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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (105 page)

BOOK: Nueva York
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Giovanni Caruso tenía la cara inclinada hacia arriba. Su rostro, ancho y moreno, no se distinguía en nada del de cualquier trabajador del Mezzogiorno. Aun así, visto de perfil, el chiquillo pensó que era tan refinado como el de un noble romano. Y con la tenue luz, Salvatore advirtió que, en su absoluta inmovilidad, estaba surcado de lágrimas.

Él se habría quedado estupefacto de haber sabido que, en su palco, una distinguida señora llamada Rose Vandyck Master se había levantado ya para retirarse antes de que hubiera acabado la ópera.

Durante la primavera siguiente, Salvatore tuvo su primera pelea con su hermano Paolo. Ésta se produjo cuando realizaban su habitual ronda en una oficina, lustrando zapatos.

Era asombroso comprobar lo deprisa que la gente parecía haber olvidado el pánico financiero que se había vivido el otoño anterior. Los negocios habían sido buenos. Saltaba a la vista que los hombres de aquella oficina estaban ganando dinero, y si estaban de buen humor, cabía incluso la posibilidad de que dieran a los chicos un dólar de propina antes de irse. En aquella ocasión, después de limpiar una docena de zapatos y recibir el pertinente pago, uno de ellos, que hablaba por teléfono, alargó la mano y dio un dólar a Salvatore justo cuando salía por la puerta. Habían llegado al ascensor cuando Salvatore miró el billete y se dio cuenta de que no era de un dólar, sino de cinco. Entonces se lo enseñó a Paolo.

Se trataba sin duda de un error, bastante comprensible por otra parte. El billete de dólar tenía un águila cabeciblanca y los retratos de Lincoln y Grant en una cara; el de cinco tenía un ciervo que corría. El tamaño de ambos era el mismo, y el hombre estaba distraído con el teléfono.

—Me parece que será mejor decírselo —apuntó Salvatore.

—¿Estás loco? —replicó Paolo con desdén.

Paolo le había superado apenas en estatura hasta hacía poco, pero el año anterior había empezado a crecer tan deprisa que ya era casi tan alto como su padre.

—Giuseppe nunca creció así —afirmaba su madre—. Quizá sea América lo que lo hace volverse tan alto.

En todo caso no parecía muy satisfecha con aquella repentina estatura de Paolo, y quizás el mismo Paolo tampoco, porque también daba la impresión de que se le había alterado el humor. Él y Salvatore seguían haciéndolo todo juntos como compañeros, pero él ya no bromeaba tanto como antes, y a veces, cuando iban juntos por la calle, Salvatore alzaba la vista y tomaba conciencia de que no tenía ni idea de en qué estaba pensando su hermano.

Salvatore no consideraba que fuera tan loca su propuesta. Cinco dólares era mucho dinero. Seguro que el hombre había cometido un error. No le parecía honrado quedarse con él.

—Se ha equivocado. Eso es como robar.

—Será su problema. ¿Cómo íbamos a saber nosotros que no quería darnos cinco?

—Se pondrá furioso cuando se dé cuenta —replicó Salvatore—, y entonces nos tomará inquina. De todas maneras, él siempre se ha portado bien con nosotros. Si le enseñamos los cinco dólares, puede que le guste el gesto y que nos deje quedarnos con ellos.

—No entiendes nada ¿eh? —musitó Paolo, con creciente enojo.

En ese momento llegó el ascensor y empujó a Salvatore al interior, reclamándole silencio con un signo. Hasta que no hubieron salido del edificio y se encontraron en la acera, no se volvió hacia él.

—¿Sabes lo que va a pensar si le enseñamos los cinco dólares? Nos va a despreciar. Esto es Nueva York, Toto, no un convento. Aquí todo el mundo se queda con lo que puede. —Viendo que Salvatore no estaba convencido, lo agarró por los hombros y lo zarandeó—. ¿Qué te crees que hacen esos hombres en esa oficina todo el día? Negocios. Compran y venden. Si cometes un error, lo pagas. Si ganas, te vuelves rico. Ésas son las reglas. ¿Y si no te quedas con el dinero? Pasas por un perdedor.

—Papá dice que es importante que la gente tenga confianza en uno —insistió Salvatore.

—¿Papá? ¿Y qué sabe él? Papá confió en el señor Rossi, que se quedó con todo nuestro dinero. Nuestro padre es un idiota, un perdedor. ¿Acaso no lo sabes?

Salvatore observó con asombro a su hermano. Nunca había oído hablar a nadie de esa manera de su padre. Paolo tenía la cara deformada por una fea mueca de enojo.

—No vuelvas a decir eso —gritó.

Cuando volvieron a casa por la tarde, depositaron, como de costumbre, todo el dinero en la mesa para que lo recogiera su madre. Paolo había cambiado el billete de cinco por otros de dólar, pero aun así la mujer se sorprendió con el total.

—¿Habéis ganado esto? ¿No habéis robado nada? —preguntó con suspicacia.

—Yo nunca robaría —afirmó Salvatore.

