le indicó que no volviera a venir más por aquí.
—No volverá a causarles molestias.
—¿No cree que le interese que le diga a Mary que he conocido a su hermano?
—Preferiría que no.
Sean paseó la mirada por el lujoso salón, mientras Master lo observaba.
—Para que lo sepa —declaró con calma—, los de Tammany no han inventado este juego. Mis antepasados hacían lo mismo incluso antes de que Stuyvesant fuera gobernador. Supongo que siempre se ha dado ese tipo de cosas en las ciudades y siempre se seguirán dando. —Asintió con aire satisfecho—. Las caras cambian, pero el juego es el mismo.
—¿O sea que puede que un día mi nieto esté sentado en un sitio como éste?
—Puede. Parece usted un hombre con un gran futuro.
—Me gustaría —admitió Sean con sinceridad—. Quizás entonces mi hermana me vería con mejores ojos. —Calló un instante—. Me ha tratado usted muy bien, señor, sobre todo teniendo en cuenta la gran diferencia que existe entre nosotros.
Master aspiró lentamente el humo, observando al joven con los ojos entornados.
—No es tanta la diferencia, O’Donnell —puntualizó—. Es sólo que a mí me tocaron mejores cartas en el juego.
1860
C
uando Hetty le pidió que lo acompañara, Frank estuvo a punto de rehusar. Y cuando se decidió a ir, en realidad no lo hizo por complacerla, sino porque resolvió que lo mejor sería ir a ver cómo era ese condenado Lincoln, ya que había acudido a Nueva York.
La primera vez que Frank Master oyó hablar de Lincoln fue dos años atrás, cuando éste adquirió resonancia en Illinois al presentarse para el Senado en competición con Douglas, que ya ocupaba un escaño por el Partido Demócrata. Los dos candidatos mantuvieron una serie de debates públicos, de los que rindió buena cuenta la prensa y, puesto que el tema principal de aquellos enfrentamientos verbales había sido la cuestión de la esclavitud, Master había leído con atención todo lo relativo a ellos. Pese a que Lincoln no había ganado el escaño, Frank adquirió el convencimiento de que era un político hábil.
Después de aquello, de todas formas Frank apenas había prestado atención a aquel abogado de Illinois hasta que, ese mismo mes, con el comienzo del año electoral, el influyente
Chicago Tribune
había anunciado de improviso que iba a apoyar su candidatura a la presidencia. Por ello, a pesar de que no compartía en absoluto el entusiasmo de su esposa y la humedad y el frío reinantes en aquella tarde de febrero, se dirigió con ella al Gran Salón del Instituto Cooper, situada en Astor Place. Puesto que éste se encontraba sólo a unas manzanas de distancia, decidió ir a pie.
Cuando salieron de Gramercy Park, ofreció el brazo a Hetty, que aceptó posar el suyo en él. Unos años atrás aquel gesto habría sido lo más natural del mundo. Sabe Dios cuántos kilómetros habían caminado cogidos del brazo en los primeros tiempos de su matrimonio, cuando ella aún era la joven que lo había acompañado al acueducto Croton. Para entonces raras veces andaban de ese modo y, mirándola de reojo, él se preguntó cuándo había comenzado a instalarse aquella frialdad entre ambos.
Tenía la impresión de que todo se remontaba al momento en que ella había leído aquel libro infernal. En cualquier caso,
La cabaña del Tío Tom
no había sido nada benéfico para su matrimonio. Frank se asombraba al constatar que la cuestión de la esclavitud pudiera haber constituido un elemento de fricción entre él y su esposa. Aunque, bien mirado, tampoco tenía por qué sorprenderse tanto cuando ese mismo asunto había acabado dividiendo a todo el país. El tema de fondo no sólo eran los pros y los contras de la esclavitud, sino la profunda diferencia de mentalidades que la discusión había hecho aflorar y frente a la cual él no podía hacer gran cosa.
Hetty creía que la esclavitud era algo malo y Frank tampoco estaba en desacuerdo con ella. Para él, el asunto no era, sin embargo, tan simple.
—Tenemos que desenvolvernos en el mundo tal como es, no en como debería ser —aducía con calma.
Tampoco se trataba de un tema nuevo. Washington y Jefferson, propietarios de esclavos ambos, habían reconocido la incoherencia que suponía la práctica del esclavismo frente a los principios de la Declaración de Independencia. Los dos habían abrigado la esperanza de que la esclavitud fuera desapareciendo de manera paulatina, aunque sabían que sería algo muy difícil.
Un verano, hacía pocos años, Frank y Hetty habían ido a un centro de vacaciones de Saratoga, en la cuenca alta del Hudson. En el hotel habían conocido a una encantadora familia de Virginia, propietaria de una pequeña plantación. A Frank le había agradado en especial el padre, un anciano caballero alto y elegante, de cabello gris, aficionado a sentarse en la biblioteca para leer un buen libro. Habían disfrutado de largas conversaciones, en el curso de las cuales el virginiano se había mostrado muy franco con respecto al tema de la esclavitud.
