Morgan se hallaba sentado delante de una larga mesa. Las cortinas estaban corridas y las lámparas encendidas. Su buena estatura, cabeza leonina y protuberante nariz correspondían a la imagen que William tenía de él. Su colérica mirada, legendaria ya, aparecía sin embargo suavizada en el ámbito de su casa. En un extremo de la mesa había una pila de libros antiguos. En el otro, todavía por desenvolver, reposaba una escultura de una cabeza de mármol de factura clásica y, expuesta en un paño oscuro, una colección de gemas —zafiros, rubíes y ópalos— que relucían con la luz de la lámpara. En el centro de la mesa seguía aún abierto el manuscrito medieval iluminado que el banquero había estado examinando.
William se planteó a qué se parecía más Morgan: ¿a un ogro en su guarida? ¿A un pirata rodeado de su tesoro? ¿A un príncipe renacentista, un Medici? ¿O algo de estilo más céltico, complejo y extraño, como el mago Merlín, tal vez?
—Mira esto —invitó al joven William.
William observó la página iluminada, con sus abigarrados colores entreverados con el místico brillo del pan de oro.
—Es hermoso, señor.
Había oído decir que Morgan gastaba una buena parte de los sustanciosos beneficios de su banca adquiriendo ese tipo de cosas.
—Lo es —murmuró Morgan, antes de desplazar la atención de su tesoro a su invitado—. Vamos a sentarnos. —Indicó a William el par de sillones de cuero situados junto a la chimenea. Una vez estuvieron instalados en ellos, inició la conversación—. Tu padre me ha comentado que te gustan las máquinas.
—Sí, señor.
—¿Estudias ingeniería?
—Es una afición.
—¿Matemáticas? —Los ojos se posaron, como ardientes brasas casi apagadas, en él.
—Me gustan más las máquinas que los números.
—¿Y qué más te gusta?
William titubeó. No estaba seguro. Morgan seguía observándolo, con afabilidad.
—Si tienes algo concreto, puedes volver a venir a verme —dijo.
Después se levantó, dando por terminada la entrevista.
—Gracias, señor —dijo William, al salir de la habitación.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó, anhelante, su padre cuando regresó.
—Ha dicho que podía ir a verlo de nuevo.
—¿Sí? Eso es magnífico, William. Magnífico.
William se daba cuenta de que, en realidad, el gran banquero había sido del todo justo con él. Le había bastado con menos de dos minutos para advertir, sin asomo de duda, que aquel joven no tenía ni idea de lo que quería, que no albergaba ninguna ambición irrefrenable, ningún talento particular, ni contaba con ningún logro… en resumen, nada que pudiera ser de utilidad para la banca Morgan. Por consiguiente, no había desperdiciado más tiempo con él. Vuelve cuando tengas algo que ofrecer, le había dicho, y no le faltaba razón.
No obstante, para disgusto de su padre, William no había vuelto a visitarlo más.
Varios de sus amigos se habían incorporado a agencias de Bolsa, otros a empresas fiduciarias.
—Si Morgan te acepta, te matará a trabajar —le avisaron.
En cualquier caso, él tenía la certeza de que Morgan no lo aceptaría. No había ninguna razón para ello.
Pasaron los meses y, discretamente, dejó el asunto de lado. Su padre se llevó una decepción, pero no dijo nada.
En el curso de los años siguientes tampoco le fue tan mal. En la actualidad era socio de una sociedad de Bolsa. Especulaba un poco, pero lo que más dinero le había reportado había sido su participación en una empresa fiduciaria.
Los fideicomisos eran una manera de ganar dinero a lo grande. En principio, se crearon para gestionar los fondos de las familias adineradas como los Master. Cuando el abuelo hacía testamento, con un cuantioso fideicomiso, el fiduciario administraba el dinero en nombre de la familia hasta el momento del reparto. Según las condiciones del mismo, eso podía suponer muchos años. Las empresas fiduciarias eran pues estables, conservadoras… fiables. Cuando menos, ésa era la idea.
Luego algunos espabilados descubrieron que había un resquicio legal en estas encomiendas. Las empresas fiduciarias también podían hacerse cargo del dinero e invertirlo según quisieran. Comportándose como un banco, pero sin atenerse a las normas que debían respetar los bancos propiamente dichos, pagaban elevadas tasas de interés para atraer fondos suplementarios y después emprender las más aventuradas especulaciones. A pesar de la respetable fachada de sus nombres, muchos de ellos eran unos piratas. Los banqueros como se debía, como su propio padre, desconfiaban de las fiduciarias.
—¿Qué clase de estado de cuentas mantenéis vosotros? —le preguntó Tom Master en una ocasión.
—Ah, bastantes —respondió, lo que significaba que prácticamente ninguno.
—El otro día me encontré a Pierpont Morgan en una recepción —prosiguió su padre—. Le pregunté qué consejo le daría a un joven metido en una fiduciaria. ¿Y sabes qué me dijo? «Dejarla».
