Finalmente, en 1975, la Gran Manzana confesó que estaba en bancarrota. Por lo visto, hacía años que se venían falsificando las cuentas. La ciudad había pedido préstamos a cuenta de ingresos que no tenía. Nadie quería comprar las emisiones de deuda de Nueva York y el presidente Ford se negaba a sacar de apuros a la ciudad a menos que se enmendara. Así lo interpretaba un memorable titular del
Daily News
: RESPUESTA DE FORD A LA CIUDAD: QUE OS PARTA UN RAYO. La ayuda de emergencia proporcionada por los fondos sindicales había evitado el colapso total, pero la Gran Manzana se mantenía en un estado de crisis crónica.
Charlie se habría indignado con la humillación de Nueva York. Gorham habría deseado, con todo, tenerlo a su lado para poder hablar con él. Por más desacuerdos que tuvieran, Charlie era una persona activa, que se mantenía siempre informada y solía tener opiniones personales. Desde su fallecimiento, a Gorham no le había quedado más remedio que tratar de dilucidar solo el sentido del mundo y a veces, cuando se encontraba a solas en su casa, se sentía bastante triste.
Había cumplido con todas las obligaciones relativas a su padre, por supuesto. Había entregado los pequeños detalles a sus amigos y escuchado las expresiones de cariño y aprecio que éstos habían tenido por Charlie. Aquélla había sido una misión agradable, con excepción de un caso. Sarah Adler se encontraba fuera de la ciudad, en un viaje por Europa. El regalo destinado a ella era un dibujo, pero como estaba muy bien envuelto, Gorham ignoraba de qué se trataba. En varias ocasiones había tenido intención de entregarlo, pero siempre había surgido algún impedimento, y cuando transcurrió un año se sentía un tanto incómodo por haber esperado tanto. El regalo seguía, en su envoltorio, en un armario del apartamento. Algún día, se prometía a sí mismo, tomaría una determinación al respecto.
Su carrera en la banca tuvo un buen comienzo. La primera elección fue el tipo de banco en el que deseaba entrar. Gorham sabía que desde que la Ley Glass-Steagall de 1933 había regulado el sector de la banca después del gran crack, había que elegir entre dos tipos de carrera en la banca: la comercial, en los bancos de las calles principales que gestionaban las cuentas de la gente normal, y los bancos de inversión, donde los financieros efectuaban sus tratos.
En un banco comercial había, según le decían, menos riesgos, menos frenesí de trabajo y probablemente un empleo para toda la vida. En un banco de inversión había más riesgos, aunque tal vez más compensaciones económicas. Globalmente, se sentía más atraído por la inmensa respetabilidad empresarial y el poder de los grandes bancos comerciales. Uno de éstos le ofreció un puesto que lo llenó de contento.
Aquella vida le resultaba grata. En vista de sus rápidos progresos en el programa de formación del banco, lo asignaron a la sección de automotores. Pasaba largas horas preparando las cuentas para los documentos de los créditos, pero trabajaba deprisa, sin desatender los detalles, y cuando tuvo ocasión de estudiar los documentos de los préstamos descubrió que poseía una facilidad natural para comprender los contratos y sus implicaciones. Además, a diferencia de algunos empleados surgidos de las clases altas, no le importaba trabajar, sino todo lo contrario.
—Veo que no te arredra el trabajo duro —le comentó un día su jefe después de una larga sesión.
—Ésa es la manera de subir la pendiente del aprendizaje —respondió alegremente Gorham.
Y cuando su jefe lo llevaba a conocer a los clientes se ganaba enseguida sus simpatías. Las reuniones con los clientes en la industria del motor se llevaban a cabo a un ritmo pausado, en el marco de los campos de golf. Aunque Charlie nunca había sido miembro de un club de campo, Gorham había aprendido a jugar al golf en Groton y nunca había abandonado aquel deporte. En aquellas ocasiones se desenvolvía bien, cosa que no dejó de advertir su superior. Las relaciones con los clientes eran un aspecto importante en la banca.
Dos años atrás, Gorham había sido nombrado asistente de vicepresidente. Se encontraba propulsado en la dirección correcta. Lo único que necesitaba ahora para completar el cuadro era la perfecta esposa de ejecutivo. Había salido con varias chicas, pero ninguna le había parecido adecuada para ser la señora de Gorham Master. De todas maneras, aquello no le preocupaba. Tenía mucho tiempo por delante.
A las siete y media, Maggie O’Donnell salió del edificio de pisos de alquiler de la calle Ochenta y Seis, torció por Madison, caminó varias manzanas, pasó por el Jackson Hole, donde compraba a veces hamburguesas, y siguió hasta llegar al diminuto y original restaurante donde, por un precio muy razonable, servían un menú con pocos platos a elegir, pero que variaba cada noche. Al estar situada en la punta norte del Upper East Side, la zona de Carnegie Hill estaba poblada por una multitud de jóvenes profesionales que no desperdiciaban la ocasión de tomar una comida económica en un entorno especial, de modo que la media docena de mesas del pequeño restaurante casi siempre estaban ocupadas.
