El ansia de lucro, omnipresente, estaba bien vista. Los codiciosos personajes que ganaban dinero fácil eran considerados héroes.
Gorham, por su parte, no podía evitar hacerse una pregunta: ¿Había pecado por falta de ambición?
A veces, sentado en su oficina, sacaba el dólar Morgan de plata que le había dado su madre y lo observaba con tristeza.
¿Acaso los Master de épocas pasadas, los mercaderes y propietarios de barcos corsarios, los especuladores en inmuebles y terrenos, se habrían quedado tranquilamente sentados en un despacho de una empresa aceptando un sueldo, aunque fuera un sueldo con primas y participaciones en Bolsa? ¿Habrían sido tan prudentes cuando otros estaban ganando fortunas con rapidez? Él creía que no. Nueva York era escenario de un momento de prosperidad y él seguía sentado e inactivo, atrapado por su propia cautela y respetabilidad.
¿Estarían todos los de su clase, gente de categoría añeja, condenados a la mediocridad? No, algunos, como el mismo Tom Wolfe, habían salido del molde.
Gorham no había salido del molde exactamente, pero sí había emprendido algunas discretas transacciones por su cuenta que le habían dado buenos resultados. Había pedido dinero prestado para invertir, por supuesto, ya que aquélla era la única manera de ganar dinero rápidamente y los riesgos eran mínimos en una situación de alza del mercado. De hecho, por la época del embarazo de Maggie había acumulado una considerable cartera de valores.
A ella no le había dicho nada. Tenía intención de hacerlo cuando hubiera ganado lo bastante para impresionarla, cosa que no sería fácil tratándose de una abogada que estaba acostumbrada a trabajar con clientes muy acaudalados. Él perseveraba, con todo. No le costaba mantener en secreto sus actividades, dado que declaraban a la hacienda pública por separado. Aquello fue idea de ella desde el principio de su matrimonio. Él no sabía cuánto ganaba Maggie ni ella cuánto ganaba él. Llevaban la cuenta de sus gastos mensuales, que dividían a partes iguales entre los dos, y nada más. Hasta que a Maggie la aceptaron como socia, él dio por sentado que tenía más ingresos que ella. Ahora ya no estaba tan seguro. Tampoco importaba mucho, desde luego. De todas maneras, con las primas y las acciones prioritarias, sí, probablemente seguía ganando más… aunque los socios de los grandes gabinetes de abogados obtenían unos sustanciosos beneficios. Cuando por fin se forrara en la Bolsa, pensaba con secreta satisfacción, habría llegado el momento de ponerla al corriente.
Todo había ido bien hasta el desastre del mes anterior.
En octubre, la Bolsa se vino abajo. No fue un crack como el de 1929, sino una brutal corrección. Las agencias de Bolsa pasaban por un mal momento y se generalizaban los despidos. Al trabajar en un banco comercial, a Gorham aquello no le afectaba, ni tampoco a los abogados, que siempre tenían trabajo arbitrando todos los desastres. Con sus participaciones en Bolsa salió muy perjudicado, sin embargo. Dos días atrás, después de revisar lo que le quedaba tras haber atendido los requerimientos de pago, descubrió que se encontraba exactamente en el mismo punto donde había empezado varios años atrás. No era un balance muy satisfactorio. Podía felicitarse de que no fueran a mudarse a un apartamento mayor ese año.
No le había contado nada a Maggie. No había necesidad de disgustarla con aquella clase de noticias cuando estaba a punto de dar a luz, ni tampoco tenía mucho sentido decírselo después. Así actuaban los buenos corredores de Bolsa, pensaba, minimizando las pérdidas y manteniéndose calladamente en un segundo plano para después volver a avanzar.
Hacía tres días que había recibido aquella imprevista proposición. Lo llamó por teléfono un banquero al que apenas conocía. Mantuvieron un discreto encuentro, seguido de otras reuniones con socios de la empresa inversora en cuestión. Después le hicieron una propuesta provisional que no era como para descartarla de entrada.
Le preguntaron si quería pasar a trabajar en un banco de inversión. Era todo un halago, desde luego. Los socios del banco de inversión consideraban que poseía cualidades y dotes para el trato con los clientes que les serían muy útiles y, después de tratar a fondo la cuestión comprendió que no les faltaba razón. La remuneración se presentaba interesante y le había gustado la gente con la que iba a trabajar.
Además, como en todo banco de inversión habría animación, la oportunidad de asumir iniciativas propias y de ganar mucho dinero. Por otro lado, el horario de trabajo sería mucho más cargado.
Era posible que aquélla fuera una gran oportunidad para él, la clase de catapulta que, a su juicio, los Master de antaño no hubieran desperdiciado. Lo malo era que perdería unas cuantas participaciones de acciones y seguramente vería menos tiempo a su familia del que habría querido.
¿Era oportuno embarcarse en aquello? ¿Poseía la confianza para asumirlo? ¿Estaba dispuesto, después de las pérdidas sufridas en la Bolsa, a renunciar a su seguridad?
No lo sabía. Quería hablarlo con Maggie, pero aquél no era precisamente el momento más adecuado para plantearle algo a una esposa, cuando estaba a punto de dar a luz.
