No obstante, lo que contaba por encima de todo era el orgullo irlandés. A los ingleses se les podía hacer responsables de la Hambruna, pero una vez llegados a Nueva York, no había nadie a quien achacar las culpas de todo. E incluso allí, en la tierra de las oportunidades, uno podía acabar teniendo que vivir con apreturas en un cuchitril y cuando salía a buscar trabajo, podía encontrarse con un letrero en la puerta que decía «No se aceptan irlandeses». Los orgullosos príncipes de Irlanda debían soportar muchas humillaciones.
No era de extrañar, pues, que adorasen al cardenal Hughes por haber construido una magnífica catedral y patrocinar las escuelas católicas. Tampoco era de extrañar que ingresaran en masa en la policía y en el cuerpo de bomberos, que les proporcionaban autoridad y honorabilidad. También era lógico que buscaran el amparo de Tammany Hall. Y ahora que tenían una oportunidad de demostrar su lealtad americana y su arrojo en la batalla, era lógico que se sintieran honrados desfilando bajo los estandartes de Irlanda.
Sin embargo, aquello había sucedido dos años atrás. Habían creído que la guerra se acabaría pronto, y no fue así. Tampoco habían previsto el horror que entrañaba, y en eso tal vez se equivocaron. La creciente mecanización de la guerra, la introducción del rifle, con su terrible capacidad de alcance y penetración, sumada a la incompetencia de algunos de los comandantes, habían acarreado terribles consecuencias. Aquello era una carnicería y, además, había quien la fotografiaba. Las imágenes aparecían en los periódicos, disponibles para quien quisiera verlas. Pronto el hospital de Bellevue se llenó de tullidos y heridos, y lo mismo ocurrió en el de las Hermanas de la Caridad de Central Park. En las calles se veían hombres cojos y desfigurados; y ésos podían considerarse afortunados.
Muchos no habían regresado: los guardias garibaldinos se habían disuelto; las valientes Brigadas Irlandesas habían dejado de existir.
Y las familias que todavía tenían maridos o hijos en el frente aún esperaban la paga prometida: el gobierno de Lincoln llevaba casi un año sin entregarla. En otros casos, los propios oficiales la habían robado. Hacía tiempo que habían desmontado la tienda de reclutamiento que antes se alzaba cerca del ayuntamiento. A aquellas alturas, no se conseguía ni un solo voluntario.
Lincoln había recurrido al reclutamiento. De eso habían estado hablando los irlandeses en el bar, la noche del sábado.
Hudson tardó una hora en terminar el inventario; para entonces, estaba listo para irse. Como el camarero de día iba a llegar de un momento a otro, Sean subió a pedir a su esposa que lo dejara entrar. Después salió con Hudson.
La calle Prince, donde se encontraba la iglesia presbiteriana de Shiloh, quedaba a menos de dos kilómetros. Mientras caminaban por Broadway, Sean reparó en el lugar donde antes se alzaba la tienda de reclutamiento. Aunque no le dijo nada a Hudson, la situación le parecía realmente paradójica. Por una parte, sus compatriotas irlandeses se quejaban del alistamiento en el bar. Por otra, cuando los negros libertos de la ciudad habían comenzado a entrenarse con la intención de presentarse voluntarios para luchar, el comisario de policía Kennedy les había advertido: «Por vuestra propia seguridad, es mejor que lo dejéis ahora mismo, porque si no, los trabajadores de la ciudad os lo van a impedir». A Sean no le sorprendió, desde luego. En el bar, y por todos lados, siempre había oído decir: «Nunca hay que darle una pistola a un negro». Más adelante, el gobernador de Nueva York se negó a aceptar a los tres regimientos de negros que se habían presentado voluntarios.
¿Qué pensaría Hudson de todo aquello?, se planteó Sean. Los clientes del bar lo trataban bastante bien; para ellos, era parte del decorado. Parecía que sabía estar en su lugar y no creaba problemas. En todo caso, debía de haber oído los comentarios. ¿Estaría concomiéndose de rabia y humillación, tal como les ocurría a los irlandeses cuando recibían un trato humillante? Era posible, pero, en cualquier caso, no se lo iba a preguntar. Hudson encontraba, sin duda, fuerzas y consuelo en la congregación negra de la iglesia de Shiloh.
—¿Sabe qué les dicen los predicadores en esas iglesias de negros? —le había comentado en una ocasión, muy indignado, un estibador—. No les enseñan la humildad y la obediencia cristianas, no señor. Les dicen que, en la vida futura, Dios nos va a castigar a los blancos por nuestra maldad y crueldad.
«¿Quién sabe? —pensó con ironía O’Donnell—. Quizá va a resultar que los predicadores negros tienen razón».