Iba a reunirse con su hermano Martin. Siempre y cuando éste se presentara.
Para ser justa con Martin, éste había sido bien claro. En la librería donde trabajaba contaban con la presencia de un escritor esa noche. Si lo necesitaban tendría que quedarse; si no, se reuniría con ella en el restaurante.
Maggie había organizado con eficiencia su tiempo. Había planificado su cita con el médico, para una revisión, a las cinco y media, en Park Avenue con la Ochenta. Con eso le quedaba margen suficiente para volver a casa, hacer la colada de la que no había podido ocuparse el fin de semana anterior y luego ir al restaurante. Después de comer, iría en taxi a su oficina de Midtown, donde trabajaría hasta las doce o la una en un contrato que estaba preparando. Era abogada, trabajaba para Branch & Cabell. A diferencia de los jóvenes asociados de los grandes gabinetes de abogados de Manhattan, trabajaba con ahínco. Los abogados de Branch & Cabell eran poco menos que inmortales: no necesitaban tomarse un respiro para descansar o dormir. Trabajaban en su rascacielos revestido de planchas de madera, asesorando a los poderosos, y luego enviaban sus abultadas minutas por las horas extra realizadas.
Maggie estaba satisfecha con su vida. Había nacido en la ciudad, pero cuando tenía ocho años sus padres se habían mudado. Su padre Patrick, de quien a veces sospechaba que estaba más interesado en el béisbol que en su profesión de agente de seguros, siempre decía que después de que los Giants se trasladaran a San Francisco y los Dodgers a Los Ángeles, no veía ninguna razón para permanecer allí. Lo cierto era que la suya fue una más entre los cientos de miles de familias blancas de clase media que, en los años cincuenta y sesenta, abandonaron las cada vez más conflictivas calles de Manhattan para instalarse en los tranquilos barrios periféricos.
A sus padres les causó inquietud que su hermano regresara a la ciudad en 1969. Su preocupación fue mayor incluso cuando ella empezó a trabajar para Branch & Cabell. Insistieron en ver su apartamento antes de que lo alquilase, y cuando les comentó que tenía intención de ir a correr en torno al depósito de Central Park, que quedaba a tan sólo unos minutos de su casa, le hicieron prometer que nunca lo haría sola ni después de anochecer.
—Sólo correré a las horas en que lo hacen los demás —les aseguró. De hecho, en los meses de verano, cuando salía a las siete de la mañana, ya había decenas de personas corriendo—. Jackie Onassis también hace
jogging
alrededor del depósito —le dijo a su madre.
Ella nunca había visto a Jackie Onassis, pero había oído decir que era verdad, y creía que con ello tranquilizaría a su madre.
Aquel verano, además, surgió otra amenaza que los tenía en vilo.
—Espero que la policía atrape a ese horrible personaje —repetía su madre siempre que la llamaba.
Maggie comprendía su ansiedad. El Hijo de Sam, como se hacía llamar, había hecho cundir el miedo entre multitud de personas a lo largo de los últimos meses, disparando a mujeres jóvenes y enviando extrañas cartas a la policía y a un periodista en las que afirmaba que volvería a atacar. Hasta el momento había actuado en Queens y en el Bronx, pero de nada servía que le recordara aquel detalle a su madre.
—¿Y cómo sabes que no va a atacar en Manhattan la próxima vez? —replicaba ella, ante lo cual Maggie no tenía ninguna respuesta coherente.
Había hecho un bochorno espantoso todo el día. Parecía que se preparaba una grave ola de calor. Se había puesto una falda y una blusa de algodón ligero y tenía ganas de tomar una bebida bien fría.
Juan Campos esperaba en la acera. También él había reparado en el sofocante y húmedo calor, y en ese momento percibía la electricidad que cargaba el aire, presagiando el inminente estallido de un trueno.
Tendió la mirada hacia Central Park. Su novia Janet vivía en el West Side, en la Ochenta y Ocho, cerca de Amsterdam. Atravesaba el parque para reunirse con él.
Por la esquina de la Tercera Avenida llegó, con estruendo de sirenas y de claxon, una ambulancia que se alejó a toda velocidad hacia Madison. Aquello no tenía nada de extraordinario. En la Noventa y Seis Este siempre había ruido de ambulancias, porque el hospital quedaba muy cerca.
Juan se encontraba en la confluencia de la Noventa y Seis con Park Avenue. El piso al que se había trasladado hacía poco estaba al otro lado de la avenida Lexington, al norte. Tenía un subarriendo para un año y no sabía si podría quedarse más tiempo. Hasta el momento, en su vida nada había sido seguro, de modo que no suponía que aquello fuera a cambiar. De todas maneras había siempre una constante: todavía vivía en la parte norte de la gran línea divisoria.
