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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (51 page)

BOOK: Nueva York
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Fue una noche espantosa. La tarde del día de Navidad reunieron las fuerzas. Al anochecer, habían sacado de los escondites los medios de transporte: transbordadores planos para los cañones y los caballos y barcazas para los hombres. Para reconocerse en medio de la oscuridad, habían previsto una contraseña: «Victoria o muerte». El río era estrecho, aunque había témpanos de hielo por todas partes. A medida que se instalaba la noche, un fuerte viento azotó las aguas. Después empezó a caer aguanieve y luego granizo.

Washington atravesó en la primera barcaza para supervisar el desembarco. James iba con él. Puesto que la embarcación se estaba llenando de agua de lluvia, optaron por permanecer de pie. Entre la oscuridad y la tormenta, James apenas alcanzaba a ver su propia mano. Lo único que oía era el repiqueteo del granizo y el roce del hielo contra los lados de la barca.

—Unas condiciones terribles, Master —murmuró Washington.

—Algo de bueno tienen, señor —opinó James—. Los hesianos jamás sospecharán que vayamos a cruzar con este tiempo.

Después de apearse, empapados, en la otra orilla, mandaron la barca de vuelta y aguardaron la próxima remesa de hombres. Aunque la travesía no podía haber durado mucho, a James se le antojó que fue una eternidad. De hecho, pese a que Washington había previsto disponer de la totalidad de su fuerza, con caballos y artillería incluidos, a medianoche, lo cierto fue que hasta las tres de la madrugada no pudo poner en formación de a dos columnas a los doscientos hombres para emprender la marcha, que duraría el resto de la noche, hasta la pequeña localidad de Trenton.

Cuando empezaron la marcha, a James se le ocurrió pensar que si salía con vida de aquella aventura y sus nietos le preguntaban alguna vez cómo había sido cruzar el Delaware con Washington, tendría que responder con toda sinceridad que no se veía nada.

El aguanieve se había convertido en nieve. Cabalgando en el flanco de la columna, James advirtió el rastro de sangre que dejaban los hombres descalzos. Aun así siguieron adelante, y Washington iba arriba y abajo murmurando palabras de aliento en medio de la oscuridad. Cuando se aproximaron al campamento de Trenton amanecía ya.

Los recuerdos de las batallas suelen ser confusos. James retuvo, sin embargo, algo con nitidez: la imagen de Washington dirigiendo personalmente la carga; los disciplinados hesianos que, aun tomados por sorpresa, retrocedían de forma ordenada, sin dejar de disparar; la estampa de Trenton con la media luz de la mañana… sus dos calles anchas y las casas de madera desperdigadas, que transmitían una curiosa sensación de paz pese al intempestivo alboroto.

Con el calor del momento, apenas reparó en el peligro de las balas que silbaban a su alrededor, aunque sí se percató con orgullo del arrojo de los patriotas. Con sorprendente celeridad, habían instalado en la boca de las principales calles los cañones con los que rociaban de metralla a los hesianos. Un destacamento se había apresurado a cortar la retirada del enemigo en la carretera de Princeton. Después de un reñido combate, el grueso principal de hesianos quedó acorralado en una huerta. Fueron novecientos hombres los que se rindieron.

A media mañana, todo había acabado. Al enterarse de que los otros dos comandantes no habían logrado atravesar el río Delaware con sus tropas la noche anterior, Washington había tenido la cautela de volver a cruzar a mediodía de ese mismo día.

Aun así, habían derrotado a los hesianos. Tenían varios centenares de prisioneros. En poco tiempo, la noticia de la victoria de Washington se propagó por las trece colonias, causando alborozo en el Congreso e insuflando ánimos a todos los patriotas.

Los meses siguientes fueron duros, pero soportables. James, cada vez más unido al general Washington, apreciaba no sólo su capacidad para hacer frente a las dificultades externas con las que se enfrentaba —como la gestión de provisiones, los desertores, los espías y los problemas de obtención de voluntarios— sino a las interiores, pues detrás de sus distantes modales el comandante cargaba con dudas y con una tendencia a la melancolía. El hecho de que tuviera que superar aquellos conflictos personales no hacía sino aumentar la admiración de James.

En marzo, la señora Washington acudió desde Virginia a reunirse con su marido en el campamento. Su presencia sirvió para levantar los ánimos de todos, ya que a diferencia de su marido, que era más bien frío y reservado, Martha Washington era sociable y cariñosa. Invitaba hasta a los más jóvenes oficiales a comer con ellos, como si todos formaran parte de una gran familia. Pese a que era una de las mujeres más ricas de Virginia, cuidaba personalmente de los enfermos y los heridos. Al llegar la primavera de 1777, James profesaba tal fervor por Washington que éste era como su segundo padre. El general, por su parte, depositaba gran afecto y confianza en él.

En su relación influía algo que James Master encontraba muy gracioso. Así se lo había expresado con tono quejoso un joven oficial yanqui por Pascua.

