Por eso se había prestado gran importancia a la instalación del nuevo cementerio de Gettysburg. Aquél era un marco ideal para una ceremonia y un sentido discurso que tendrían resonancia en los periódicos.
La pronunciación del discurso la confiaron al presidente de Harvard, el gran orador del momento. Sólo con posterioridad, como un detalle de cortesía tal vez, se les ocurrió pedir a Lincoln que asistiera. De hecho, ni Theodore ni los otros fotógrafos estaban seguros de si Lincoln iba a acudir.
—Pero sí vino, sí —explicó entonces al periodista—. Había un gran gentío, ya sabe, los gobernadores y la gente de la localidad y todos los demás. Serían unos mil quinientos en total. Lincoln llegó con el secretario de Estado, creo, y con Chase, el secretario del Tesoro. Después se instaló con los demás, sentado discretamente con su sombrero de copa, desde luego, de manera que apenas lo podíamos ver. Yo lo había visto una vez, cuando vino a dar un discurso en el Instituto Cooper. Entonces iba afeitado, de modo que ésa fue la primera vez que lo vi con barba. Bueno, entonces hubo música, y oraciones, si mal no recuerdo, y después el presidente de Harvard se levantó para efectuar su alocución.
»Se trató de un discurso memorable, se lo aseguro. Duró dos horas y media, y cuando por fin llegó a la grandilocuente perorata, los aplausos fueron atronadores. Luego cantaron un salmo. A continuación Lincoln se puso en pie y así pudimos verlo bastante bien.
»Como sabíamos que no hablaría mucho, porque el gran discurso ya lo había servido otro, mis compañeros fotógrafos y yo nos preparamos rápidamente. Aunque supongo que usted ignora cómo se hace ese tipo de cosas.
Durante la época de la Guerra Civil no era tarea fácil sacar una fotografía. Por entonces éstas se tomaban en 3-D, lo que significaba que había que insertar de manera simultánea dos placas en una doble cámara, una a la izquierda y otra a la derecha. Había que limpiar a toda prisa las placas de cristal, recubrirlas de una capa de colodión y luego, mientras todavía estaban mojadas, sumergirlas en nitrato de plata antes de colocarlas en la cámara. El tiempo de exposición podía durar sólo unos segundos, pero después el fotógrafo tenía que apresurarse a llevar las placas, todavía mojadas a la cámara oscura ambulante. Aparte de las dificultades que podía representar que las personas se movieran durante los segundos de exposición, el proceso era tan engorroso que resultaba casi imposible sacar fotografías de acción en el campo de batalla.
—Pues bien, fíjese si es mala suerte… yo había escuchado las primeras palabras de su alocución, «Hace ochenta y siete años…», y me precipité a preparar las placas. Había acabado antes que los otros y ya las había introducido en la cámara, y estaba listo para disparar cuando le oí decir, «… que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la tierra». Entonces, cuando lo estaba enfocando, calló. Luego siguió un momento de silencio. Él miró a uno de los organizadores y dijo algo. Parecía como si se estuviera disculpando… se lo veía como desanimado. Y entonces se sentó. Todo el mundo se quedó tan sorprendido que casi ni se acordaron de aplaudir. «¿Ya se ha acabado?», dijo a mi lado un colega, que aún intentaba poner las placas en su cámara. «Creo que sí», respondí. «Jesús, qué rápido», exclamó. Hoy en día el discurso se ha vuelto muy famoso, pero en ese momento el público no lo apreció mucho, se lo aseguro.
—¿Así que no sacó ninguna fotografía de la alocución de Gettysburg? —dijo Horace Slim.
—No. Ni yo ni nadie, que yo sepa. ¿Ha visto alguna vez una fotografía de ese famoso día?
—No está mal esta anécdota —alabó el periodista.
—Permítame que le enseñe la sección dedicada al Oeste —dijo Theodore.
Fue una excelente oportunidad la que se le presentó con aquel encargo del gobierno de ir a las despobladas tierras del Oeste junto con los agrimensores para volver con fotografías capaces de atraer a posibles colonos. Había realizado un buen trabajo, plasmando los grandes paisajes de fértil reclamo o los retratos de pacíficos indios. Los responsables del gobierno habían quedado encantados. La foto de una preciosa india había llamado la atención de Frank Master, que le pagó una buena suma por ella.
Theodore percibió, con todo, que el periodista parecía aburrido, de modo que lo hizo pasar sin demora a la sala de mayores dimensiones.
—Y aquí están —anunció— las fotos que me habían recomendado no exponer.
Eran fotos de la Guerra Civil.
A aquellas alturas nadie quería saber nada de la Guerra Civil. Mientras se estaba librando, todo el mundo estaba interesado. El severo escocés Alexander Gardner había sacado entonces una foto,
La casa del tirador rebelde
, y se había hecho famoso. No obstante, cuando un año después de concluida la guerra publicó su colección, que con el tiempo se volvería un clásico de renombre mundial, no vendió ningún ejemplar.
