—Es como el tío Luigi —decretaba Giovanni Caruso con un suspiro.
—Es un niño listo y sensible —declaraba Anna, que solía salir en su defensa.
Su padre no se dejaba impresionar, con todo.
Salvatore entró corriendo en la casa. Se trataba del típico edificio de apartamentos del Lower East Side. En un principio había sido una casa adosada de cinco pisos, pero hacía mucho el propietario se había dado cuenta de que podía duplicar los bajos alquileres que recibía mediante el simple procedimiento de añadir una barata construcción al pequeño patio trasero. Dado que los propietarios de las fincas de delante y de al lado habían adoptado el mismo procedimiento para doblar el espacio alquilable, la única ventilación con que contaba ahora la casa provenía de dos puntos: el estrecho hueco que mediaba entre su edificio y el contiguo y el minúsculo patio que había quedado en la parte posterior, donde un par de letrinas servían para satisfacer las necesidades de todas las familias del inmueble.
Cuando sus primos les enseñaron el piso, el día después de su llegada a Ellis Island, a Giovanni y Concetta Caruso no les había gustado nada. Pronto descubrieron que eran afortunados. Disponían de tres habitaciones en el piso de arriba, y en la parte de la fachada. Aunque había que subir las pestilentes escaleras para llegar allí, tenían aire fresco llegado directamente de la calle y podían subir a la terraza, donde se ponía a secar la ropa.
Angelo se encontraba en la habitación de atrás cuando Salvatore llegó como una exhalación. Tenía la camisa puesta, pero sin remeter, y se miraba los pies con desánimo.
—¿Tienes seis años y aún no te sabes atar los zapatos?
—Lo estaba intentando.
—No te muevas.
Se habría llevado a rastras a su hermanito por la escalera tal como estaba de no haber previsto que iba a tropezar, de modo que se dispuso a anudarle los cordones.
—¿Sabes a quién vamos a ver?
—No. Se me ha olvidado.
—¡Tonto! Vamos a ver al italiano más importante del mundo.
No dijo el italiano más importante de la historia. Ése era Colón. Después de él, para los italianos del norte venía Garibaldi, el patriota, el unificador de Italia, que había muerto un cuarto de siglo antes, pero para los italianos meridionales de Nueva York sólo había un gran héroe, vivo además, que había acudido a morar entre ellos.
—A Caruso —gritó Salvatore—. Al gran Caruso, que tiene el mismo apellido que nosotros. ¡Vamos a ver a Caruso! ¿Cómo te puedes olvidar de eso?
Para su padre, Enrico Caruso era un dios. Por más que en Estados Unidos la ópera fuera el coto de los ricos, la comunidad italiana seguía la carrera y las representaciones del gran tenor con la misma atención que habrían dispensado a un gran general y a sus batallas.
—Ha cantado en todo el mundo —ponderaba su padre—. En Nápoles, Milán, Londres, San Petersburgo, Buenos Aires, San Francisco… Ha cantado con Melba. Ahora canta con Geraldine Farrar. Toscanini dirige la orquesta. ¿Y no sabéis qué dijo el mismísimo Puccini cuando oyó cantar por primera vez a Caruso?: «¿Quién te ha enviado? ¿El propio Dios?».
Además de ser italiano, había nacido en Nápoles y tenía su mismo apellido.
—Estamos emparentados —había declarado su padre, aunque cuando Salvatore le pidió que explicara el parentesco se limitó a encogerse de hombros como si fuera una pregunta fútil—. ¿Quién puede saber esas cosas?
Y ese día lo iban a conocer.
Todo había sido gracias al tío Luigi. Éste había encontrado trabajo en un restaurante cercano. No era un establecimiento de lujo, puesto que, al fin y al cabo, aquél era el barrio italiano pobre. Los otros italianos más ricos, originarios del norte, los médicos, los negociantes, las personas instruidas que miraban por encima del hombro a sus compatriotas del sur —que los miraban como a animales casi— vivían en otras partes de la ciudad, en el Greenwich Village en especial, donde tenían restaurantes de postín.
Caruso, por su parte, nunca olvidó el humilde ambiente napolitano donde se crio. Le gustaba ir a comer a Little Italy y hacía poco había ido a cenar al restaurante donde trabajaba el tío Luigi, y éste le había pedido si podía presentarle a su familia la próxima vez que fuera allí. El tenor le había respondido que desde luego, demostrando su nobleza de carácter. Ese día iría a comer a mediodía.
Salvatore acababa de bajar a Angelo por las escaleras cuando éste anunció que tenía pipí. Con un grito de exasperación, Salvatore lo llevó a la puerta del patio para que fuera a las letrinas.
—Date prisa —le recomendó, mientras aguardaba con impaciencia junto a la puerta. Al cabo de un momento, Angelo salió—. ¡Date prisa! —gritó.
Luego exhaló de nuevo un grito. Demasiado tarde.