Pierpont Morgan estaba casi retirado ahora. Dedicaba mucho tiempo a apoyar la Iglesia episcopal y su liturgia. Había construido una magnífica biblioteca al lado de su casa para guardar su fabulosa colección de libros y gemas. Cada año realizaba un viaje a Europa, del que volvía con tesoros de incalculable valor: maestros de la pintura, antigüedades griegas y egipcias, piezas de oro medievales… A menudo las donaba directamente al museo Metropolitan. De la gestión cotidiana de su banco se encargaba su hijo Jack Morgan, un banquero de primera, aunque no tan imponente como él.
Por más que el prócer de las finanzas lo despreciara, pensaba William, él al menos había conseguido prosperar bastante durante los años previos. El mercado se había mantenido casi siempre en alza. La fiduciaria había ganado una fortuna y la sociedad de Bolsa también. Cuando uno ganaba dinero, sería porque algo hacía bien. Cada vez incorporaban más dinero al juego, poniendo como garantía el valor de las acciones que tenían, y seguían especulando con ello. Cuanto más alto era el castillo de naipes que se construía, mejores eran los resultados, obviamente.
Todavía navegaba en la bonanza cuando leyó la noticia de la aparición del Rolls-Royce. No obstante, incluso entonces comenzaban a aparecer fisuras en el sistema. Esa primavera, cuando la Bolsa vivió momentos de turbulencia y se restringió el crédito, varias de las personalidades más destacadas de la industria americana se reunieron para hablar de la situación. El sector del carbón estaba representado por Frick, el del ferrocarril por Harriman, el del petróleo por Rockefeller, el de la banca por Schiff y los Morgan. Se plantearon formar un consorcio para apoyar los mercados. Jack Morgan se mostró de acuerdo, pero el viejo Pierpont se opuso, de modo que la iniciativa no llegó a buen puerto.
A lo largo del verano, William había observado las oscilaciones del mercado con la esperanza de que se fortaleciera, o al menos le diera una pista clara. ¿No se suponía que el mercado era sensato de por sí? Mucha gente lo afirmaba, pero él no estaba tan seguro. A veces tenía la impresión de que no era más que un conglomerado de individuos, como un gran banco de peces que se alimentan de pequeñas expectativas hasta que algo pavoroso provoca un brusco movimiento conjunto. Entre aquel mar de dudas, la perspectiva de la entrega del Rolls-Royce le levantó el ánimo. Y cuando se lo entregaron, la palpable magnificencia del automóvil parecía decir: «Ningún propietario de un Rolls-Royce puede sufrir ningún aprieto».
Resultaba una ironía que la viga carcomida que estaba a punto de provocar el desmoronamiento de todo el mercado fuera la que poseía el más espléndido nombre.
La fiduciaria Knickerbocker. Aquello transmitía la impresión de una solidez de roca. Knickerbocker evocaba la tradición, el club de su padre, las fortunas sólidas, los valores de toda la vida. Pues bien, ese mediodía, en la calle corría la voz de que la Knickerbocker pasaba por una situación difícil.
A las tres de la tarde, los accionistas de la fiduciaria de William llegaron a una terrible conclusión.
—Si la Knickerbocker quiebra, va a cundir el pánico. Todo el mundo querrá su dinero. Las fiduciarias comenzarán a caer como chinches, incluida la nuestra.
Y eso sólo sería el comienzo.
Después de la reunión, se encerró en su despacho y se puso a trazar cálculos en un papel. ¿Cuánto debía? No estaba seguro, pero en todo caso más de lo que tenía. ¿Y qué iba a hacer? No podía hacer nada.
Rezar.
Ese fin de semana, el sábado, William Master llevó a pasear a su esposa y sus hijos en el Rolls. Fueron por Westchester County. El aire estaba tibio y con las tonalidades otoñales rojas y doradas de las hojas, el paisaje era hermoso. Fueron a Bedford y merendaron allí. Fue un día perfecto.
El domingo, por supuesto, fueron todos a misa. El servicio estuvo correcto, aunque algo insípido. El vicario se encontraba ausente, en una conferencia litúrgica que se celebraba en Virginia junto con las personalidades destacadas de la Iglesia episcopal, incluido J.P. Morgan. El sustituto dio un sermón sobre el tema de la esperanza.
Esa tarde leyó un cuento a sus hijos. Sin saber por qué, eligió la historia de Rip van Winkle. Al llegar al pasaje en que los fantasmagóricos holandeses juegan a bolos en las montañas contiguas al Hudson, pensó sin poder evitarlo en el terrible
crack
de bolos financieros que probablemente se iba a producir en Wall Street, pero no manifestó nada. Mejor era que su familia guardara el recuerdo de un último fin de semana feliz.
Y esa noche, cuando Rose comentó que dos de las señoras que se había encontrado en la iglesia habían murmurado que era probable que esa semana hubiera grandes complicaciones en la Bolsa, él sonrió.
—No creo que vaya a salir malparado —aseguró.
De nada servía decir otra cosa.