Después estaba el propio Brady. La gente solía creer que él había tomado todas las fotos existentes de la Guerra Civil. Su nombre constaba, en efecto, en muchísimas de las fotos realizadas por los fotógrafos por él contratados, cosa que suscitaba rencor en más de uno. No obstante, para hacer honor a la verdad, fue Brady el primero que se desplazó a los campos de batalla. Al inicio de la guerra, cuando los confederados arrollaron a los soldados de la Unión en Bull Run, Brady estuvo allí y pudo darse por afortunado de no contarse entre las bajas.
No fue culpa de Brady que los problemas de vista le impidieran tomar él mismo las fotos. Sí había mandado a aquellos ávidos jóvenes, a quienes había preparado y equipado con cámaras oscuras ambulantes con dinero de su propio bolsillo. Y cuando terminó la guerra ¿qué sacó de todo ello? La ruina económica.
—La gente no quiere que le recuerden esos horrores —constató Theodore—. Quisieron olvidarlos en cuanto acabó la guerra.
Según le habían contado, en el Sur había sido tan horrible el sufrimiento acarreado por la derrota que más de un fotógrafo había llegado incluso a destruir su propia obra.
—¿Por qué muestra entonces estas piezas? —preguntó Horace Slim.
—Por la misma razón por la que usted escribe, diría yo —repuso Theodore—. Tanto el fotógrafo como el periodista tienen el deber de dejar constancia de las cosas, de decir la verdad y procurar que la gente no olvide.
—¿Con lo de los horrores de la guerra se refiere… a las matanzas?
—No. Eso fue importante desde luego, señor Slim, pero otros se ocuparon ya de ello.
—Como Brady.
—Exacto. En el año sesenta y dos, en el momento en que se iniciaron las batallas más terribles, Brady se encargó de que varios fotógrafos acompañaran al general Grant en su avance por el territorio de Tennesse. Ellos dejaron constancia de la carnicería de Shiloh. Los empleados de Brady estuvieron también en Virginia ese verano, cuando Stonewall Jackson y el general Lee salvaron Richmond de la destrucción. También estuvieron presentes cuando los confederados contraatacaron en Kentucky, y en Maryland en otoño, cuando Lee se vio obligado a retroceder en Antietam. ¿Se acuerda de la gran exposición que montó Brady después de Antietam, con la que mostró al mundo el aspecto que tenía el campo de batalla después de aquella terrible matanza? A mí hasta me llegó a extrañar, señor, que esas fotografías no parasen en seco la guerra. —Sacudió la cabeza con estupor—. Brady también envió fotógrafos a la batalla de Gettysburg el verano siguiente, pero yo no me encontraba entre ellos. No empecé a trabajar con él hasta un par de meses después. Por eso tal vez mi labor fue distinta. En cualquier caso, esto es lo que hice —presentó, señalando las fotos de la pared.
El periodista se demoró mirándolas, tal como pretendía Theodore. La primera que atrajo su atención se titulaba
Río Hudson
. Representaba una calle de Nueva York, envuelta en una atmósfera polvorienta. Un par de manzanas más allá, la calle se terminaba dando paso a un vasto espacio despejado que sin duda era el Hudson, aunque no se llegara a ver de hecho el agua.
—¿Fue cuando hubo los disturbios por los reclutamientos?
—En efecto. El tercer día, miércoles.
—¿Por qué le puso
Río Hudson
, si el río apenas se ve?
—Porque así se llamaba el hombre que sale en ella.
En la imagen sólo había un hombre, un bulto renegrido colgado de un árbol. Estaba renegrido porque después de lincharlo lo habían quemado, hasta dejarlo casi carbonizado.
—¿Se llamaba Río Hudson?
—Sí. Trabajaba en un bar para Sean O’Donnell.
—Lo conozco.
—O’Donnell lo había escondido en el sótano. Ni siquiera se enteró de que había salido de allí. Él supone que igual se emborrachó allá abajo, o que al final no soportó el aburrimiento… Llevaba tres días encerrado allí. Fuera como fuese, el joven Hudson River se escabulló de allí. Debió de haber vagado por el Battery Park y al empezar a subir por el West Side cayeron sobre él. Durante aquellos días agredieron a muchos negros. Lo colgaron de ese árbol y le prendieron fuego.
Horace Slim siguió adelante, sin efectuar ningún comentario.
—Ésta es extraña —comentó delante de otra fotografía—. ¿Qué es?
—Un experimento técnico —explicó Theodore—. Por aquel entonces acompañaba al ejército del general Grant. La cámara enfoca una lupa colocada delante del objeto, de tal modo que lo que capta es la imagen ampliada de dicho objeto.
—Comprendo. Pero ¿qué es?
—Es una bala de plomo. Lo que ocurre es que la partí por la mitad para que se viera mejor su construcción interna. Como ya habréis advertido, en lugar de ser maciza, la bala tiene una cavidad en su base. La inventó un francés llamado Minie… por eso la llaman bala Minie. Como ya sabrá, el antiguo mosquete de cañón liso no permitía hacer puntería más que en distancias cortas. El rifle, en cambio, con sus surcos en espiral, imprime una rotación a la bala que la vuelve más mortífera en distancias más largas.
—¿Y la cavidad de la bala?