—Algunas personas aseguran que los esclavos son como los criados de la familia para sus propietarios —había comentado—. Otros denuncian que reciben un trato peor que los animales. En cierto sentido, ambas afirmaciones son verdaderas, porque existen dos tipos de plantaciones con esclavos. En las pequeñas como la mía, los esclavos que trabajan en la casa son casi como sirvientes de toda la vida, y me parece que en los campos también reciben un trato correcto. Por otra parte, también tenemos interés en hacerlo. Hay que tener en cuenta que, en el siglo pasado, la mayoría de los esclavos eran importados. Los propietarios de esclavos podían permitirse ser considerados o no… más bien se decantaban por lo segundo, me temo. Entonces, cuando ya habían sacado todo el jugo a un esclavo, compraban otro. A partir de comienzos de este siglo, sin embargo, el Congreso puso fin al negocio de la importación de esclavos. Como éstos debían haberse criado en la casa, los propietarios tenían un incentivo para tratarlos como a un ganado valioso, por así decirlo, en lugar de matarlos trabajando. Con ello se podría pensar que se mejoró la condición de los esclavos.
»En el Sur profundo, no obstante, existe un tipo de plantación totalmente distinto. Se trata de una especie de enormes fábricas, en las que con frecuencia se explota al esclavo hasta la extenuación. —Asintió con pesar—. Las condiciones más parecidas con las que se puedan comparar son las factorías industriales y las minas de carbón de Inglaterra, donde los trabajadores sufren casi lo mismo, aunque ellos al menos reciben una mísera paga. La única diferencia es que… al menos en teoría… los pobres ingleses tienen algunos derechos, mientras que en la práctica, los esclavos no tienen ninguno. Esas grandes plantaciones, señor mío, consumen deprisa a los esclavos y necesitan reponerlos con frecuencia. ¿Y de dónde los sacan? En general de los estados situados más al norte. Se los venden y los hacen bajar por el río, como dicen. Desde Virginia se mandan barcos repletos cada año.
—¿Usted también se los vende?
—No, pero yo no tengo muchos esclavos y, a diferencia de algunos de mis vecinos, no ando escaso de dinero. De lo contrario, la tentación sería grande. —Exhaló un suspiro—. No es que defienda el sistema, Master, sólo lo describo. Y la triste verdad es que los grandes hacendados del Sur necesitan esclavos, y muchos granjeros de Virginia dependen de los ingresos que obtienen vendiéndoselos.
—Pero esos grandes hacendados son una minoría —señaló Frank—. La mayoría de los granjeros del Sur tienen pocos esclavos, o no tienen ninguno. ¿Qué incentivo tienen ellos para respaldar el sistema?
—El blanco del Sur, aunque sea pobre, siempre tiene al menos la posibilidad de considerar con desprecio al negro. Lo condicionan además dos grandes temores. El primero es que si algún día los esclavos negros llegaran a ser libres, su venganza sería terrible. El segundo es que, una vez libres, los negros les quiten el trabajo y compitan con ellos por la propiedad de la tierra. Para lo bueno o lo malo, Master, la riqueza del Sur está íntimamente relacionada con los esclavos, como también su cultura. El Sur cree que el fin de la esclavitud sería su ruina y lo cierto es que siempre ha temido caer bajo el dominio del Norte. No quieren quedar a merced de los implacables neoyorquinos, que sólo piensan en el dinero, ni de los arrogantes puritanos yanquis. —Esbozó una sonrisa—. Ni siquiera de personas tan bondadosas como su esposa.
En todo lo relacionado con la mecánica, Frank Master siempre se había sentido atraído por lo nuevo y osado. En cuestión de política, en cambio, al igual que su abuelo lealista, era de natural conservador. Si el Sur estaba ligado a la esclavitud, él era partidario de encontrar una solución intermedia. Eso era, al fin y al cabo, lo que habían venido haciendo el Congreso y el gobierno desde hacía medio siglo. No habían escatimado esfuerzos para mantener el equilibrio entre ambas culturas. Frente a los nuevos estados esclavistas que se habían creado, como Misisipí y Alabama, habían nacido otros de población libre en el Norte. Cuando Misuri se incorporó a la Unión como estado esclavista tres décadas atrás, del norte de Massachusetts surgió el estado libre de Maine a fin de mantener compensada la balanza. A la inversa, el estado libre de Hawai no había adquirido el estatuto de estado debido a la oposición del Sur; Cuba, con una abundante población de esclavos, había estado varias veces a punto de anexionarse como nuevo estado esclavista.
En cuanto a la cuestión misma de la esclavitud, ¿no era preferible dejar de pensar en ella durante un tiempo? Incluso en el Norte, la mayoría de estados todavía consideraban que el negro era inferior. Aunque eran libres, los negros de Nueva York, Connecticut y Pensilvania no podían votar. En 1850, la Ley de Fugitivos había declarado que quien no entregase al esclavo que se había escapado cuando su propietario sureño lo reclamaba incurría en un delito federal, aunque se encontrara en Rhode Island o Boston. Por más que suscitaran las iras de los moralistas y los abolicionistas, Frank Master consideraba indispensables tales concesiones.