—Vos contáis con una injusta ventaja sobre mí, Master, en lo tocante al general.

—¿Cuál?

—Le agradáis porque cree que sois un caballero. Y yo no le gusto mucho, porque piensa que no lo soy.

—Él tiene un elevado concepto de vos —le aseguró James.

—Sí, me trata bien. Es la persona más justa que he conocido, y lo seguiría hasta las mismas puertas del infierno. Pero con todos los yanquis del noreste le pasa lo mismo… no le gustan nuestros modales.

En realidad, James ya se había percatado. Aparte de su abolengo sureño, el matrimonio con Martha lo había encumbrado a los círculos sociales más selectos de Virginia, cuyo estilo de vida era más parecido al de la aristocracia rural inglesa que al de los comerciantes yanquis de Massachusetts o Connecticut.

—Yo siempre me comporto con refinada cortesía londinense en su presencia —confesó James con una carcajada—, aunque eso no me serviría de nada si no cumpliera con mis obligaciones.

James sospechaba, además, que el general consideraba que los años que había vivido en Londres lo volvían un elemento útil. Con frecuencia le preguntaba cómo creía que iban a reaccionar los ingleses ante determinada situación. También le tenía impresionado que James hubiera conocido a Benjamin Franklin, respecto a cuyas actividades en Londres le formulaba multitud de preguntas. Cuando llegó la noticia de que el Congreso había enviado a Franklin a París para recabar el apoyo de los franceses, el general le hizo una sincera confidencia.

—Lo que nosotros hacemos aquí es de gran importancia, pero es posible que, a la larga, el desenlace de esta guerra se decida en París. Me alegro de que me describierais con tanta precisión las habilidades diplomáticas de Franklin.

Aun cuando a Washington le agradaran los modales corteses del Viejo Mundo, había un aspecto del comportamiento británico que lo tenía muy preocupado, y era el terrible trato que infligían a los prisioneros americanos. James también lo desaprobaba, pero lo comprendía mejor.

—Los británicos no nos consideran soldados, ni siquiera a estas alturas. Nos ven como rebeldes, y si nos dieran otro apelativo equivaldría a admitir la legitimidad de nuestra causa. Para ellos, los patriotas capturados en Brooklyn no son prisioneros de guerra. Son traidores, señor, que pueden darse por satisfechos si no los ahorcan.

—Tengo informes de prisioneros que han sido tratados peor que animales —se indignaba Washington, incapaz de aceptar aquel razonamiento.

Aparte dio tajantes instrucciones para que se sancionara a cualquiera de sus hombres que cayera en la tentación de castigar con rudeza a los hesianos capturados. Había escrito personalmente a los generales británicos reiteradas veces desde que asumió el mando, pero no había trazas de que éstos se dieran por enterados.

—¿Acaso no tienen ninguna humanidad? —se lamentó una vez con James.

—Para nosotros, señor, la humanidad prima sobre la legalidad —expuso James—. En Inglaterra sucede lo contrario.

No obstante, aun sabiendo que nada aplacaría la justa indignación de Washington, James tomaba conciencia también de que aquellos continuados rumores sobre la crueldad de los británicos para con los prisioneros americanos estaban creando sobre las colonias un efecto del que no eran conscientes aquéllos. El granjero que abastecía de verdura al campamento lo expresó con gran claridad un día.

—A mi hijo lo hicieron prisionero. ¿Por qué querría yo que me gobernara una clase de personas que lo tratan como a un animal?

Mientras tanto, pese al éxito conseguido en invierno contra los hesianos, la posición de los patriotas era todavía precaria. Cuando Howe había tentado hacía poco a Washington para enzarzarse en una batalla frontal en junio, éste había evitado caer en la trampa, pero todo enfrentamiento masivo podía destruir al ejército patriota en cualquier momento. Washington necesitaba ante todo averiguar qué haría Howe a continuación. Intentaba emplear espías, pero también había enviado a James en misión de reconocimiento en los alrededores de Nueva York, y éste estaba decidido a no fallarle.

Por ello, al cabo de un rato bajó el catalejo con un suspiro. Las labores de carga de los barcos indicaban que se estaba tramando algo, pero necesitaba averiguar mucho más. Había llegado la hora de probar con otros procedimientos.

A la mañana siguiente, cuando Abigail salía del Bowling Green con Weston, se le acercó un hombre. Parecía un campesino que seguramente iba a llevar su cosecha al mercado. Se llevó, por consiguiente, una buena sorpresa cuando el hombre la llamó por su nombre.

Entonces se dio cuenta… era Charlie White.