—Con la presión del disparo, la parte inferior abierta de la bala se expande hacia afuera, empujándola contra las paredes del cañón, a fin de que se encajone en la estría. Esa pequeña cavidad ha causado la muerte a miles de personas.
—Ingeniosa. La fotografía, quiero decir. —Siguió avanzando—. ¿Y este par de zapatos rotos?
—El propio general Grant me llamó la atención sobre ellos… con gesto de asco. También provenían de Nueva York. Se diría que tenían varios años, para destrozarse de ese modo, pero no tenían ni una semana.
—Ya veo. Suministros de mala calidad.
Aquél había sido uno de los mayores escándalos de la guerra. Muchos especuladores, entre los cuales había más de un neoyorquino, habían conseguido contratos para suministrar material al ejército y les habían enviado artículos de pésima calidad… uniformes que se caían a trozos o, lo peor, botas que parecían de cuero pero cuyas suelas estaban hechas en realidad con cartón comprimido. En cuanto llovía, se desintegraban.
—Puede que esto le interese —señaló Theodore, conduciendo al periodista frente a otra foto, en la que aparecían dos carteles—. Los recogí en diferentes lugares y los puse juntos en una pared. —En ambos carteles se anunciaba los sueldos ofrecidos por enrolarse en el ejército de la Unión—. Seguro que recordará lo reacio que fue nuestro estado a aceptar la incorporación de algún negro en el ejército. Después, claro, hacia el final de la guerra los regimientos negros se destacaron entre los mejores de la Unión.
Los carteles eran bastante ilustrativos. Para el soldado raso blanco ofrecían 13 dólares por mes y una asignación para ropa de 3,50 dólares. Para el negro, la paga era de 10 dólares y de 3 dólares para la ropa.
—¿Y qué pretende con eso, escandalizar a la gente? —inquirió el periodista.
—No, demostrar tan sólo la ironía de las cosas. Es un recordatorio, si quiere. Apuesto a que la mayoría de los soldados blancos creían que aquella diferencia era justa… al fin y al cabo, las familias de los blancos necesitarían más, porque vivían mejor.
—Eso no va a ser del agrado de todo el mundo —apuntó Slim.
—Lo sé. Por eso mis amigos me recomendaron no exponer esta parte de mi obra, pero yo los mandé a paseo… con muy buenas maneras, claro. Hay que dar testimonio, dejar constancia, señor Slim. Y eso también vale para usted, en tanto que periodista. Si no transmitimos la verdad tal como la percibimos, no tenemos nada. —Esbozó una sonrisa—. Permítame que le enseñe un paisaje.
Era el único paisaje en la parte dedicada a la Guerra Civil… En realidad se trataba de tres paisajes pegados que componían un amplio panorama, tras el cual rezaba el título:
La marcha a través de Georgia
.
—En el otoño del sesenta y cuatro regresé a Nueva York. Grant se encontraba inmovilizado en Virginia en ese momento y la guerra era tan impopular que casi todo el mundo creía que Lincoln iba a perder las elecciones ese año y que los demócratas pactarían la paz con el Sur. Los confederados casi estaban a punto de cantar victoria, pero entonces Sherman tomó Atlanta y todo cambió. Un fotógrafo muy bueno, un conocido mío que se llamaba George Barnard, fue a reunirse con el general Sherman allí, y yo lo acompañé. Así fue como tomé esta fotografía.
—
La marcha a través de Georgia
, como la canción —señaló Horace Slim.
—Sí. ¿Sabe quién la detesta más? El mismo Sherman. No la puede soportar.
—Si la tocan en todos los lugares donde acude…
—Lo sé. —Theodore sacudió la cabeza—. Fíjese en la letra de esa canción, señor. —Se puso a cantarla en voz baja—. «¡Hurra, hurra, con júbilo saludad, la bandera que trae la libertad!». —Miró al periodista—. Tiene un aire alegre, ¿eh? Eso es lo que la hace tan detestable, para todos los que estuvimos allí.
—Hombre, los esclavos sí se alegrarían al verlos ¿no?
—Sí… «Cómo gritaban los morenos al oír el jubiloso sonido», tal como sigue la canción. Los esclavos recibieron a Sherman como a un libertador, es cierto. Y aunque al principio él no tenía interés por ellos, acabó creyendo en su causa e hizo mucho en su favor. Pero escuche los versos que siguen: «Cómo glugluteaban los pavos que nuestro intendente encontró. Cómo se erguían incluso los boniatos para ser arrancados del suelo».
—Son licencias poéticas.
—Sandeces. Nosotros tomamos todas las provisiones que quisimos de esa bella tierra, desde luego. La violamos. Pero luego arrasamos todo lo que quedaba. Fue una actuación cruel y deliberada, realizada a tal escala que hay que haberlo visto para creerlo. Ésa era la intención de Sherman. Creía que era necesario. «La vía dura», lo llamaba él. No digo que le faltara razón, pero en esa tierra no había alegría, se lo aseguro. Destruimos todas las granjas, quemamos todos los campos y huertos, para que la gente del Sur pasara hambre. —Abrió una pausa—. ¿Puede citarme la parte de la canción que describe eso?