Pese a que las letrinas comunes estaban allí, la gente arrojaba continuamente los desperdicios al patio desde la ventana. El recorrido de ida y vuelta suponía siempre un peligro, por consiguiente. Todo el mundo sabía que tenía que mirar hacia arriba cuando pasaba por el patio. Todo el mundo excepto Angelo.
El cubo de agua que alguien había usado para fregar el suelo le cayó encima. Estaba negra. El pequeño Angelo sólo alzó la vista justo a tiempo para recibir el chaparrón en plena cara. Luego se cayó. La camisa le quedó empapada, asquerosa. Permaneció un momento sentado en el negro charco, demasiado consternado para hablar, y luego se puso a gemir.
—
Stupido!
¡Idiota! —gritó Salvatore—. Mira como te has puesto la camisa. Nos vas a hacer quedar mal a todos.
Cogió a su hermano por el pelo y lo llevó llorando por el pasillo hasta la calle, donde la familia lo acogió con gritos de enfado.
Su padre se llevó las manos a la cabeza y comenzó a reprender a Salvatore, pero éste contestó a gritos que no era justo, que no era culpa suya si su hermano era incapaz de atarse los zapatos o de cuidar de sí mismo cuando iba a las letrinas. Aunque reaccionó con un gesto de impaciencia, su padre no le negó la razón. Mientras tanto, su madre se había llevado a Angelo al interior.
—Que se quede en casa, en lugar de hacernos quedar mal —dijo, quejoso, Salvatore.
Al cabo de unos minutos, sin embargo, su hermanito volvió a salir con expresión contrita, la cabeza recién lavada y una camisa que se veía limpia, aunque mucho más gastada que la anterior. Después todos se pusieron en marcha.
Aunque las calles italianas estaban casi tan abarrotadas como las del cercano barrio judío, había diferencias entre unas y otras. Algunas de ellas estaban sombreadas por árboles. De vez en cuando, una bonita iglesia católica, a veces rodeada de un cementerio cercado por un muro, interrumpía la hilera de casas. Cada calle presentaba, además, un carácter particular. La gente procedente de la región napolitana vivía en su mayoría en la calle Mulberry, los calabreses en la Mott, los sicilianos en la Elizabeth, y en ellas cada ciudad importante ocupaba un sector concreto. De esta manera recreaban como podían sus lugares de origen.
Concetta, por su parte, nunca se sentía como en su país. No podía ser de otro modo, cuando lo único que había conocido antes era el cálido sur de Italia. Aun siendo pobres tenían su tierra, su pueblo, la venerable belleza de la costa mediterránea y las montañas. Lo único que tenía allí era el bullicio y las apreturas de unas calles estrechas, colocadas en el borde de una interminable tierra sin civilizar. A ese lugar lo llamaban una ciudad pero ¿dónde estaban las plazas, los sitios acondicionados para sentarse a conversar y dejarse ver fuera de casa? ¿Dónde estaba su centro?
Al final de Mulberry Street, junto a la iglesia de la Transfiguración, había ahora un pequeño parque, resultado de la demolición llevada a cabo por la municipalidad de un grupo de viviendas tan indignas que rivalizaban con el vecino Five Points. La gente iba allí, sí, pero no tenía el mismo ambiente que un espacio italiano.
—Aquí todo es fealdad —se quejaba, suspirando.
En cuanto a la casa atestada de inquilinos, con sus estrechas escaleras, su vacilante luz de gas, su hedor, su papel pintado que se desprendía a trozos, se le caía el alma a los pies cada vez que entraba en ella. Siempre que podía iba a la terraza, donde solían reunirse a comadrear las mujeres de las casas próximas. A veces se sentaba a zurcir ropa o preparar el puré de tomate. En verano, dormía allá arriba con los niños menores, mientras que Giuseppe y Anna dormían en la escalera de incendios. Cualquier cosa era preferible al irrespirable aire del angosto apartamento.
No obstante, aun siendo terrible, América reportaba dinero. Una generación atrás, los irlandeses recién llegados habían trabajado en la construcción, excavando canales, tendiendo raíles y limpiando calles. Muchas de aquellas familias irlandesas habían prosperado, y ahora eran policías, bomberos o incluso profesionales titulados. A los italianos les tocaba ahora relevarlos en el trabajo más pesado. No estaba bien pagado —sólo los negros recibían menos—, pero Giovanni Caruso y su hijo Giuseppe eran fuertes y trabajadores, y con Anna trabajando a destajo, como la mayoría de familias italianas, lograban ahorrar algo. Cada mes, Giovanni Caruso iba al Stabile Bank, situado en la esquina de las calles Mulberry y Grand, a enviar dólares a Italia para sus hermanas. También llegaba, asimismo, a poner una pequeña cantidad aparte. Tenía la esperanza de que en unos años acumularía lo suficiente para abrir un modesto negocio, o comprar una casa, tal vez. Ese sueño haría que mereciera la pena soportar aquellos largos años de penalidades. Mientras tanto, para complacer a su esposa, había incluso mantenido a Paolo y a Salvatore en el colegio, pese a que a sus trece años Paolo ya era bastante mayor, según le recordaba a su madre, para ganarse la vida.
