—La familia es un motor poderoso. Yo siento la enorme responsabilidad de devolver a mi familia la posición que antes tuvo, pero debo reconocer que yo mismo lo elegí. Mi padre optó por otra vía. ¿A ti te mueve algo parecido?
—Yo no siento ninguna obligación con respecto al pasado, pero sí para conmigo misma. Mi madre siempre insistió mucho en eso. No paraba de decirme que podía llegar a ser lo que quisiera y que tenía que estudiar una carrera. Cásate, precisaba, pero nunca dependas de un marido. Ella es maestra.
—¿Ha tenido fricciones con tu padre?
—No, se quieren mucho. Es sólo que ella cree que debe ser así.
—Conozco unas cuantas abogadas que se desenvolvían muy bien en el plano profesional pero que dejaron de trabajar al tener hijos.
—Pues no va a ser mi caso.
—¿Crees que puedes tenerlo todo?
—Hacerlo todo, tenerlo todo, claro. Es un dogma de fe.
—Quizá no sea sencillo.
—Lo fundamental es organizarse bien… y a mí se me da muy bien eso de organizarme. Aunque me temo que sería un desastre de esposa para un ejecutivo.
—Entonces será mejor que te cases con un abogado, alguien que comprenda lo que tienes que hacer.
—De ninguna manera.
—¿Por qué?
—Por la competitividad. Siempre hay competitividad en una misma profesión. Alguien va a ganar y alguien va a perder. Si eso ocurre dentro de un matrimonio, no es buena cosa.
—¿No quieres perder?
—¿Y tú?
—Supongo que no —admitió Gorham—. ¿Qué te propones hacer entonces?
—No tengo un plan concreto. Sólo confío en encontrar a la persona idónea, alguien que considere la vida como una aventura, que quiera seguir creciendo, tanto en el plano profesional como personal.
Gorham reflexionó un momento. Aquella abogada era todo un desafío.
—¿Qué te ha parecido mi amigo Juan? No has manifestado tu punto de vista después del apasionado discurso que ha pronunciado a cuenta de los Jóvenes Señores y los Panteras Negras.
—Era sólo porque estaba pensando en lo que ha dicho. En realidad, me ha parecido admirable.
Gorham asintió. En Nueva York había conocido muchas mujeres que querían tener éxito en su vida profesional, pero en Maggie percibía no sólo inteligencia y determinación, sino una especie de calidez que le agradaba. Detrás de la cautela de la letrada había también un espíritu libre.
Seguían tranquilamente sentados cuando sonó el teléfono.
—Hola, Gorham. —Era Juan—. ¿Has visto lo que está pasando?
—¿A qué te refieres?
—Supongo que por Park Avenue debe de estar tranquilo.
—Bastante.
—Bueno, pues no salgas de casa. Por cierto, me he enterado de lo que ha ocurrido: los rayos han destruido una parte de la red eléctrica. En Nueva Jersey tienen luz, pero casi la totalidad de los cinco distritos está sin suministro. Las cosas se están poniendo feas en el Barrio y si no vuelve pronto la luz, esta noche va a haber mucha acción en Harlem. Ya he visto cómo destrozaban una tienda no lejos de aquí.
—¿Quieres decir que están saqueando?
—Pues claro. Las tiendas están llenas de cosas que la gente desea tener, y nadie puede ver qué es lo que ocurre. —Lo contaba casi con alegría—. Gorham, si tú tuvieras varios hijos y estuvieras sin dinero, también saquearías las tiendas. Bueno, sólo quería decirte que no salgas. Esto podría extenderse hasta el centro, tal como se presentan las cosas.
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Puede que vaya a echar un vistazo, pero para mí éste es un territorio propio, ya me entiendes.
—No te busques complicaciones, Juan.
—No te preocupes, Gorham.
Gorham colgó y explicó a Maggie lo que le había dicho Juan.
—Quizá será mejor que te quedes aquí —aconsejó—. Tengo una habitación libre.
—Buena estrategia —replicó ella con cinismo.
En circunstancias normales, quizás hubiera realizado cálculos tratando de decantar la velada hacia una salida u otra. Aunque comenzaba a estar realmente interesado por Maggie, aquél no era el momento.
—No —respondió con aplomo—, por más que me agrade tu compañía, Maggie, no intentaba seducirte. Lo que sí pienso hacer es acompañarte dentro de un rato hasta tu casa y procurar que no te pase nada. Si Juan cree que podría ponerse feo afuera, no pienso correr riesgos.
