—Supongo que siempre he querido conseguir el éxito económico que se encuentra en Nueva York. Ése es un aspecto poderoso.
—Ya sabes que ha habido un
boom
de las empresas informáticas… que ahora se está convirtiendo en una burbuja ilusoria.
—Probablemente.
—¿No sabes que también hay otra burbuja ilusoria? Una burbuja de expectativas vanas, de casas mayores, de aviones privados, de yates, de sueldos y primas desaforados. La gente acaba deseando y creándose expectativas de ese tipo de cosas, pero esa burbuja también va a estallar, como no puede ser de otro modo.
—Entonces usted no podrá vender los grandes picassos.
—Ven a mi galería y te venderé obras hermosas a precios más asequibles. Lo importante es que van a tener igualmente valor. El arte tiene que ver con la belleza, con lo espiritual. Nueva York está lleno de personas como yo y no has visto a ninguna. Tú sólo ves dólares.
—Cuando era niño —dijo Gorham—, mi abuela me dio un dólar de plata. Supongo que para mí es un símbolo de todo lo que ha sido la familia, en la época en que teníamos dinero. Siempre lo he llevado conmigo, en el bolsillo, para que me recordase de dónde provengo, de la vieja familia Master, anterior al extravío de mi padre. Seguramente creerá que es una tontería, pero yo siento como si mi abuela me transmitiera eso, como un talismán.
—¿De veras? Debe de ser un dólar Morgan, creo.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Porque yo salía con tu padre por aquella época y me habló de ello. Tu abuela quería darte algo y preguntó la opinión de Charlie. Entonces él le dio el dólar, que había comprado a un coleccionista, para que ella te lo regalara a ti. Tu dólar de plata proviene en realidad de Charlie. Lo demás es una fabulación tuya.
Gorham guardó silencio un buen momento y luego sacudió la cabeza.
—Me está diciendo que estaba engañado…
—La gente viene a Nueva York para ser libre, pero tú te has construido una prisión para ti mismo. —Lanzó un suspiro—. Yo quería a tu padre, Gorham, pero me alegro de haberme casado con mi marido. ¿Y sabes cómo hemos construido nuestro matrimonio? Una capa tras otra de experiencia compartida, hijos, lealtad… Una capa tras otra, hasta haber construido algo que posee más valor que nada de lo que pueda imaginar. Eso es lo que hemos intentado transmitir a nuestros hijos. Eso es lo único que pueden hacer los padres… enseñar a vivir a sus hijos. No creo que vayas a hacer eso yéndote a Boston. —Consultó el reloj—. Me tengo que ir.
—Yo también, creo.
Sarah Adler se puso en pie.
—Te he dado un sermón, pero ahora te haré un regalo. Sé que te va a gustar. Se lo di una vez a tu padre y ahora te lo doy a ti. —Le entregó la lámina de Motherwell—. Hazme el favor de volver con tu familia y disfrutar de una buena vida, Gorham. Me alegraría mucho que fuera así. —Le dedicó una breve sonrisa—. Te voy a dejar que pagues el desayuno.
A continuación se alejó a toda prisa.
Gorham esperaba la cuenta cuando se le ocurrió algo y se apresuró a salir del comedor.
Sarah Adler estaba a punto de subirse a un taxi cuando la alcanzó.
—Yo también quiero darle algo. —Le entregó el cinturón de
wampum
—. Mi padre habría querido que lo conservara usted, estoy convencido de ello, pero puede considerarlo un regalo de mi parte.
—Gracias. —Lo miró a los ojos—. Piensa en lo que te he dicho. —Luego, con una pícara sonrisa, se lo puso en torno a la cintura y lo sujetó—. ¿Cómo estoy?
—Preciosa.
—Bueno, entonces debe de ser que lo soy.
Se subió al taxi y éste se alejó, mientras él regresaba adentro para pagar la cuenta.
—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista, mientras comenzaba a circular por Park Avenue.
—Al World Trade Center —repuso ella.
Gorham se quedó sentado varios minutos a la mesa, sopesando qué debía hacer. Miró el reloj. Si iba a presentarse a la reunión en el despacho del cazatalentos debía ponerse en camino. Con el dibujo bajo el brazo salió a la avenida y, al cabo de un momento, se dirigió en taxi hacia el sur.
El tráfico era fluido en la calle Roosevelt. El taxi rodeó el borde del Lower East Side junto al puente de Williamsburg. A continuación vino el puente de Manhattan y luego el de Brooklyn, y justo después el puerto de South Street.
Fue allí donde tomó la decisión. Cuando el taxi llegó a South Street y giró a la derecha por Whitehall, sacó el móvil. No iba a ir a la reunión.
Como no tenía ganas de volver directamente a la oficina, se bajó del taxi y resolvió llamar a Maggie.