Le llevó poco rato dejar a Weston en casa y regresar a Broadway. Llegó allí con el corazón palpitante. Aunque no estaba segura, creía adivinar qué significaba aquello. Sin decir una palabra, Charlie la acompañó por la avenida Broadway. En Wall Street torcieron a la derecha, en dirección al East River. Después caminaron durante diez minutos por los muelles hasta llegar casi a la empalizada que delimitaba la ciudad. Allí Charlie la condujo al interior de un pequeño almacén. El alto individuo envuelto en un gabán que permanecía sentado en una barrica en medio de la penumbra se levantó para acercarse a ella.

Un instante después se arrojó a los brazos de su hermano.

Bajo el gabán llevaba el uniforme. Probablemente tenía un calor terrible tan tapado, pensó Abigail. Él le explicó que era importante que conservara el uniforme, porque de lo contrario, en caso de que lo descubrieran, podrían dispararle por espía. Le explicó que Charlie lo había introducido en la ciudad en un carro lleno de mercancías, pero apenas dio más detalles. Estaba impaciente por saber cómo estaban Weston y su padre y, cuando ella le contó que Grey Albion se encontraba en la casa, se quedó estupefacto.

—Cómo me gustaría que pudieras decirle a mi querido padre y al pequeño Weston que me has visto y que pienso en ellos todos los días, pero por desgracia no puedes.

Al final abordó la cuestión que lo había llevado allí.

—Charlie ha estado escuchando en el mercado. Es evidente que el general Howe comienza a cargar suministros en sus barcos, pero parece que la gente de la ciudad no sabe adónde va a ir.

—Me imagino que no se lo han contado a muchas personas —respondió ella.

—¿Tú tienes alguna idea?

A Abigail le dio un vuelco el corazón. Primero agachó la vista y luego miró a su hermano directamente a la cara.

—¿Por qué iba a confiarle algo así el general a una muchacha como yo?

Se trataba de una respuesta razonable, y no era una mentira.

—No. —James frunció el entrecejo, pensativo—. ¿Crees que Albion lo sabe?

—Quizá, pero él es sólo un oficial subalterno. En todo caso no ha comentado nada.

—¿Y nuestro padre?

Vaciló un momento, pensando qué podía decir.

—Si padre lo sabe, a mí no me ha confiado la información —repuso sin faltar tampoco a la estricta verdad.

James asintió con tristeza. Al verlo, Abigail sintió que también la embargaba la pena. Sabía que su hermano la quería. Sabía que anhelaba ver a su padre y a su hijo, y que no podía. Aun así, no podía evitar sentir una punzada de dolor al constatar que sólo había ido a verla para interrogarla, para obtener una información que, en caso de que se la diera, haría de ella una traidora.

Al mismo tiempo, ansiaba contárselo. Debía de estar arriesgando la vida para acudir allí. Y tal vez, a pesar de la promesa que había dado a su padre y al general Howe, se lo habría contado si aquella información pudiera haberle salvado la vida. Pero no era así. Sólo serviría para ayudar a Washington y a sus patriotas, para que pudieran prolongar aún más aquella desdichada guerra. James cumplía con su deber, y ella con el suyo. No había nada que hacer. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo.

—Lamento que Grey Albion esté aquí —dijo él por fin.

Abigail supuso que se refería a que no deseaba tener que luchar contra su amigo.

—A padre le cae bien —confesó ella.

—¿Y a ti?

—Reconozco que es agradable —repuso—, pero parece como si tuviera un defecto en su carácter. Lo encuentro arrogante.

—Sí. Me temo que esa clase de arrogancia es algo previsible en un oficial inglés. —Abrió una pausa—. Antes éramos muy amigos, y su padre fue muy bueno conmigo.

—Es la guerra la que os convierte en enemigos.

—Sí, pero hay algo más, Abby. Mis sentimientos con respecto a Inglaterra y lo que Grey representa han cambiado. Para serte sincero, no estoy seguro de si querría verlo ahora. —La miró con aire escrutador—. Lamentaría que tú le tomaras demasiado aprecio.

—Entonces te seré franca. No me gusta casi.

Satisfecho con la respuesta, su hermano anunció que no debía demorarse mucho. Al cabo de unos minutos, ella regresó sola a pie por las calles.

A finales de ese mismo mes, el general Howe se hizo por fin a la mar con una gran flota y comenzó a bordear la costa por el sur. Con él iban Grey Albion y los otros jóvenes oficiales alojados en casa de los Master. Aunque fue al muelle a despedirlo con su padre y Weston, Abigail no creía lamentar mucho su marcha.

Cuando por fin llegaron noticias de la expedición, éstas eran alentadoras. Pese a que en su breve viaje por el Chesapeake, el general Howe había tenido que afrontar el mal tiempo, su plan había dado resultado de todos modos. Sorprendido a contrapié, Washington tuvo que volver sobre sus pasos desde el norte, y aun cuando presentó una valerosa resistencia en Bradywine Creek, los chaquetas rojas se apoderaron de Filadelfia. Grey Albion envió una carta a su padre para comunicarle que pasaría el invierno en Filadelfia con Howe.

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