Hablando de sus respectivas familias, se enteraron de que Peter y Judy habían perdido un hijo.
También conversaron sobre el efecto 2000. ¿Se bloquearían todos los ordenadores cuando la fecha llegara a cero?
—El banco ha gastado un dineral para prevenirlo —señaló Gorham—, pero Maggie afirma que no va a pasar nada.
Luego mostró curiosidad por saber en qué territorios tenía intención de invertir a continuación Peter.
—América seguirá siendo fundamental para nuestro negocio —explicó Peter— y Europa cada vez menos. Creemos que el Extremo Oriente será la zona con mayor crecimiento en un futuro. Dentro de un par de años es posible que nos mudemos a Hawai, para estar más cerca del centro de la actividad.
Después de aquella agradable velada, Gorham y Maggie volvieron a pie a casa por la Quinta Avenida.
—Lo he pasado muy bien —dijo Maggie—. Ha sido una sorpresa volver a encontrarme con Judy.
Gorham asintió, pero no dijo nada. Siguieron caminando en silencio unos metros.
—¿Cuánto dinero crees que tiene Peter? —preguntó él por fin.
—No tengo la menor idea.
—Debe de tener cien millones, por lo menos.
Cien millones. No hacía tanto, un millón de dólares era mucho dinero. Últimamente el listón había quedado situado en una posición muy alta, sobre todo en las dos últimas décadas. Gorham calculaba que para los triunfadores, para la gente como Peter, en la nueva economía global, cien millones era sólo un nivel elemental de riqueza. ¿Cuántas personas tendrían por entonces un centenar de millones de dólares en Nueva York? Muchas, sin duda. En aquellos tiempos, los ricos de verdad debían de tener mil millones.
—¿Qué ocurre? —preguntó Maggie al cabo de un poco.
—Mi vida ha sido un fracaso total.
—Muchas gracias. Da gusto oírte. Tu mujer y tus hijos no cuentan para nada, por lo visto.
—No me refiero a eso.
—Sí. Nosotros somos tu vida, por si no te has dado cuenta.
—Por supuesto que sí. Pero Peter y yo sacamos juntos el máster. A nivel profesional él ha triunfado y yo no.
—Bobadas. Tú has hecho algo distinto, eso es todo. Dime una cosa: ¿en qué momentos consideras que eres más feliz?
—Cuando estoy contigo y con los niños, supongo.
—Me complace oírtelo decir. ¿Has retenido que Peter nos ha dicho que había perdido un hijo? ¿Y crees de veras que él es más afortunado que tú?
—No, sólo que ha tenido más éxito en el plano profesional.
—Puedes estar agradecido por lo que tienes, Gorham. —Continuaron andando en silencio un minuto. Él notaba el creciente enojo de Maggie—. Juan Campos también estuvo contigo en Columbia —señaló de repente—. ¿Me vas a decir que Juan es una especie de fracasado? Porque, para que lo sepas, yo no lo creo así.
Juan Campos había pasado un mal periodo durante varios años, cuando el Barrio y el resto de zonas pobres de la ciudad habían caído en un estado de abandono aún peor. Lo había superado, sin embargo, y ahora estaba realizando una gran labor como administrador en el sistema de centros universitarios de carreras cortas. Gorham tenía el presentimiento de que la carrera de Juan podría desembocar en algo realmente interesante.
—De acuerdo —contestó Gorham—. Ya he entendido por dónde vas.
Ese fin de semana se quedaron en la ciudad. El sábado hizo un día soleado y aprovecharon para ir al puerto marítimo de South Street, donde Gorham dejó estupefactos a sus hijos contándoles que sus antepasados habían sido mercaderes que tenían sedes comerciales allí. Después fueron a ver una película juntos. El domingo, Maggie preparó el almuerzo y tuvieron amigos invitados y, por la tarde, Gorham ayudó a los niños con los deberes. Después se sintió mejor y durante varias semanas se mantuvo ocupado con el trabajo y los niños, y con Maggie por supuesto, y había llegado a la conclusión de que volvía a ser el mismo de antes cuando oyó un fragmento de la conversación que Maggie mantenía por teléfono con una amiga.
—No sé qué hacer con él —decía—. Es realmente complicado.
Luego, cuando lo vio entrar, puso abruptamente fin a la llamada.