Aproximadamente a las 7:59 de la mañana del 11 de septiembre de 2001, el vuelo 11 de American Airlines proveniente de Boston con destino a Los Ángeles despegó del aeropuerto internacional Logan. El avión, un Boeing 767, llevaba noventa y dos personas a bordo, incluida la tripulación. Poco después de las 8:16 el aparato, que volaba a 9.000 metros de altura, se desvió de su rumbo previsto y no respondió a ninguna de las repetidas llamadas emitidas desde el servicio de control del tráfico aéreo de Boston. Durante un rato, se ignoró su paradero.
A las 8:26 el avión se desvió hacia el sur. Para entonces el servicio de control había escuchado cómo el cabecilla de los secuestradores daba instrucciones a los pasajeros. A las 8:37 se localizó el avión. Volaba en dirección sur siguiendo aproximadamente la línea del río Hudson. Informado el NORAD, dos cazas F-15 se prepararon para despegar de la base Otis de Massachusetts.
A las 8:43 el avión efectuó un viraje final en dirección a Manhattan.
Pocas personas repararon en el aparato que se aproximaba a la ciudad. En primer lugar, no disponían de mucho tiempo. En principio, la imagen de un avión volando bajo en dirección a Manhattan no tenía por qué extrañarles. Eran muchos los aparatos que, aun sin seguir aquella ruta de vuelo, se aproximaban a baja altura a la ciudad para aterrizar en el aeropuerto de La Guardia. Cuando pasó por encima de la ciudad, pocos de los viandantes lo vieron siquiera desde los angostos cañones flanqueados de rascacielos. Los que se hallaban en los muelles o al otro lado del río, en Nueva Jersey, sí lo vieron en cambio. Aunque no parecía haber perdido el control, para entonces volaba demasiado bajo. Algunos testigos pensaron que el piloto tenía problemas y que tal vez intentaba realizar un aterrizaje de emergencia en el Hudson.
En el último momento el avión enderezó el rumbo. Parecía que aceleraba cuando se fue directo a la cara norte de la torre número uno del World Trade Center. A nadie se le ocurrió pensar que aquella extraordinaria ruta de vuelo era intencionada.
A las 8:46 el avión se estrelló contra el costado de la torre norte, justo encima de la planta noventa y tres, y se incrustó en las entrañas del edificio con una tremenda explosión. Viajaba a 1.104 nudos y transportaba 50.000 litros de combustible.
Al doctor Caruso lo habían hecho pasar a la oficina a las 8:35. Aunque sólo se encontraba a unos veinte pisos de altura en la torre sur, la vista era espléndida. El agente de seguros, Doug, que era un viejo amigo suyo, le había anunciado que acudiría dentro de un minuto. De pie junto a la ventana, Caruso levantó la mirada hacia el cielo.
La torre norte se elevaba a corta distancia. En lo alto de esa torre, en los pisos 106 y 107, estaba el restaurante Windows on the World. Era un establecimiento magnífico, el que más dinero ingresaba en todo Estados Unidos. Cuando venían a visitarlo sus amigos de otras localidades, al doctor le gustaba llevarlos allí. Debía de ir a ese lugar un par de veces al año y nunca se cansaba de él. Uno podía pasear por la zona del bar y contemplar Brooklyn a un lado, Nueva Jersey al otro, el Hudson por el norte y la bahía por el sur. La panorámica abarcaba más de treinta kilómetros. En ocasiones las nubes bajas pasaban incluso por debajo, tapando con un fino velo retazos de la ciudad.
Doug entró como un vendaval en el despacho, disculpándose por haberlo hecho esperar.
—Tengo varias cosas que ofrecerte —anunció, sonriente—. Después te diré qué creo que debes elegir.
—Perfecto —dijo el doctor Caruso, tomando asiento—. Permíteme que te haga una sugerencia. ¿Por qué no me dices antes lo que debo elegir? Luego, después de haber obtenido el diagnóstico, examinaré al paciente.
—Por mí no hay inconveniente.
A continuación trazó una breve apreciación de la esperanza de vida de Caruso desde un punto de vista actuarial y de las implicaciones que ello tenía para sus futuras primas. Luego se enzarzó en una disquisición entorno a la manera en cómo Caruso podía ahorrar dinero… a largo plazo.
Apenas había comenzado a exponer su propuesta, cuando calló y dirigió la mirada hacia la torre norte.
—¿Qué demonios es eso? —dijo.
—Despacho de la señora O’Donnell.
—Habla con su marido. ¿Está ahí?
—Lo siento, señor Master. Se ha ido a una reunión. Podría probar con su móvil, pero es probable que ya lo haya apagado. ¿Quiere dejar un mensaje?
—Dígale que la llamaré más tarde. Bueno sí, dígale que he decidido no ir a Boston. Ella ya entenderá.
Acababa de colgar y aún no había decidido si caminaría un poco antes de ir a su oficina, cuando un gran estruendo lo indujo a levantar la cabeza. En la parte superior de la torre norte del World Trade Center acababa de iniciarse un tremendo incendio del que se desprendían nubes de humo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a un hombre que había parado cerca.
—Parece una bomba —opinó el desconocido.
—Un avión ha chocado contra la torre —explicó un joven—. Lo he visto. Debe de haber perdido el control.
