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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (144 page)

BOOK: Nueva York
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—¿El doctor Caruso? —dijo Maggie.

—Creo que será mejor que le digamos que conocemos a este hombre —intervino Gorham—. Es el tocólogo que ha asistido a Maggie en el nacimiento de nuestros tres hijos. A nosotros nos cae bien.

Vorpal puso cara larga.

—Pero tampoco dejaríamos que eso nos influyera a la hora de valorar la conveniencia de que el doctor Caruso venga a vivir a esta escalera —precisó Maggie.

Gorham la miró con incredulidad. Convencido de que socavaba de forma deliberada su posición, contuvo con todo el mal genio. Tenía que mantener la calma.

—¿Dónde está el problema? —inquirió.

—Vive en West End Avenue —respondió Vorpal.

—Sí, ha residido allí durante años. Mucha gente digna vive en el West End.

—Yo preferiría Central Park West.

—En el West End hay unos cuantos edificios muy selectos, ¿sabe?

—No es su caso —contestó Vorpal con aspereza.

—Sus referencias son impecables. Aquí hay una de un miembro del consejo de administración del hospital Mount Sinai, que está integrado por gente importante. Ese tal Anderson es una persona de prestigio.

—Sí. Es una referencia profesional excelente, pero como recomendación social no tanto.

—¿Por qué?

—Anderson vive en una casa de planta baja, y la otra referencia social de Caruso proviene de alguien de fuera de la ciudad. —Vorpal sacudió la cabeza—. Lo que nosotros querríamos es la referencia de alguien que reside en un edificio de categoría, y mejor aún si forma parte de la junta, en un edificio como el nuestro. Tiene que ser alguien con las mismas características.

—Comprendo.

—Yo estoy buscando clubes, Gorham, personas con una presencia social significativa en la ciudad, cuantiosos donativos para obras caritativas, y no los veo… no veo nada de eso. No veo ni siquiera un club de campo. A esta solicitud le falta… —calló un instante, buscando la palabra— sustancia.

—Yo podría redactarle una referencia —señaló maliciosamente Gorham.

Con la expresión que puso, Vorpal dio a entender que, a su juicio, aquello podría ser insuficiente, aunque de palabra fue más diplomático.

—Me parece significativo que no se lo pidiera a usted, o a alguno de sus numerosos pacientes como usted.

—¿Algo más? —preguntó Master.

—Está la cuestión del dinero.

—¿Sí?

—Nosotros siempre hemos sido un edificio en el que todos pagan la totalidad de una vez, desde luego.

En muchos edificios se permitía tener una hipoteca por la mitad del precio del apartamento. Aquello no era una mala medida, ya que garantizaba una cierta estabilidad económica. Otros edificios de menor categoría permitían hipotecas de un sesenta o incluso setenta por ciento. En donde se llegaba a un noventa por ciento de deuda era en sectores totalmente deprimidos. Los edificios de lujo, en cambio, los despiadados enclaves de gente bien no permitían el menor porcentaje de deuda. El que uno tuviera que pedir dinero prestado para comprar un apartamento significaba que no estaba a la misma altura. Si quería mantener una hipoteca que la pidiera para su casa de campo, pero no allí.

—No parece que tengan ningún problema de liquidez. Los Caruso tienen bastante dinero… Por casualidad me enteré de que la esposa heredó cierta cantidad hace unos años. En realidad, sus justificantes financieros parecen buenos.

Además de las habituales referencias bancarias y declaraciones de renta, los edificios de copropiedad exigían detalladísimos extractos de cuentas. Todos las buenas juntas de copropiedad dejaban expuestos a los candidatos en lo tocante a sus cuentas personales, pero Vorpal y Bandersnatch pretendían dejarlos totalmente desnudos.

—Hum. No está mal, pero quizá no sea suficiente. Como sabe, Gorham, el edificio siempre ha tratado de que se dispusiera de un confortable margen en este sentido. En el nivel básico queremos tener la seguridad de que no va a haber ninguna dificultad con los gastos de mantenimiento mensuales, que para el apartamento de Caruso suman ahora seis mil por mes, ni con ningún incremento que la junta necesite imponer. De todas maneras, nos gusta contar con pruebas de solidez económica. Hace ya tiempo que exigimos que la gente demuestre una disponibilidad de liquidez del doble o triple del valor del apartamento que compran.