Su madre se dio por satisfecha con la respuesta. En el curso de los meses siguientes, aunque Paolo pareció recuperar un poco su buen humor, Salvatore tenía la impresión de que entre ambos se había alzado un obstáculo que los distanciaba. Nunca hablaron de ello.

Con su hermana Anna se produjo un acercamiento. Aunque ella lo trataba de manera autoritaria antes, ahora que era mayor y trabajaba parecía haberse reducido la diferencia de edad. Ahora apreciaba lo mucho que trabajaba en la casa con su madre, e intentaba ayudarla. Los niños pequeños estaban en la escuela una parte del día, pero cuando regresaban, era Anna la que solía cuidar de ellos y preparar la cena mientras su madre cosía. Sobre todo, procuraba mantener a Angelo alejado de su padre, que reaccionaba con una irritación instintiva ante la tendencia soñadora de su hijo menor. La pequeña Maria presentaba menos problemas. Con su carita redonda y sus relucientes ojillos, se había convertido en el juguete de la casa.

La madre pasaba buena parte del día sentada al lado de la ventana de la habitación de la fachada, frente a la mesita donde tenían la máquina de coser Singer que habían comprado a plazos. Allí cosía prendas de ropa a destajo. Sentada al lado, Anna se ocupaba de los acabados a mano. En verano no estaba tan mal, pero en las largas tardes de invierno era muy duro. El edificio sólo contaba con luz de gas para alumbrar. Incluso con una lámpara de queroseno, Salvatore advertía cómo tenían que forzar la vista para realizar su labor.

—Tú que eres más joven y ves mejor, dime si esto está recto —le pedía a veces la madre a Anna.

Sabía que en todo el Lower East Side muchas mujeres judías e italianas permanecían apiñadas en exiguas habitaciones, dedicadas a la misma labor. Algunas familias montaban talleres en sus viviendas, explotando a muchachas aún más pobres que ellos que se sucedían trabajando en turnos día y noche. Así funcionaba la industria de la confección. Anna llegaba de los locales de un fabricante cargando en la cabeza una gran pila de prendas por acabar. Cuando éstas estaban terminadas, Salvatore se ofrecía a veces para llevarlas él mismo.

Una tarde de junio en que cumplía aquella tarea pasó junto a un edificio del que salía una multitud de mujeres jóvenes. Aunque en su mayoría eran judías, no tuvieron inconveniente en responder a las preguntas de aquel curioso muchacho italiano. Después de explicarle alegremente qué clase de trabajo realizaban, siguieron su camino. En el trayecto hasta casa, Salvatore estuvo pensando en ello y en la cena, lo explicó a su familia.

—Hay una fábrica donde confeccionan ropa. Allí hay muchas chicas de la edad de Anna. Trabajan en una gran sala de techos altos con luz eléctrica donde hay hileras de máquinas de coser. El jornal no es malo, y tienen un horario fijo. Quizás Anna podría trabajar allí.

Aquel tipo de decisiones le correspondía tomarlas al padre. Éste sacudió la cabeza ante la sola idea de que Anna estuviera fuera de casa. Su esposa, en cambio, estaba dispuesta a tomar en consideración aquella posibilidad.

—Anna se está echando a perder la vista en casa —afirmó—. Así se quedará ciega antes de haber encontrado marido. Deja que yo vaya a ver cómo es ese sitio, Giovanni.

Fue al día siguiente en compañía de su hija. Al cabo de una semana, Anna Caruso empezó a trabajar en la Triangle Factory.

Los días de Salvatore sufrieron una modificación. Limpiaba botas con Paolo hasta primera hora de la tarde y entonces recogía a Angelo para ir a buscar a Anna.

La Triangle Factory se encontraba en una calle adoquinada situada al este del parque de Washington Square, al pie de la Quinta Avenida. En el parque, encumbrada en una base de granito, se alzaba una bonita estatua de Garibaldi, que, aunque era del norte, no dejaba de ser un italiano. El gran héroe había incluso vivido una breve temporada en Staten Island durante sus años de exilio. Salvatore se sentía orgulloso de que Garibaldi recibiera el honor de ocupar un lugar en el centro de la ciudad. Cada tarde, aguardaba con Angelo junto a la estatua la llegada de Anna. A veces a ésta le decían que tenía que quedarse a trabajar hasta más tarde. Por eso, cuando no aparecía, regresaba con Angelo a casa. Normalmente llegaba a la hora, sin embargo, y entonces volvían andando juntos y en el camino se detenían de vez en cuando a comer un helado o una galleta.

Anna estaba contenta. La Triangle Shirtwaist Company, como la llamaban, ocupaba las tres plantas superiores del edificio, de diez pisos, donde estaba ubicada. Allí se confeccionaban sobre todo las faldas largas hasta los tobillos y las blusas blancas ceñidas en la cintura, según el modelo femenino denominado Gibson Girl, que tenía mucha aceptación entre las chicas y las mujeres trabajadoras. La mayoría del trabajo se realizaba en unas largas mesas con hileras de máquinas de coser accionadas por un único motor eléctrico. El sistema era mucho más eficaz que la máquina de pedales que usaba su madre en casa. Muchos de los empleados eran hombres, algunos de los cuales trabajaban en equipos a las órdenes de un subcontratista, aunque también había muchas chicas. La mayoría de las trabajadoras eran judías y un tercio de ellas tenían algún grado de parentesco con los propietarios, el señor Blanck y el señor Harris, pero también había algunas jóvenes italianas. Todo el mundo se quejaba del sueldo y de las horas.