—¿De qué hablabas?
—De un cliente que me da ciertos problemas —respondió—. Prefiero no hablar de eso.
Él sospechó, con todo, que tal vez estaba hablando de él.
El nuevo milenio dio comienzo y el tan temido efecto informático apenas tuvo consecuencias en Estados Unidos, ni en el Reino Unido, ni en los otros países que se habían preparado para ello, aunque, de hecho, tampoco causó ningún estrago en los que no habían tomado precauciones especiales. Aquella primavera, el
boom
de las empresas
puntocom
llegó a su punto álgido, a partir del cual el índice NASDAQ emprendió una rotunda caída.
A comienzos de abril, Juan Campos llamó a Gorham y se vieron para comer. Juan estaba muy contento. Le iban bien las cosas. Janet había realizado un documental sobre su centro universitario.
—Con los documentales no se gana un céntimo —comentó Juan—, pero a ella le ha procurado una satisfacción enorme. Quiere enseñároslo un día.
Encantado de ver a su amigo tan en forma, Gorham prometió ir a visitarlos pronto.
Sólo cuando Maggie le preguntó qué tal le había ido la comida y sugirió que salieran una noche a cenar juntos los cuatro, a Gorham se le ocurrió que quizás ella había sido la instigadora de la llamada de Juan. ¿Acaso creía su mujer que tenía tanta necesidad de que le dieran ánimos? En cualquier caso, él pensaba que daba una imagen de perfecta felicidad.
Ese verano llevaron a los niños a Europa. Fueron a Florencia, Roma y Pompeya. Los chicos demostraron bastante interés, pero Emma sólo tenía ocho años y era bastante pequeña para aquello, aunque tenía bastante paciencia con las colas que había que hacer y que en parte evitaban contratando guías. Después fueron unos días a la playa, para compensar aquellas dosis forzadas de cultura. Aquéllas fueron unas de las mejores vacaciones de las que habían disfrutado en años.
De regreso a Nueva York, Gorham realizó un esfuerzo consciente para mantener las cosas en calma. Se presentó candidato para la junta de representantes de la escalera y salió elegido sin dificultad. Aunque no le gustaban mucho algunos de los otros integrantes de la junta, le daba igual. Estaba decidido a aferrarse a todos los elementos de que disponía en la vida. Procuraba salir con Maggie a cenar, los dos solos, al menos una vez cada dos semanas. En Nueva York el tiempo estaba compartimentado. En el trabajo había, naturalmente, un horario, pero él también se lo aplicaba a su vida privada. Dos veces por semana jugaba al tenis en el Town Tennis Club cerca de Sutton Place, o en los meses de invierno, en las pistas cubiertas de debajo del puente de la Cincuenta y Nueve. Durante los meses restantes de aquel año tuvo la impresión de ser dueño de la situación. Maggie parecía contenta. Su vida doméstica era ejemplar. Cuando el año tocaba a su fin, Gorham se sentía bastante orgulloso de sí mismo. Por eso, cuando le cayó el siguiente golpe, le tomó por sorpresa.
Sucedió en una fiesta la semana antes de Navidad. Gorham estaba charlando con un simpático individuo que dijo ser un historiador de la Universidad de Columbia. Hablaron un poco de la institución y después Gorham le preguntó en qué clase de trabajo estaba concentrado últimamente.
—En realidad estoy de año sabático —anunció el hombre—, para poder acabar el libro en el que vengo trabajando desde hace años. Trata del periodo en que Benjamin Franklin residió en Londres y describe su vida en el contexto de todo cuanto tenía lugar allí en el plano de la ciencia, la filosofía y la política.
—Parece sumamente interesante.
—Yo también creo que sí.
—Cuénteme más.
—No tiene más que pararme cuando se haya cansado.
El hombre debía de tener, más o menos, su edad. De altura mediana, cara redondeada y calvicie incipiente, llevaba gafas de montura metálica y pajarita. Era agradable y modesto, pero cuando hablaba del mundo en que había vivido Benjamin Franklin y la viva tradición intelectual que éste representaba, sacaba a flor de piel una pasión y entusiasmo contagiosos.
—¿Le estoy aburriendo? —preguntó cordialmente al cabo de unos minutos.
—En absoluto —aseguró Gorham.