La gran línea divisoria era su calle, la Noventa y Seis. Era una vía transversal, por supuesto, al igual que la Ochenta y seis, la Setenta y Dos, la Cincuenta y Siete, la Cuarenta y Dos, la Treinta y Cuatro y la Veintitrés, con circulación en ambos sentidos. Aun cuando cada una de aquellas grandes calles tuviera su carácter particular, en el año 1977 la calle Noventa y Seis era algo absolutamente especial, porque cumplía la función de frontera entre dos mundos. Por debajo de la Noventa y Seis quedaban el Upper East y el Upper West Side. Arriba comenzaba Harlem, un sector adonde nunca iban las personas como su amigo Gorham Master. No obstante, la gente que daba por sentado que la población de Harlem se componía sólo de negros se equivocaba en redondo. En Harlem había muchas otras comunidades, aunque la más numerosa, con diferencia, se concentraba en la parte sur, por encima de la Noventa y Seis y al este de la Quinta.
Allí se encontraba el Barrio, el Spanish Harlem, el hogar de los puertorriqueños.
Juan Campos era puertorriqueño y había vivido en el Barrio toda su vida. Su padre había muerto cuando tenía siete años y su madre, María, había tenido que trabajar mucho, en labores de limpieza sobre todo, para sacar adelante a su hijo.
La vida en el Barrio era dura, pero María Campos tenía un gran temple. Estaba orgullosa de su herencia. Le gustaba cocinar los sabrosos platos aromatizados de especias de la cocina puertorriqueña, donde confluían las tradiciones española, taína y africana. La sopa de judías negras, el pollo con arroz, los estofados, el mofongo y las frituras, el coco y el plátano macho, el quingombó y la fruta de la pasión componían los fundamentos de la dieta de Juan. A veces María salía a bailar para disfrutar del frenético son de la bomba o de la animada guaracha. Aquéllas eran las únicas ocasiones en que Juan la veía realmente feliz.
A María Campos la movía, por encima de todo, una devoradora ambición. Sabía que su propia vida no iba a cambiar, pero para su hijo abrigaba sueños, grandes sueños.
—Acuérdate de José Celso Barbosa —le decía. Barbosa había sido un puertorriqueño pobre, con un defecto en la vista, que a base de trabajo había salido de la miseria y se había convertido en el primer puertorriqueño que sacó un título de medicina en Estados Unidos, y terminó su vida como un héroe benefactor de sus compatriotas—. Tú podrías ser como él, Juan —le inculcaba al niño.
Barbosa había muerto hacía tiempo y Juan habría preferido al héroe vivo, Roberto Clemente, la estrella de béisbol. De todas maneras, como era bajito y miope, sabía que no tenía posibilidades por aquella vía, de modo que hacía lo posible por seguir los preceptos de su madre… con excepción de uno.
—Mantente apartado de tu primo Juan —le encomendaba siempre.
Juan ya se había dado cuenta, no obstante, de que si quería sobrevivir en las peligrosas calles del Barrio, la persona que más le convenía tener cerca era su alto y apuesto primo Juan.
Cada calle tenía su banda, y cada banda su cabecilla. Entre los chicos con los que vivía Juan, su palabra era ley. Si alguien quería robar en una tienda, vender droga o hacer cualquier otra cosa, habría cometido una insensatez si no le hubiera pedido antes permiso a él. Si alguien le ponía la mano encima a un muchacho que se hallaba bajo la protección de Juan, podía prepararse para recibir una paliza que no olvidaría nunca.
Pese a que era bajo y no veía muy bien, Juan había recibido del Creador otros talentos que compensaban aquellas desventajas. Era alegre, afable y divertido. Juan no tardó en decidir acoger a su primo menor bajo su ala. La banda lo adoptó como a una especie de mascota. Si la madre de Juan quería que estudiara en el colegio, no ponían reparos. ¿Qué iba a hacer, si no, un chico como él? Durante el resto de su infancia, Juan no tuvo que soportar ninguna agresión.
María quería, en efecto, que su hijo estudiara. Para ella era un apasionado anhelo.
—Si quieres tener una vida mejor, debes instruirte —le remachaba una y otra vez.
Tal vez, si hubiera sido alto y fuerte, no le habría hecho mucho caso, pero una voz interior le decía que ella tenía razón. Por eso, aunque jugaba con los otros niños de la calle, con frecuencia fingía estar más cansado de lo que estaba para ir a estudiar.
Juan y su madre vivían en dos sórdidas habitaciones de la avenida Lexington, cerca de la calle Ciento Dieciséis. Pese a que había escuelas católicas, como la mayoría de puertorriqueños, Juan iba a la escuela pública. En su colegio había diversas clases de niños y, dependiendo a cual de ellas pertenecían, se podía deducir dónde vivían. Los niños negros vivían al oeste de Park Avenue, los puertorriqueños entre Park Avenue y Pleasant, y los italianos, cuyas familias llevaban por lo general mucho más tiempo instaladas en Harlem, al este de Pleasant. En aquel centro también había niños judíos y varios maestros lo eran.