Frank consideraba que había llegado la hora de que tuviera una relación extramatrimonial. Durante buena parte de su vida de casado, aunque se fijaba en otras mujeres, como era natural, sólo le había interesado Hetty. Los años de tensión habían acabado causando estragos, sin embargo. El sentimiento de que en el fondo ella no lo respetaba había provocado, además, una reacción defensiva en Frank. «Ya le enseñaré yo —se decía—, aunque no se llegue a enterar».
Lily de Chantal cantaba en el coro la noche en que la conoció. Con el pretexto de hablar de la ópera, la había convencido para que se vieran para comer en el Delmonico a la semana siguiente, tras lo cual ella lo había invitado a un recital que iba a dar. En el transcurso de éste, él la había observado con renovado interés; le había gustado verla de pie sola delante de un público admirativo. Aquello le había impresionado y le había presentado un reto. Ese día ella pasó de ser una mujer bonita a un objeto de deseo. De todas formas, se llevó una sorpresa cuando, al final de la velada, ella le dio a entender discretamente que, si deseaba llevarla a cenar después de la función de tarde de la semana siguiente, aceptaría con gusto.
Lily tenía una agradable casita cerca de Broadway, en la Doce Este, bien situada para ir a la ópera. Allí, después de la cena, ella no rechazó sus tentativas de seducción, pero tampoco le dio plena satisfacción.
—Ahora debe volver a casa, porque si no, lo van a echar de menos —le había dicho—. Y además, tengo que pensar en mi reputación.
—¿Dónde podemos vernos? —preguntó entonces.
—Dicen que el hotel Saint Nicholas está muy bien —sugirió ella.
Se habían reunido allí hacía diez días; el encuentro fue muy gratificante. Había ido dos tardes seguidas y cada vez se había quedado hasta la noche.
Enseguida tomó conciencia de dos aspectos. Quizá se debiera a que había pasado tantos años de su vida con Hetty, pero el hecho de que Lily de Chantal tuviera que trabajar para ganarse la vida constituía una estimulante novedad para él. Ella tenía una visión propia de las cosas y sabía mucho más que él sobre el mundo del arte. Podía abrirle nuevas perspectivas intelectuales, hacer de él un hombre más interesante e importante. Su esposa también poseía una viva inteligencia, y lo que hacía por el comité de salubridad, además de otras obras de caridad, era algo útil e importante. Lily de Chantal vivía, empero, en un mundo diferente y había elegido otro camino. Era bohemia y respetable a la vez, embriagadora sin ser peligrosa. Parecía la candidata perfecta para una aventura.
No obstante, si por un lado era independiente, por el otro era vulnerable. Necesitaba a alguien que la promoviera, o cuando menos que la protegiera. La idea de tener una amante que era una figura pública en su propio campo profesional, pero que a la vez lo necesitaba, le proporcionaba una nueva y sutil sensación de poder, excitante y halagadora.
Habían acordado volver a verse ese fin de semana y, aquella vez, Frank estaba decidido a quedarse toda la noche. Había que reconocer que había organizado muy bien su pelea con Hetty. Ésta creería que se había quedado en su oficina, o que se había ido a un hotel a causa del enfado, pero no tenía el menor motivo para pensar que se estaba viendo con otra mujer. Por otra parte, le sería imposible localizarlo, ya que la habitación la había alquilado una tercera persona, con cuya discreción sabía que podía contar.
El ocupante oficial de la habitación era el señor Sean O’Donnell. Y ahora ya era la tarde del domingo. ¿Debía volver a casa?, se preguntó, observando la hermosa figura reclinada ante él.
No, se quedaría allí e iría a casa el lunes por la tarde. Qué más daba que Hetty supusiera que su rabia lo había impulsado a pasar dos noches afuera en lugar de una. Era la opción que más le convenía.
Después del desayuno del domingo, Theodore dijo que quería leer el periódico, de modo que Mary y Gretchen se fueron solas. Aquella vez, en lugar de caminar hasta la Punta, fueron hacia el este siguiendo la larga playa de Brighton. Al poco rato, dispusieron de toda la franja de arena para ellas solas. Siguieron caminando unos tres kilómetros. Aunque aún soplaba una leve brisa, parecía que hacía más calor que el día anterior.
—Debería estar en la iglesia —comentó Mary—. Siempre voy a misa los domingos.
—No pasa nada —le restó importancia Gretchen—. Tendrás que ser pagana por un día.
Mary llevaba un ligero bolso de lona colgado del hombro.
—Es un bloc de dibujo —confesó cuando Gretchen le preguntó qué llevaba dentro.
—¿Cuándo te has aficionado a dibujar? Nunca te había visto hacerlo.
—Es la primera vez —dijo Mary.
Estaba pensando qué debía llevarse para las vacaciones cuando la señora Master sugirió un bloc de dibujo. Aunque parecía una cosa más bien de damas, al final se dijo: «¿por qué no?» Y como al día siguiente vio un bloc en una tienda, lo compró, junto con dos lápices de mina de la marca A.W. Faber.