—Dicen que tenemos que evacuar el edificio —le comunicó Doug—. No sé por qué, si el incendio está en la otra torre.
Salieron a esperar los ascensores al rellano, donde se había concentrado ya una multitud de personas.
—¿Quieres que vayamos por las escaleras? —propuso Caruso.
—¿Para bajar veintipico pisos? —contestó Doug—. Es demasiado.
—En ese caso tendremos que armarnos de paciencia —pronosticó Caruso—. ¿Podríamos terminar esta reunión en la acera?
—Yo puedo terminar una reunión en cualquier sitio —aseguró Doug—, incluidos numerosos bares, pero prefiero mi despacho.
Los ascensores estaban todos a tope.
—No puedo creer que esto sea necesario —se quejaba alguien.
Un par de minutos después salió una recepcionista de una oficina.
—Acaban de llamar para decirnos que no tenemos que evacuar —anunció—. El edificio no corre peligro. Pueden volver todos a su trabajo.
Con un suspiro colectivo, cada cual se dispuso a regresar a su oficina.
—Bueno, volvamos a centrarnos en tu vida —reanudó Doug cuando se hallaron en su despacho.
Gorham todavía observaba el fuego de la torre norte cuando se abatió el segundo avión. De la esquina del edificio, a una altura tal vez de ochenta pisos, brotó una llamarada. Casi en el mismo instante, en un costado de la parte superior de la torre se formó una gran bola de fuego. Con rapidez de reflejos, Gorham se precipitó hacia una entrada para evitar los escombros que caían.
Oyó gritos de terror. Las personas que habían comenzado a evacuar el edificio antes salían de uno de los ascensores.
Aquello no podía ser un accidente, se dijo. No eran posibles dos coincidencias de esa clase. Con cautela, salió de la entrada. De las torres brotaban nubes de humo y llamas que formaban manchas del color de la sangre sobre el fondo azul del cielo.
Echó a correr.
Después de haber recorrido tres o cuatrocientos metros hacia el norte, se detuvo a reflexionar sobre la situación en Church Street. A su modo de ver sólo podía haber una explicación: aquello era un ataque terrorista. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? Al fin y al cabo, en 1993, los terroristas habían puesto un camión bomba en el garaje del World Trade Center que había causado grandes desperfectos y herido a más de mil personas, y podría haber incluso derruido las Torres Gemelas. Aquello tenía trazas de ser un atentado similar. En tal caso, ¿qué más cabía esperar?
Por la calle llegaba un reguero de gente. Era como si todo el mundo hubiera decidido abandonar la zona.
Entonces sonó su móvil.
—¿Señor Master? —Era la secretaria de Maggie—. ¿Dónde está?
—Cerca del World Trade Center. Pero estoy bien, no estoy en el edificio.
—Acabamos de ver lo ocurrido en la televisión. Hemos visto el segundo avión.
—Yo también lo he visto. ¿Ha hablado con mi mujer?
—Por eso lo llamo. No sé si ha hablado con ella ya.
—No. Debe de haber desconectado el teléfono durante la reunión.
—Lo que ocurre… —La secretaria pareció vacilar un instante—. Señor Master, ella ha ido allí.
—¿Cómo dice? ¿La reunión se trasladó al World Trade Center?
—Eso es lo que le ha dicho a su ayudante antes de marcharse. Ay, lo siento mucho, señor Master, estoy preocupadísima.
—¿En qué torre?
—No lo sabemos.
—¿Cómo se llama la empresa?
—Estamos intentando averiguarlo.
—Por Dios santo, ustedes tienen que saber con quién se reunía.
—Estamos tratando de averiguarlo en este momento. Uno de los otros socios lo sabe, pero está en una reunión.
—Pues interrúmpalo ahora mismo —ordenó—. Y vuélvame a llamar, por favor.
—Sí, señor Master.
—Llámeme.
«Maldita sea», juró para sí, notando cómo se le aceleraba el pulso. Si era necesario, subiría por una escalera de bomberos o escalaría las paredes del edificio, pero iba a sacar a Maggie de allí, eso estaba fuera de duda. Sólo tenía que saber en qué torre estaba.
Probó con el móvil de Maggie. Nada. Emprendió el camino de regreso hacia el World Trade Center. Pasaban los minutos. Cada vez había más gente que subía por la calle. Le dejaría un margen de un par de minutos a la gente de la oficina de Maggie, no más.
Volvió a sonar su móvil.
—¿Papá? —Era Emma.
—Hola, cariño —contestó, tratando de disimular su preocupación—. ¿No estás en clase?
—Ahora voy a volver. ¿Va todo bien, papá? ¿Estás cerca del centro? ¿Qué pasa allí?
—Estoy en la calle, cariño. Hay una especie de incendio en el World Trade Center, pero estoy bien.
—¿Ha habido unas bombas o algo así?
—Podría ser.
—¿Dónde está mamá?
—En una reunión.
—No está allí, ¿verdad?
Vaciló, un segundo tan sólo, antes de responder.