—Pero aquí al menos está bien ventilado y hay mucha luz —aducía Anna—, y las chicas son simpáticas.

Salvatore también sospechaba que además para ella era un alivio salir de la casa.

Aquellas modificaciones en su vida cotidiana también propiciaron un acercamiento de Salvatore con su hermanito. Angelo seguía siendo un soñador. En la escuela, aprendía de manera irregular, pero le encantaba dibujar. Solía llevar un lápiz en el bolsillo y utilizar el primer pedazo de papel que le caía en las manos. Cuando iban con Salvatore a buscar a Anna, a menudo elegían diferentes rutas. En cada una de ellas encontraba siempre algo que le interesaba y se ponía a dibujarlo hasta que Salvatore tenía que tirar de él para continuar. A veces reparaba en alguna piedra esculpida en un dintel, o más arriba, en los entablamentos o las cornisas de los edificios altos. En la familia nadie apreciaba sus esfuerzos, con la excepción del tío Luigi.

—Pues claro que le gustan esas esculturas —lo apoyaba—. ¿Y quién creéis que las hizo? Canteros italianos. Se encuentran por toda la ciudad. No hay más que fijarse en las casas de los americanos… son todas copiadas de la antigua Roma. Ahora construyen edificios altos de oficinas, que son como unas grandes jaulas de acero, pero esas jaulas las recubren de ladrillo y piedra y luego añaden cornisas romanas arriba para darles el aspecto de un
palazzo
italiano. Nueva York se está convirtiendo en una ciudad italiana —exclamaba con entusiasmo—. Nuestro pequeño Angelo será un gran arquitecto, un hombre honorable. Por eso dibuja.

Aquel ambicioso proyecto era tan inalcanzable que nadie le prestaba atención.

—Quizá podría ser cantero —concedía, no obstante, su padre.

En cuanto a Angelo, seguía como siempre en la luna.

—Tú y yo tendremos que cuidar de Angelo toda la vida —le confió un día Anna a Salvatore.

Durante un año, Anna trabajó sin incidente alguno en la Triangle Factory.

El año 1910 comenzó en sábado. En Nueva York cayó una ligera nevada, pero el sábado por la mañana, cuando Rose Master se subió al Rolls-Royce para trasladarse al centro, el cielo estaba diáfano.

Pese a que todavía le quedaba una hora antes de reunirse con la anciana Hetty para comer, salía con tiempo de sobra para cerciorarse de que estaba a punto lo que había previsto. Al entrar en el coche, informó al chófer de que recogería a unas personas en el trayecto. Cuando arrancaron, le dio la dirección. En ese instante, el hombre miró con asombro por el retrovisor y le preguntó si no había algún error.

—Ninguno —confirmó—. Siga conduciendo.

Lo último que Rose había pensado tener que hacer en la vida era enfrentarse con la anciana Hetty Master. Ya había hablado con William de la cuestión.

—¿Me equivoco? —le preguntó.

—No —admitió él—, pero no puedes impedírselo.

Había intentado hacer entrar en razón a la abuela de William, argumentando con buenas palabras que aquel almuerzo podía ser perjudicial. Hetty no había dado el brazo a torcer, de todas formas. El problema era que la gente ya empezaba a hablar del tema. En todas partes se mencionaba el nombre de Hetty, y Rose temía, no sin razón, que en los periódicos se publicara alguna alusión a la anciana. Había que hacer algo.

Rose trazó por consiguiente un plan, sutil y maquiavélico. Empleó incluso a un periodista al que conocía, un hombre sensato en quien podía confiar, para que redactara una historia que podría dar el resultado idóneo. Con suerte, tal vez sería posible sacar algo positivo de aquello sin tener que contrariar apenas a Hetty. De todas maneras, fuera cual fuese el desenlace, estaba decidida a no permitir por nada del mundo que el apellido Master quedara salpicado.

Edmund Keller caminaba a paso rápido por la Quinta Avenida. Le gustaba andar y en ese momento apreciaba el contacto frío del aire en la cara. Había pasado la primera parte de la mañana con la familia de la tía Gretchen, en la calle Ochenta y Seis. Como muchos de los habitantes del antiguo
Kleindeutschland
, se había trasladado hacía tiempo a la zona de Yorkville, situada en el Upper East Side, donde la calle Ochenta y Seis recibía ahora el sobrenombre de Broadway Alemán. Gretchen había fallecido un par de años atrás, pero él todavía mantenía un estrecho vínculo con sus hijos y sus familias.

Había sólo unas sesenta y cinco manzanas hasta Gramercy Park, que podría recorrer sin esfuerzo en un luminoso y fresco día como aquél, a razón de una docena de manzanas cada diez minutos, de norte a sur. En sentido transversal, las manzanas eran más largas, pero él sólo tenía que ir de la Quinta a Lexington.

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