Al poco rato, el historiador puso fin a su explicación aduciendo que más o menos ése era el resumen de su libro y, con un guiño, añadió que quizá cuando saliera publicado le interesaría comprar un ejemplar.
—Compraré varios y los regalaré a mis amigos —afirmó Gorham—. No tiene ni idea de cuánto lo envidio —añadió.
—Usted gana mucho más dinero y goza de mucho más respeto en general del que reciben la mayoría de escritores —señaló, sorprendido el hombre.
—Pero ¿y qué me dice de la actividad mental?
—Muchos de los banqueros que conozco, aparte de ser muy inteligentes, tienen trabajos que requieren un pleno uso de su intelecto. Los retos que hay que asumir para dirigir una empresa son casi tan complicados como los que presenta el dominio de una franja de la historia.
—No estoy tan seguro —disintió Gorham—, pero incluso si lo fuera, usted tendrá algo que yo no voy a tener nunca.
—¿Qué?
—Producirá algo que puede considerar como suyo propio. Su libro permanecerá ahí para siempre.
—Eso de siempre es mucho tiempo —replicó el hombre con una carcajada.
—Todo cuanto yo hago es efímero —se lamentó Gorham—. Cuando los bancos se juntan para conceder un préstamo de cuantía, ponen en el periódico un anuncio en el que se describe el préstamo y se incluye la lista de los principales bancos participantes. Nosotros lo llamamos una lápida. Supongo que se podría decir que mi vida ha consistido en preparar unas cuantas lápidas.
—Representan empresas que de no ser por ustedes no habrían existido. En lo que usted hace yo percibo un nacimiento, no la muerte. Es una idea muy apropiada, ahora que se acerca la Navidad —señaló, sonriente, el escritor.
Gorham también sonrió antes de despedirse de él. Esa noche, a solas, lo asaltó, no obstante, una insidiosa pregunta: «¿Qué he hecho yo de tangible? Repasando mi carrera, ¿he producido algo de lo que pueda decir “Esto es mío. Esto es lo que he creado y dejaré tras de mí?”». Al no hallar nada, lo inundó una terrible sensación de vacuidad espiritual.
En enero de 2001, Gorham Master recurrió a los servicios de un cazatalentos, sin decir nada a nadie, ni siquiera a Maggie, con la esperanza de que tal vez éste pudiera encontrarle algo que aportara sentido a su vida, antes de que fuera demasiado tarde.
8 de septiembre de 2001
G
orham lanzó una mirada al reloj en el momento justo en que sonó el teléfono. Era hora de irse. Nadie habría adivinado que él y Maggie habían mantenido una pelea la noche anterior.
Gorham Junior, Richard y el mejor amigo de Gorham Junior, Lee, estaban excitados. Gorham tampoco tenía ganas de perderse aquella cita. Iban a ir a ver un partido de los Yankees, ni más ni menos.
—Es John Vorpal —anunció Maggie, extrañada de que Vorpal lo molestara a aquellas horas.
—Dile que tengo que ir al partido —le pidió Gorham.
—Cariño, dice que tiene que hablar contigo.
—Pero si va a venir a cenar esta noche…
—Dice que es un asunto privado. —Maggie le pasó el teléfono.
Gorham masculló una maldición. La verdad era que no le caía simpático el tal John Vorpal, pero como estaba también en la junta de copropietarios tenía que esforzarse para llevarse bien con él. Lo malo era que desde que Vorpal ocupaba la presidencia de la junta, él y Jim Bandersnatch estaban haciendo cosas con las que él estaba en desacuerdo.
—John, ahora no puedo hablar contigo.
—Tenemos que tratar la cuestión del 7B. Quieren una respuesta inmediata. ¿Vas a estar el domingo?
—No, tengo que ir a Westchester.
—Qué pena, Gorham.
—¿Esta noche, después de la cena?
Maggie le asestó una mirada asesina. ¿Qué podía hacer sin embargo? Al menos así podría quitárselo de encima.
—Después de la cena entonces. —Por su tono, se notaba que Vorpal tampoco estaba muy satisfecho con la solución.
De todas maneras, si John Vorpal insistía en mantener una conversación en privado sobre el 7B, que ya estaba prevista en la agenda de la reunión del miércoles próximo, no tenía más que aguantarse y quedarse después de la cena.