—No lo habría traído si Theodore nos hubiera acompañado esta mañana —admitió—. Como él es un artista…
—Pues en ese caso me alegro de que se haya quedado —zanjó Gretchen.
Al cabo de un rato llegaron a una intersección de paisajes: a un lado, la playa, las algas y las aguas poco profundas se alejaban con un reluciente resplandor al encuentro del horizonte marino; en el otro, encima de unas dunas bajas, había unos verdes pastos y un suelo cubierto de musgo, y también un bosquecillo que ofrecía su sombra.
—¿Por qué no dibujas aquí? —propuso Gretchen.
—No podré si me miras —adujo Mary—. Me da vergüenza.
—Yo miraré las gaviotas —prometió Gretchen, al tiempo que se sentaba en un montículo para luego tender la mirada hacia el océano como si Mary no estuviera allí.
Con todo, ésta no se encontraba preparada. Por eso, en lugar de dibujar el panorama marino, se puso a caminar por la duna y se fue hacia el bosque siguiendo el verde camino. Al darse la vuelta, le sorprendió que ya no pudiera ver siquiera el mar, pese a que su presencia invisible resultaba perceptible. Un poco más allá se llevó otra sorpresa, porque captó algo más.
Era un cierva. Se quedó quieta, sin hacer ruido; la cierva no la había oído. Al igual que ella, tampoco el animal había previsto su presencia.
Mucho tiempo atrás, cuando sólo los indios de la región vivían por aquellas costas, había ciervos en abundancia, pero cuando los holandeses y los ingleses llegaron para asentarse allí quedaron sentenciados. Los granjeros no les tenían aprecio y les disparaban. Por aquel entonces, en los más de ciento cincuenta kilómetros de longitud que tenía Long Island, quedaban sólo algunos reductos donde aún no se había extinguido el ciervo. Por otra parte, no tenían otro lugar adonde ir, porque no podían atravesar a nado el estrecho de Long Island. Por lo visto, sí había algunos que habían cruzado la cala o utilizado el camino de conchas, en busca de la seguridad de los yermos de Coney Island.
La cierva no estaba lejos y parecía sola. A unos pasos de Mary había un árbol caído al que se acercó con cautela. Una vez sentada en él, apoyó el bloc en las piernas, abrió despacio una página, sacó un lápiz y comenzó a dibujar.
El animal no parecía tener prisa por irse; en un par de ocasiones levantó la cabeza, con las orejas enhiestas y en otra incluso miró directamente a Mary, pero al parecer no la vio.
Ella había hecho algún dibujo en contadas ocasiones: la típica casa, un gato o un caballo. Nunca había intentado, sin embargo, plasmar algo al natural y no sabía cómo empezar. Los primeros trazos no parecían guardar relación con la cierva. Puesto que ignoraba cualquier regla, simplemente trató de reproducir en el papel la línea exacta, tal como la percibía. Al principio aquellas líneas tenían un aspecto torpe e informe, pero volvió a intentarlo varias veces y, poco a poco, tuvo la impresión de que adoptaban formas reconocibles. Luego advirtió con gran asombro que ocurría algo extraño.
Fue como si no sólo la forma de la cabeza del ciervo, sino los trazos de la página adquirieran una especie de magia propia. Nunca había pensado en algo así, ni tampoco lo había experimentado. Al cabo de media hora, había realizado dos o tres bosquejos, muy imperfectos, pero que parecían captar algo de la cabeza del animal.
Estaba disfrutando, pero tuvo en cuenta que Gretchen la había estado aguardando pacientemente y se levantó. Entonces la cierva dio un respingo y, al verla, dio un brinco y se alejó corriendo entre los árboles.
Al volver sobre sus pasos, encontró a Gretchen sentada en el mismo lugar donde la había dejado. La novedad, sorprendente, fue que Theodore también estaba allí. Se había quitado la chaqueta y desabotonado el cuello de la camisa, para dejar asomar el rizado vello del pecho. Se sobresaltó el verlo, mientras él la miraba con una sonrisa.
—Enséñamelo.
—¿Por qué?
Había sido una respuesta tonta. Lo que quiso decir fue «No», pero como habría sido de mala educación, le salió aquello de «Por qué». Theodore se echó a reír.
—¿Cómo que por qué? Porque quiero verlo.
—Me da vergüenza. Nunca había hecho ningún dibujo.
Él no quiso aceptar la negativa y le quitó el bloc de la mano. Luego lo abrió y se quedó mirando los dibujos. Los observó con mucha atención.
—¿De veras los has mirado? —dijo.
—Supongo que sí.
—Mira, Gretchen —dijo, mostrando los dibujos a su hermana—. Mira lo que ha hecho. Gretchen asintió y Mary comprendió que ambos estaban impresionados—. Son buenos, Mary —alabó—. Tú procuras dibujar no lo que crees que deberías ver, sino lo que realmente ves.
—No sé —repuso, complacida, Mary, aunque sin saber cómo tomarse el halago.
—Tienes una mirada de artista —afirmó él—. Eso no abunda, ¿lo sabías?
—Ah. —Mary casi se sonrojó.
Gretchen se puso de pie.
—Vamos —dijo—. Regresemos.