Se pusieron en marcha. El conductor del camión terminó el reparto, el ruso le dedicó un insulto y él le correspondió con un juramento. Luego, murmurando con furia entre dientes, el ruso arrancó a toda velocidad. Los semáforos estaban bien sincronizados en Madison, gracias a Dios, a diferencia de en Park Avenue, donde uno se veía obligado a pararse cada ocho o diez manzanas. En cuestión de minutos llegaron al Mount Sinai y luego cruzó como un vendaval la entrada para averiguar dónde estaba Maggie.
La habían trasladado ya al quinto piso. Cuando llegó allí, la primera persona que vio fue al doctor Caruso.
—Todo va bien —lo tranquilizó éste—. He mandado que la subieran directamente porque la dilatación va muy deprisa.
—No debía haber ido a la oficina, ¿verdad?
—Ya conoce a su esposa —repuso el médico—. Aunque a menos que haya un problema, las mujeres activas suelen tener los hijos con más facilidad. Yo habría preferido no tener que trabajar con tanta urgencia —añadió con una sonrisa.
—Al menos no ha tenido que asistir al parto en la sala de conferencias de la Branch & Cabell, de modo que ya puede darse por contento.
—Exacto. Maggie dice que va a entrar en la sala de partos.
—Tengo que ir.
—No es obligatorio.
—No, en realidad, tengo que ir. —Gorham esbozó una sonrisa—. Ya se lo explicaré después.
—En ese caso tendrá que tomar ciertas medidas —indicó Caruso—. La enfermera le dará una bata y, si lleva un reloj, quíteselo. Mientras tanto, puede ir a su habitación, hacia allí, en la segunda puerta.
Al mirar a Maggie lo inundó una gran oleada de afecto.
—Hola, te he traído la bolsa. ¿Estás bien?
—Sí —confirmó alegremente Maggie—. Todo va perfecto.
Estaba un poco asustada, pero sólo él era capaz de darse cuenta.
—Vaya una manera de interrumpir tu reunión —bromeó—. ¿No podías pedirle al niño que adaptara el horario?
—Pues no. Es tan terco como su madre.
—¿Has llamado a tu madre y a tu padre? —Sus padres, ya jubilados, se habían ido a vivir a Florida hacía poco.
—Sí. Les he prometido que los volvería a llamar más tarde. ¿Y tú?
La madre de Gorham también vivía en Florida.
—No he tenido tiempo.
Una enfermera llegó con una bata azul claro. Mientras se la ponía, Gorham se planteó qué hacer con el reloj. No quería dejarlo en la habitación. Al ver que la bata tenía un bolsillo, lo puso allí.
El doctor Caruso volvió y examinó a la paciente.
—Vaya, vaya —exclamó con una radiante sonrisa—. Veo que no pierde el tiempo. Volveré dentro de poco.
Gorham se colocó al lado de Maggie y le tomó la mano.
—¿Todo bien?
Maggie había rehusado que le pusieran la epidural. Era muy propio de ella. Iba a hacerlo todo ella misma, sin ayuda, a su manera.
—Y ahora —dijo Gorham con ademán severo, situándose al pie de la cama—, creo que es hora de que aprendas a respirar.
La primera clase de respiración había tenido lugar tres meses atrás. En principio debían asistir juntos los maridos y las mujeres, para aprender a practicar como un equipo. Aquello formaba parte de las tendencias de las parejas modernas y él estaba de acuerdo. Se reunieron en una pequeña sala del hospital. Él y otro futuro padre fueron los primeros en llegar. La enfermera que daba la clase entró cinco minutos después. Luego esperaron.
Al cabo de cinco minutos, la enfermera les preguntó los nombres de sus esposas. Tras otros cinco más comenzó a enojarse. El otro hombre, un individuo bajito y un poco calvo, más o menos de su edad, lo miró con un suspiro.
—¿A qué se dedica su mujer?
—Es abogada. ¿Y la suya?
—La mía trabaja en un banco de inversión.
Los dos se volvieron hacia la enfermera.
—Mejor será que empecemos sin ellas —opinaron.
Ahora que Maggie era socia la presión no era tanta, pero si alguien creía que iba a interrumpir una reunión importante para ir a una clase de respiración…
No acudió ni a la primera, ni a la segunda cita. A la tercera sí. La enfermera no estaba muy contenta, pero a Gorham no le molestó… a aquellas alturas controlaba bastante bien aquello de la respiración.
—Veamos —dijo la enfermera, lanzando una severa mirada a Maggie—. Lo fundamental es instalar un ritmo continuo que ayude a relajarse. Va a aprender a inspirar. Al decir RE… cuente uno… dos… tres… cuatro… y LAX. RE… uno… dos… tres… LAX. A medida que las contracciones sean más frecuentes se puede hacer un poco más rápido. Bueno, sólo tiene que seguir la cadencia que le marque su marido. Y RE… uno… dos…
Por la puerta asomó una enfermera.
—Hay una llamada de una tal señora O’Donnell —anunció.