—Yo siempre he considerado eso un poco exagerado.

—Bueno, yo creo, y Jim también, que en el clima actual podemos conseguir algo mejor.

—¿Mejor?

—Lo que nos interesa es una liquidez de un valor cinco veces superior al del apartamento.

—¿Quiere que Caruso disponga de veinticinco millones de dólares?

—Creo que podemos conseguir un candidato que los tenga.

—Por el amor de Dios, John, yo tampoco tengo veinticinco millones de dólares.

—Su familia lleva setenta años viviendo aquí. Nosotros valoramos eso.

—¿Pero quieren que los nuevos tengan esa cantidad de dinero?

—Ése es el tipo de gente que nos interesa.

—¿Usted tiene veinticinco millones de dólares, John?

Maggie le dirigió una mirada para advertirle que aquella pregunta era contraproducente, pero él no estaba dispuesto a echarse atrás.

—¿Sabe, John, lo que dijo Groucho Marx de los clubes? «No quiero pertenecer a un club que acepte a personas como yo». ¿Está seguro de que no estamos extralimitándonos hacia el territorio de Groucho Marx con todo esto?

—Otros edificios aplican las mismas exigencias, Gorham. No está al corriente de lo que pasa. En esta avenida hay al menos un edificio que insiste en una disponibilidad de diez veces el valor del piso.

—O sea, que se necesita tener cincuenta millones de dólares para que lo acepten a uno.

—Exactamente. Ya debería estar enterado, Gorham.

Guardó silencio. En realidad tenía cierta idea de cómo se estaban poniendo las cosas, aunque el otro día había oído una anécdota sobre un lujoso edificio donde se había aplicado una exigencia inversa. Un joven prodigio de Wall Street había solicitado su admisión en un edificio presentando como baza el dinero que había ganado recientemente. Al presidente de la junta le dio tanta rabia que el joven fuera ya muchísimo más rico que él que desestimó su demanda.

—Aquí nos interesa gente de solera —respondió cuando éste le preguntó el motivo.

De todas formas, optó por no recordarle a Vorpal aquella anécdota.

—He escuchado tus razonamientos, John, y reflexionaré al respecto.

—Así lo espero. Gracias por esta cena tan encantadora —añadió, dirigiéndose a Maggie.

Luego se fue.

—Quiero que Caruso pueda comprar en este edificio —anunció Gorham a Maggie.

—No estoy segura de que sea factible —repuso ella con expresión impenetrable.

—Aparte de Vorpal y Bandersnatch, en la comisión hay dos miembros más. Hablaré con ellos.

—Lo mismo va a hacer Vorpal.

—Gracias por tu apoyo —espetó con sequedad, antes de alejarse.

A la mañana siguiente se fue temprano a la casa de North Salem. Había que reparar la valla para que no entraran los ciervos. No regresó hasta avanzada la tarde.

Las torres

10 de septiembre de 2001

M
aggie salió de casa de buena mañana el lunes. Gorham se quedó un poco más para comprobar que los niños fueran a esperar puntualmente el autobús escolar. Estaba a punto de marcharse a su vez cuando Katie Keller subió por el ascensor de servicio hasta la puerta de la cocina con uno de sus empleados. Después de una cena de fin de semana, prefería acudir a primera hora de la mañana del lunes para llevarse las cazuelas y bandejas que había dejado apiladas en un rincón de la cocina.

—¿Alguna gran fiesta en perspectiva? —preguntó Gorham.

—Mejor que eso, puede —repuso ella—. Hay una empresa interesada en hacerme un contrato para una serie de eventos empresariales… Eso representaría un gran adelanto si lo consigo. Tienen oficinas en el centro, en el Distrito Financiero.

—Estupendo. Buena suerte —le deseó.

Luego se trasladó a su oficina, donde le esperaba un día muy ajetreado.

El domingo había conseguido hablar con otro de los miembros de la comisión a propósito de Caruso. Había destacado que era una persona distinguida, totalmente respetable, que aun sin ser rico poseía una solvencia económica suficiente.