Faltaban unos cuantos años. Sobre todo contando con la ayuda del señor Rossi.
Como el resto de habitantes de Little Italy, el señor Rossi había ido allí porque no había tenido más remedio. Él era, no obstante, un
prominente
, un hombre distinguido.
—Mi padre era abogado —explicaba—, y de no haber sido por su muerte prematura antes de que yo concluyera mi formación, ahora estaría viviendo en Nápoles en una bonita casa.
El señor Rossi era, de todas formas, una buena persona bien instruida, y por encima de todo, hablaba bien el inglés.
Incluso al cabo de seis años de vivir en Nueva York, Giovanni Caruso hablaba sólo un vacilante inglés. Concetta no lo hablaba en absoluto. La mayoría de sus vecinos y amigos e incluso sus primos, que había llegado mucho antes que ellos, se hallaban en la misma situación. Habían recreado Italia lo mejor que habían podido, en su propio barrio, pero el gran mundo americano de afuera seguía resultándoles algo ajeno y extraño. Por ello, cuando se necesitaba ayuda para negociar con las autoridades municipales o para comprender el significado de un contrato, el señor Rossi se hallaba en condiciones de explicar las cosas como si fuera un notario. Siempre iba vestido con un traje de buen corte; tenía una apariencia calmada que inspiraba confianza en los americanos y le agradaba hablar a la gente en nombre de los demás. Nunca aceptaba ningún pago por estos servicios, pero si iba a un colmado o necesitaba que le hicieran algún trabajo en su casa, siempre rehusaban recoger el dinero que ofrecía. Su negocio consistía, sin embargo, en ayudar a la gente a gestionar sus ahorros.
—Tener el dinero en el banco está bien, amigo mío —explicaba—, pero es mejor hacer crecer el dinero. Si los americanos hacen fructificar su dinero, ¿por qué no íbamos nosotros a compartir un poco de su buena fortuna?
Con el curso de los años, el señor Rossi se había convertido en un
banchista
de cierta categoría. Sabía cómo invertir y se contaban por docenas las familias que habían dejado con gusto sus ahorros a su cargo. Cada mes, Giovanni Caruso agregaba una pequeña cantidad a los ahorros que había confiado al señor Rossi, y cada mes Rossi le rendía brevemente cuentas del desarrollo de su humilde capital.
—Hay que ser paciente —aconsejaba—. Si invierte con tino en este país, prosperará.
La familia caminaba muy orgullosa por la calle. Iban Giovanni con su hijo mayor, después Concetta con el pequeño Angelo, Anna con Maria y, cerrando la marcha, Salvatore y Paolo, charlando y riendo como de costumbre.
El pequeño restaurante aún no estaba lleno del todo. En el medio, con una servilleta en el brazo, el tío Luigi servía una amplia mesa en la que había un solo comensal. Se trataba de un corpulento napolitano, no muy diferente de su padre, pero que tenía un brillo especial en la mirada. Cuando al entrar el tío Luigi les indicó que se acercaran, el hombre de la mesa les sonrió y, abriendo los brazos con expresivo gesto, los invitó a sentarse con él.
—Bienvenida sea la familia Caruso —exclamó.
Salvatore nunca olvidaría aquel almuerzo. Jamás había visto tanta comida junta en toda su vida. Tampoco era que en el barrio italiano la comida fuera mala. Hasta su madre reconocía a regañadientes que en Estados Unidos se comía más carne que en el Mezzogiorno, y pasta también. Además, el pan no era el duro y oscuro de los campesinos, sino mullido y blanco, como el de los ricos.
Pero el gran tenor, que ganaba miles de dólares por semana, podía permitirse toda la comida que quisiera, de modo que al poco la mesa estuvo abarrotada de pasta italiana,
bistecca
americano, una enorme ensaladera, jarras de aceite de oliva, montañas de aceitunas, botellas de chianti —y también Lácrima Christi, de las laderas del Vesubio, en honor de la región de Nápoles—, cestos de pan, bandejas de salami y quesos… Por encima de todo flotaba un delicioso aroma de tomate, pimiento y aceite.
—
Mangiate
, comed —los animaba, corriendo los platos hacia ellos.
Insistió además para que pusieran un bistec delante de cada niño. Salvatore tenía la impresión de estar en el cielo.
El gran Caruso irradiaba una aureola de calidez y generosidad que parecía llenar toda la sala.
—La Italia en América —comentó, con una sonrisa, a Giovanni Caruso— es aún mejor que Italia en Italia. —Se dio una palmada a la prominente barriga—. Aquí es adonde venimos a engordar los italianos.
Era cierto que, incluso en los pestilentes edificios del Lower East Side, los delgados emigrantes llegados del Mezzogiorno ganaban por lo general unos kilos en cuestión de un par de años.
Con Concetta Caruso estuvo encantador. Conocía su pueblo e incluso a uno de sus parientes. Ella no cabía en sí de gozo. Giovanni Caruso, por su parte, que conocía muy bien la legendaria generosidad del tenor, quería dejarle bien claro que no habían ido allí en busca de caridad.