—De acuerdo. Te lo agradezco.
Después charlaron un poco más. Él le preguntó si podría llamarla y ella le dijo que sí y le dio su número de teléfono. Luego le pidió que la acompañara a casa. Antes de salir, llamó a Juan para que le pusiera al corriente de los últimos acontecimientos, pero no contestó.
Como no había ningún taxi en Park Avenue, comenzaron a andar hacia la Ochenta y Seis. Todo estaba oscuro y tranquilo, pero al norte de la avenida se veían unos resplandores que podían ser hogueras. Siguieron caminando sin hablar, pero al llegar a la Ochenta y Cuatro, Maggie interrumpió el silencio.
—¿Estás rumiando algo?
—Nada, una tontería.
—Déjame adivinarlo. Te has quedado preocupado porque Juan no ha respondido al teléfono.
Se volvió hacia ella y con la oscuridad no alcanzó a verle la cara.
—Pues sí. Es absurdo, porque él conoce el Barrio como la palma de su mano.
—¿Dónde vive?
—Entre la Noventa y Seis y la Lexington. En realidad es un edificio con portero.
—Después de dejarme en la Ochenta y Seis piensas ir hasta su casa, ¿verdad?
—Sí lo estaba pensando, de hecho.
—Pues entonces vayamos juntos —propuso, enlazando el brazo con el suyo.
—Es usted una mujer extraña, señorita O’Donnell.
—Más vale que te hagas a la idea.
Al llegar al paso de peatones de la Noventa y Seis dispusieron de una panorámica de un amplio sector del Harlem latino. Aunque las calles estaban tranquilas por el momento, vieron varios fuegos. Caminaron a paso rápido hacia el edificio de Juan. El portero había cerrado la puerta, pero después de inspeccionarlos con la linterna les abrió. Gorham le expuso su propósito.
—El señor Campos no ha vuelto a salir, señor, se lo puedo asegurar. —Gorham manifestó su alivio—. ¿Había venido a visitarlo otra vez? —inquirió el portero. Gorham respondió que sí—. Bueno… —El portero decidió, al parecer, que Gorham y Maggie parecían personas de orden—. Algunos de los inquilinos han subido a la azotea. Quizás esté allá arriba. El interfono no funciona, pero puedo llamar a su número, si usted lo tiene, por si ha vuelto a bajar.
Esa vez Juan respondió. Se quedó asombrado al enterarse de que Gorham estaba en la portería.
—Pensaba que igual estabas por ahí con esa pelirroja tan guapa.
—Está aquí conmigo.
—¿Queréis subir a la azotea? Estamos reunidos unos cuantos aquí, y tenemos cerveza. Tendréis que subir a pie doce pisos.
Gorham transmitió la invitación a Maggie.
—Aceptamos —anunció ella.
Desde la azotea se disfrutaba de una excelente vista sobre una buena porción de Harlem y también se veía recortada la silueta del lado este de Brooklyn. En toda la zona se divisaban incendios.
El sonido de las sirenas de los bomberos resonaba en la noche. Al cabo de un rato, a unas manzanas de distancia en la misma avenida Lexington, sonó un chirrido de neumáticos seguido de ruido de vidrios rotos, como si alguien hubiera estrellado una camioneta contra el escaparate de una tienda.
—Debe de ser el supermercado —dedujo Juan. Luego, volviéndose hacia Maggie, añadió—: Esto es el Barrio, mi gente.
Tomando cerveza de lata, contemplaron cómo se multiplicaban los incendios en la cálida y bochornosa noche. Al cabo de un rato, por el lado de Brooklyn empezó a propagarse uno de ellos. Media hora después seguía adquiriendo preocupantes proporciones.
—Debe de abarcar veinte manzanas —calculó Gorham.
—Más, creo —dijo Juan.
Así, hasta entrada la madrugada, se quedaron en la azotea, observando cómo la gran y desmembrada ciudad de Nueva York expresaba su tensión, su rabia y su miseria mediante el fuego y el saqueo.
1987
G
orham Master corría de un lado a otro del apartamento. Sabía que no debía ceder al pánico de ese modo. La bolsa de Maggie estaba pulcramente preparada en el dormitorio, tal como lo había estado durante semanas. ¿Por qué no la cogía entonces y se marchaba sin dilación? Maggie ya estaba de camino hacia el hospital, recorriendo a toda velocidad en un taxi las calles en un día de noviembre. Cuando llegara, necesitaría que estuviera allí con la bolsa.