—Maggie y yo lo conocemos desde hace casi veinte años —aseguró, exagerando un poco.

En cuanto llegó a su despacho se puso en contacto con el otro miembro y consiguió que le prometiera que lo entrevistarían, lo cual ya era algo. De todas formas, se planteaba si debía avisar a Caruso de que podía haber un problema. Sería un buen gesto de su parte, aunque probablemente innecesario porque Vorpal ya debía de haber informado a los propietarios del 7B de que no le parecía bien, y también al agente inmobiliario, con la esperanza de sabotear de entrada el trato. Lo mejor era dejar las cosas tal como estaban. El asunto seguía indignándolo, sin embargo.

La llamada del cazatalentos se produjo a las diez y media. Después de hablar con él un par de minutos, canceló su reunión del mediodía y comunicó a su ayudante que se ausentaría a la hora de la comida. Después, en un estado de agitación interior, cerró la puerta de su oficina y se quedó sentado mirando la ventana.

A las doce y veinte se fue y se trasladó al centro en un taxi. No regresó hasta las tres de la tarde.

Eran las cuatro cuando se acordó de la señora de la galería. Aunque se maldijo por haberle prometido ir a verla aquel día, no podía faltar a la promesa y, además, tenía unos días tan cargados en perspectiva que lo mejor era ventilar aquella cuestión lo antes posible. Llamó pues al número de la galería.

—Me temía que iba a olvidarse de llamar —apuntó la mujer con manifiesta alegría.

—¿Cómo me iba a olvidar?

—Tengo algo que darle. ¿Está libre esta tarde?

—Lo siento, no —respondió, consciente de que la interrupción del cazatalentos lo había dejado con una acumulación de trabajo que atender.

—Ah —dijo, con evidente decepción la mujer—. Hoy precisamente me ha llamado mi hija. Necesita que vaya a ayudarla esta semana, y después me voy de vacaciones con mi marido. Yo soy del parecer que siempre hay que hacer las cosas en el primer momento para que no queden relegadas. ¿No le parece a usted que es lo mejor?

—Por supuesto —convino, acordándose con ironía de los treinta y tres años que llevaba sin entregarle el dibujo de Motherwell.

—¿Se levanta usted temprano? —inquirió la dama.

—A menudo.

—Mañana por la mañana tengo una reunión —explicó—, pero podríamos desayunar juntos temprano.

—Yo también tengo una reunión a las ocho y media.

—Perfecto, igual que yo. ¿Digamos a las siete? En el Regency de Park Avenue sirven el desayuno a partir de las siete. No queda lejos de su casa, ¿verdad?

No supo qué decir. Una mujer de más de setenta años lo estaba presionando para ir a desayunar a una hora intempestiva y ya lo tenía acorralado. Seguro que debía de ser muy buena dirigiendo su galería.

—Me parece bien —aceptó.

Estuvo trabajando hasta las seis y media, momento en que llamó a Maggie para preguntarle a qué hora llegaría a casa. Ella contestó que a las siete y cuarto.

—Después de cenar necesito hablar contigo a solas —anunció.

—¿Ah, sí? ¿De qué? —inquirió ella con tirantez.

—De negocios —repuso—. No puedo explicártelo por teléfono. Hay una novedad.

Cenaron con los niños como de costumbre y los pusieron a hacer los deberes. Eran ya las nueve cuando se fueron a acostar. Maggie lo observó con cautela, con expresión pétrea.

—Bien, hoy he recibido una llamada de un cazatalentos —anunció—. He ido a verlo a la hora de la comida. Hay una posibilidad de que me ofrezcan un empleo.

—¿Qué clase de empleo? —preguntó ella, imperturbable.

—Como director adjunto de un banco. De un banco más pequeño, claro, pero me ofrecen muy buenas condiciones. Me comprarían lo que dejo en mi banco y me ofrecen un contrato muy interesante. Podría representar mucho dinero. —Abrió una pausa—. La idea es que dentro de tres o cuatro años pasara a asumir las funciones de director gerente. Creen que tengo suficiente experiencia para proyectarlo a un nivel operativo superior y por lo que he averiguado creo que no se equivocan.

—¿Dónde está el banco? —preguntó Maggie, que ya intuía adonde quería ir a parar.

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