A veces William se preguntaba si todo estaba interconectado en el mundo. De todas maneras, no había pensado en Alaska. Se encontraba en la sede de la sociedad de Bolsa el lunes por la mañana cuando vio el telegrama. No parecía inquietante. Los Guggenheim, la poderosa familia judío-alemana con intereses en la minería, iban a explotar las enormes reservas de cobre de Alaska. Cualquiera habría podido pensar que se trataba de algo positivo.
—Estamos acabados —exclamó, sin embargo, William al verlo.
Hacía un tiempo que un pequeño grupo de especuladores había decidido monopolizar el mercado del cobre. Él mismo los conocía. Como el suministro de dicho metal era limitado, los precios estaban subiendo mucho. Nadie había dicho ni una palabra a propósito de aquellas malditas minas de Alaska. Para comprar el cobre habían pedido prestada una fortuna a la fiduciaria Knickerbocker; pero con la perspectiva de aquellos cuantiosos suministros que iban a presentar los Guggenheim, los precios del cobre iban a caer en picado. El monopolio y los especuladores se iban a arruinar.
El precio del cobre tardó sólo dos horas en venirse abajo. William fue a las oficinas de la fiduciaria.
—Knickerbocker acaba de pedir un préstamo y se lo han negado —le informó, no bien entró por la puerta, uno de los directores.
Ya estaba. La Knickerbocker se había quedado sin crédito.
El mercado gemía. El mercado se desvanecía. Por la tarde, todos los valores cayeron. William estaba seguro de que la fiduciaria Knickerbocker iba a quebrar entonces. Y después…
Era media tarde cuando uno de sus socios llegó con noticias imprevistas.
—Morgan va a intentar salvar las fiduciarias.
—Jack Morgan está en Londres —señaló William—. No veo cómo puede hacerlo desde allí.
—Jack no. El viejo Pierpont. Vino en un tren privado desde Virginia. Está aquí desde anoche.
—Pero si él detesta las fiduciarias. Nos desprecia a todos.
—Sí, pero hay tanto dinero implicado en ellas que cree que no hay otra opción. Si estas empresas quiebran, todo se va al garete.
¿Suponía aquello un rayo de esperanza? William lo dudaba mucho. Sería difícil que hasta el mismo Júpiter pudiera despejar con sus relámpagos aquella tremenda montaña de precaria deuda.
Se trataba, con todo, del único asomo de esperanza que alcanzaba a vislumbrar. Esa noche, cuando Rose le preguntó ansiosamente qué ocurría, él se parapetó tras su mejor sonrisa para responderle.
—Morgan lo va a arreglar.
No tenía sentido hacer cundir el pánico en su propia casa. De todas maneras, no se sentía con fuerzas para afrontarlo.
El martes por la mañana, delante de las oficinas de la fiduciaria Knickerbocker se formó un gentío. La policía no tardó en intervenir para distribuirlo en disciplinada fila. Querían que los informaran. Querían que los tranquilizaran. Querían su dinero. En el interior, los empleados de Morgan examinaban los libros de cuentas.
En la pausa de mediodía, William fue a pasear por la zona sur de Broadway. Al llegar al Bowling Green pasó junto a las oficinas de dos de las grandes compañías navieras, la Cunard y la White Star. Al llegar a los muelles tendió la mirada hacia Ellis Island.
¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de que se encontrara en la misma situación de pobreza que aquellos pobres desgraciados que llegaban en barco cada día? ¿En una situación de pobreza como la de un campesino italiano? Bueno, no tanto. Sus padres se ocuparían, sin duda, de su esposa y de sus hijos. Era posible también que su abuela hiciera algo por ellos. De todas maneras, no sería fácil. Ella misma tenía casi todo el dinero en una fiduciaria del que era beneficiario Tom. Aparte, estaban las dos hermanas de Tom, que esperaban su participación en esa herencia. Se quedarían sin el Rolls-Royce. Su esposa tendría que renunciar a sus perlas. Sólo Dios sabía a qué clase de barrio irían a parar.
Se planteó cómo se lo iba a tomar Rose. Ella lo quería, a su manera, pero se había casado también con un cierto tipo de vida. Aquél fue el trato. Gente de solera, con dinero. Si le quitaban el dinero al binomio, no sabía qué podía dar. Los refugiados judíos y los campesinos italianos que llegaban a Ellis Island al menos eran ya pobres cuando se casaron. No tenían más alternativa que prosperar. En cierta manera, eran libres.
Bien mirado, resultaba casi divertido y todo. Durante toda su vida había sido rico. Había vivido, sin embargo, en la celda de una cárcel… de la gran cárcel de la expectativa, de la que no podía salir.
Había, sí, una manera de escaparse. Tal vez, cuando hubiera puesto en orden sus asuntos iría a comprar un pasaje para Londres en la White Star Line. Diría que iba por negocios. Tampoco tenía por qué ser un billete de primera clase. Nadie lo sabría. Luego, en algún punto del Atlántico, cuando estuviera oscuro, saltaría discretamente por la borda. No era una mala manera de irse. Así no crearía complicaciones a nadie.