Durante el refrigerio de mediodía, Theodore volvió a hacer alusión a los dibujos que había realizado Mary.
—Debería aprovechar para dibujar todos los días que esté aquí —le dijo a su hermana.
Por la tarde, Mary y Gretchen volvieron a ponerse sus bañadores de color azul. Theodore las acompañó en aquella ocasión. Aunque el traje de baño le tapaba casi todo el cuerpo, Mary no dejaba de percibir sus formas masculinas. Estuvo de un humor juguetón, salpicando a las dos jóvenes, que reaccionaron con risas. Luego Mary se cayó a causa de una ola y cuando él la ayudó a levantarse, sintió por un instante la fuerza de su brazo, que sostenía el suyo. Como tenía la impresión de que Gretchen estaba un poco disgustada, cuando salieron del agua, se sentó a su lado.
—Ahora vas a dejarnos solas —indicó a Theodore.
Mientras éste se iba a pasear por la playa, Mary apoyó el brazo en el hombro de su amiga y le estuvo hablando hasta que mejoró su humor.
—¿Te acuerdas de cómo conseguiste que me dieran el puesto en casa de los Master? —evocó—. No habría imaginado nunca que fueras capaz de mentir de ese modo, Gretchen. Me quedé de piedra.
—Si no mentí nada…
—¿Ni al decir que mi padre, que en paz descanse, iba a casarse con una viuda que tenía casa propia?
—Yo sólo dije «Si se casara». No afirmé que fuera a casarse.
—Eres un monstruo.
—Eso es —admitió Gretchen con una sonrisa.
Cuando volvió Theodore fueron juntos a la posada. Entonces Gretchen preguntó a su hermano si iba a regresar a la ciudad y éste contestó que no, que seguramente se quedaría otro día.
Después de cambiarse de ropa, bajaron a la planta baja, donde Gretchen y Mary pasaron un rato jugando a las cartas con otros dos clientes. Sentado en un sillón, Theodore permanecía absorto en la lectura de un libro. El aire estaba aún bochornoso y parecía que la partida se desarrollaba con gran lentitud. Los dos días de ejercicio y aire marino habían procurado en Mary una maravillosa sensación de laxitud.
—Podría quedarme haciendo el vago toda la semana —le dijo a Gretchen.
—Perfecto —aprobó su amiga—, porque esta semana se supone que no debes hacer nada.
La cena transcurrió más o menos en el mismo ambiente, amenizada con conversaciones y risas. Al final, la combinación de la comida, el vino y el aire del mar proporcionó a Mary un delicioso estado de bienestar.
—Creo que he bebido demasiado —susurró a su amiga.
—Entonces será mejor que caminemos un poco por la playa —aconsejó Gretchen—, para que te despejes.
Cuando por fin todos se levantaron de las mesas, se fueron a la orilla del mar y allí, cogidos los tres del brazo, Theodore se puso a tararear una marcha. Mary sintió que se encontraba a gusto con el brazo entrelazado con el de Theodore y también le dio por pensar que sería maravilloso si todos formaran una misma familia, si ella estuviera casada con Theodore y Gretchen fuera su cuñada. Sabía que era imposible, pero se había excedido un poco con la bebida y a veces, según lo veía entonces, uno no podía evitar pensar en ciertas cosas.
El sol todavía flotaba encima del mar cuando volvieron a la posada. Algunas personas, igual de cansadas que ellos, comenzaban a retirarse; otras permanecían sentadas en el porche, aguardando la puesta de sol. Como aún se sentía un poco mareada, Mary dijo que prefería acostarse. Theodore le deseó las buenas noches y Gretchen subió con ella.
La tenue luz del crepúsculo entraba por la ventana mientras se ponían el camisón. Mary se dejó caer en la cama y se quedó mirando el techo, que parecía moverse ligeramente. Gretchen acudió a sentarse a su lado.
—Estás borracha —diagnosticó.
—Sólo un poco —matizó Mary.
—Ojalá se fuera Theodore —dijo Gretchen al cabo de un poco.
—No digas eso —la reprendió Mary.
—Yo quiero a mi hermano, pero vine aquí para pasar unas vacaciones contigo.
—Pero si lo estamos pasando bien —adujo, con voz cansina, Mary.
Gretchen le acarició el cabello en silencio.
—¿Has estado alguna vez con un hombre, Mary? —preguntó después.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero.
—Yo soy una chica decente —murmuró Mary.
Como no quería hablar de eso con Gretchen, cerró los ojos, fingiendo estar dormida. Gretchen siguió acariciándole el pelo y Mary oyó que exhalaba un quedo suspiro.
—No quiero que te hagan daño —dijo en voz baja.
Mary sabía que su amiga intentaba avisarla, pero siguió haciéndose la dormida. Mientras tanto, pensó que tenía veintinueve años y nunca había estado con un hombre, y si tenía que ser con alguien, exceptuando a Hans desde luego, mejor sería con Theodore que con otro. Al menos él sabría tratarla de manera correcta. No sería como Nolan. Si tuviera que ocurrir, debería obrar con prudencia, por el riesgo que entrañaba, y además ella era una joven respetable.