—Dígale, por favor, que llame más tarde —dijo la otra enfermera.
—Me temo que debo ponerme —dijo Maggie, dirigiéndose a la puerta.
—¿Quiere hacer el favor de sentarse? —le pidió, elevando el tono, la enfermera.
—Perdón —dijo Maggie, ya en la puerta.
—¿Es que no se da cuenta de que es su hijo? —gritó la enfermera.
Maggie dio media vuelta y luego dirigió una cariñosa mirada a Gorham y una radiante sonrisa a la enfermera.
—No se preocupe —dijo—. Formamos un magnífico equipo. Él respirará y yo tendré el niño.
—Respira… dos… tres… empuja —decían Gorham y el médico—. Respira… dos… tres… empuja.
—Empuje ahora… —indicó el médico—. Muy bien… eso es… casi ya está… empuje… lo máximo que pueda…
—¡Aay! —gritó Maggie.
El doctor Caruso ya no hablaba. Estaba ocupado sacando al bebé.
—Otra vez —pidió.
Maggie dio otro grito… Gorham se quedó petrificado. El doctor Caruso retrocedió un paso. El bebé lloró. Caruso sonrió.
—Felicidades. Tienen un hijo.
De modo que ya había nacido.
—Veo que ambos asistieron a las clases de respiración —le comentó unos minutos después el médico—. Lo han hecho muy bien.
Gorham miró a Maggie y Maggie miró a Gorham.
—¿A que sí? —dijo Maggie.
Todo salió bien pues. Al cabo de un rato, Maggie quiso descansar unas horas, de modo que Gorham decidió volver a casa. Se quitó la bata y la enfermera le indicó que la metiese en la rampa que comunicaba con la lavandería. Preparó sus cosas para irse. Estaba a punto de abandonar la planta en compañía del doctor Caruso cuando se dio cuenta de algo.
—Vaya por Dios. He dejado el reloj en el bolsillo de la bata. Se ha ido directo a la lavandería.
—Lo siento —dijo Caruso—. ¿Era un Rolex?
—Oh, no. No era caro, pero aun así…
—Puede decírselo a la enfermera para que avise a los de la lavandería. Quizá lo encuentren.
—¿Cree que esto ocurre a menudo?
—Es probable.
—¿Y encuentran alguna vez los relojes?
—No sabría decirle. Creo que los empleos de allá abajo están bastante solicitados.
—Ya.
—Considérelo desde este punto de vista —le aconsejó Caruso—. Puede que haya perdido un reloj, pero ha ganado un hijo.
Al llegar a casa, llamó a los padres de Maggie y a su madre. Después abrió una botella de champán y tras brindar con Bella por el nacimiento, le dijo que debería acompañarlo cuando volviera al hospital para que viera al niño. Por otro lado, le interesaba que se estableciera un lazo entre Bella y el pequeño.
Le quedaba un buen rato sin saber qué hacer. Estaba demasiado emocionado para sentarse a mirar la televisión y, desde luego, era incapaz de ponerse a trabajar. Empezó a caminar arriba y abajo.
Quizá podría llamar a Juan. Sí, no estaría mal.
Postergó, sin embargo, la llamada, y siguió yendo de un lado a otro. Aunque no quería pensar en ello, no podía quitarse el asunto de la cabeza.
¿Qué demonios iba a hacer con la oferta del banco de inversión?
L
a crisis que invadió la vida de Gorham Master se fraguó de manera tan gradual que, al cabo de los años, ni él mismo pudo precisar cuándo se inició el proceso. Seguramente fue cuando rechazó la oferta para integrarse en la compañía de inversión en el momento del nacimiento de Gorham Junior. En aquel momento le pareció lo mejor, y Maggie también estuvo de acuerdo con su decisión.
Desde entonces, su vida transcurrió sin sobresaltos. La caída de la Bolsa de 1987 pronto se convirtió en un lejano recuerdo, que aunque doloroso, quedaba colocado en su lugar como uno más de los ciclos de altibajos del mercado que se venían repitiendo de manera regular entre Londres y Nueva York desde hacía unos trescientos años.
A continuación se produjo, no obstante, otra recesión, centrada esa vez en el mercado inmobiliario neoyorquino, que fue bastante beneficiosa para la familia Master. Poco después del nacimiento de su segundo hijo, Richard, quedó disponible en su mismo edificio un apartamento de ocho habitaciones.
—El precio que piden es sólo el setenta por ciento de lo que seguro que habrían pedido hace dos o tres años —explicó él mismo a Maggie.
La lógica financiera era impecable: comprar cuando el mercado iba a la baja. Se trataba, además, de una venta de una herencia, y los administradores se alegraron de poder vender a un comprador de confianza que ya vivía en el edificio, con lo cual no tuvieron necesidad de requerir el visto bueno de la junta de copropietarios ni tampoco pagar comisión a un agente inmobiliario. Gorham y Maggie pudieron negociar un precio muy ventajoso. Vendieron su antiguo apartamento y, para el resto, hicieron una hipoteca entre ambos. Al año siguiente, Gorham salió elegido como miembro de la junta de copropiedad, en la que permaneció varios años.