Su primer hijo. Habían esperado mucho, tal como habían decidido. Maggie quería asentarse en su profesión y él la apoyó en su decisión. Y ahora que había llegado el gran día, lo atenazaba el miedo.
¿Estaría Maggie en condiciones para aquello? ¿Lo soportaría bien?
Él consideraba que hubiera debido parar de trabajar la semana anterior, pero ella le aseguró que se encontraba bien.
—Para serte sincera, cariño —adujo—, prefiero tener trabajo para distraerme.
Él lo entendía, claro. Pero ¿no se habría excedido un poco? Ahora que había llegado el gran momento, lo paralizaba el miedo. ¿Habría tenido que haberle rogado que no fuera al trabajo aquel día? Si algo fuera mal, Dios no lo quisiera, todo sería culpa suya.
Salió de casa a las ocho de la mañana. A las siete, en medio de una reunión celebrada en una de las grandes salas de conferencias revestidas de madera de los diez pisos que ocupaban los despachos de Branch & Cabell, rompió aguas. Reaccionó con mucha calma; eso lo podía imaginar perfectamente. Después de presentar excusas, le llamó para que le llevara la bolsa y bajó en el ascensor para localizar un taxi que la trasladase al hospital. A esa hora del día, no tardaría en llegar. Gorham no podía demorarse mucho, por lo tanto.
—Bella —llamó.
—¿Sí, señor Master?
Bella se encontraba ya detrás de él. Gracias a Dios que podía contar con Bella. Ella siempre sabía dónde estaba todo.
—¿Me he olvidado de algo?
Bella era un tesoro. Era de Guatemala y, al igual que muchas empleadas del servicio doméstico de Nueva York, había iniciado su andadura como emigrante ilegal, pero sus patronos anteriores habían logrado conseguirle un permiso de trabajo. Él y Maggie la habían contratado tres años atrás, porque al trabajar los dos a plena jornada era más fácil tener a alguien que se ocupara de la casa. Al principio, Gorham había dudado un poco sobre el tipo de tratamiento que era más adecuado para aquellos tiempos, pero Bella había resuelto sola la cuestión. Había estado trabajando en un apartamento de la Quinta Avenida y había intuido, con acierto, que la gente de un edificio de Park Avenue esperaba un trato formal. «Señor y señora Master», los llamó de entrada, a lo cual no pusieron ellos ninguna objeción.
Al emplear a Bella aplicaron también una táctica premeditada. Puesto que preveían tener hijos al cabo de un tiempo, Maggie quería tener ya antes a alguien de plena confianza, una persona como de la familia. Ya de buen principio la idea fue que cuando tuvieran un niño, ejercería asimismo funciones de niñera. Últimamente, no obstante, Bella había ido dejando caer algún lamento sobre la gran cantidad de trabajo que tenía, y él ya había captado sus intenciones. Seguro que lo que Bella insinuaba era que al cabo de un año contratasen a una niñera aparte de ella. Puesto que eso no entraba dentro de sus planes, ya vislumbraba una batalla en el horizonte.
—No, señor Master. —¿Había en su tono algún reproche por que siempre estuviera buscando las cosas? Tal vez no. En cualquier caso, le sonrió—. Todo va a salir bien.
Se repitió a sí mismo que no fuera tonto. Bella tenía razón, por supuesto. Maggie tenía buena salud. Había visto las ecografías. El niño estaba bien. Era un niño: Gorham Vandyck Master Junior. Los nombres los había elegido Maggie, no él, porque sabía que le agradarían. Aunque no compartiera su sentimiento dinástico, no le importaba seguirle la corriente. Lo cierto era que sí le agradaban, así que si Maggie estaba de acuerdo, no iba él a oponerse.
El niño estaba bien y el médico era bueno. Caruso se llamaba. No todo el mundo tenía por aquellos tiempos que corrían los arrestos necesarios para dedicarse a la obstetricia. Si algo iba mal, todo el mundo quería denunciar al tocólogo. Las primas de los seguros para tocólogos eran tan elevadas que muchos estudiantes de medicina se arredraban porque no podían permitirse empezar a ejercer en esa especialidad. Aunque Caruso tenía pocos años más que él, Maggie había investigado sus antecedentes y quedado impresionada por su trayectoria.