El problema era que últimamente en la ciudad los ánimos estaban muy exaltados en contra de los negros. Hacía poco, a raíz de las huelgas que se habían organizado en los muelles de Brooklyn, las empresas habían traído mano de obra negra barata para neutralizarlas. No se podía culpar a los negros, cuyo ingreso en el puerto no lo habrían permitido de ninguna forma los sindicatos de huelguistas. Lo cierto fue que la gente les achacó las culpas a ellos.
Y aquello no fue nada en comparación con el efecto que tuvo la Proclamación de Emancipación emitida por Lincoln.
—¿Que van a liberar a los malditos negros del Sur, para que puedan venir aquí a quitarnos el trabajo? —protestaban los obreros de Nueva York—. Si son cuatro millones, maldita sea. —Nadie tenía en cuenta que Lincoln no hubiera liberado en realidad ni a un solo esclavo, y es que la política casi nunca iba a la par con la realidad—. ¿Nuestros hijos están luchando y muriendo para que sus parientes y amigos acaben destruidos? Pues esto se tiene que acabar.
Hacía meses que la guerra de Lincoln era objeto de toda clase de críticas en las veladas del sábado en el bar.
Y ahora, aquel alto y desgarbado presidente y sus republicanos, con sus ricos amigos abolicionistas, iban a obligarlos a luchar por aquellos condenados negros, tanto si les gustaba como si no.
—Nosotros, los trabajadores, vamos a ser la carne de cañón, pero no los hijos de los ricos abolicionistas. No, ellos envían a un pobre para que muera por ellos o pagan una cantidad para que se queden en casa. Ése es el trato que tienen con Lincoln.
El día anterior, la situación había llegado a un punto crítico: en el sorteo habían salido elegidos más de mil nombres. Durante la selección, la gente había mantenido la calma, pero por la noche ya habían tenido tiempo de comparar nombres y meditar sobre el asunto. De los presentes en el bar, parecía que todo el mundo conocía a más de uno de los elegidos.
—Mi sobrino Conal —gritaba, furioso, un hombre— se tenía que casar la semana próxima… ¡Es una vergüenza!
—¡El pequeño Michael Casey, que es incapaz de disparar a un conejo a cinco metros de distancia! No va a durar ni una semana —se lamentaba su vecino.
Mientras que unos soltaban maldiciones, otros callaban, con ira contenida. Después de cerrar el local, cuando subió a acostarse, Sean expresó su veredicto a su esposa.
—Al príncipe de Gales pude salvarlo —rememoró—, pero te diré una cosa, si Abraham Lincoln hubiera venido al bar esta noche, no podría haber hecho nada. Lo habrían colgado de una viga.
Al día siguiente, domingo, debía proseguir la selección de reclutas.
En Broadway todo estaba tranquilo mientras caminaba en compañía de Hudson, y lucía un bonito sol. Cruzaron Canal Street y tampoco se advertía nada de particular. Sean sabía, con todo, que aquello no significaba nada.
—Vuelve directamente al bar desde la iglesia —recomendó a Hudson después de dejarlo sano y salvo en Prince Street—. Y cuando llegues a casa, asegura con la barra los postigos.
Desde Prince Street, siguió andando en dirección norte; al cabo de un poco, enfiló la Bowery, mientras mantenía una actitud vigilante. Todavía había poca gente en la calle. En la Catorce Este, torció a la derecha y luego siguió por Irving Place, hasta llegar a Gramercy Park.
Hacía un tiempo que no iba a casa de los Master. Su relación con Mary había dejado de ser un secreto años atrás, de modo que de vez en cuando iba a verla. Todo el mundo sabía que él podía permitirse mantenerla, pero ella se sentía contenta donde estaba. Aunque le habría gustado que se casara, ella le había pedido que no se inmiscuyera y, al fin y al cabo, reconocía que ya era mayor para saber lo que quería.
De vez en cuando se reunía con Frank Master. Hacía mucho que lo había compensado por el amable trato que le dispensó en 1853, con una oferta para que comprase unas propiedades que el alcalde vendía a un precio muy por debajo de su valor. Un año después de aquello, cuando se encontraron por casualidad en South Street, Master le había devuelto el favor.
—Conozco a un tipo a quien le falta otro inversor para una operación comercial —informó a Sean—. Los beneficios podrían ser elevados, si uno se aviene a correr ciertos riesgos.
Sean dudó sólo un momento, haciendo honor a su lema: «En lo que hay que confiar es en la persona».
—Me interesaría —dijo.
Sean había sacado bastante dinero de su caja fuerte para aquella inversión. Al cabo de unos meses, el contenido de ésta se engrosó con una cantidad tres veces superior. Desde entonces, ambos intercambiaban de vez en cuando algún favor. En realidad, hacía pocos días que le había prestado un discreto servicio a Master.
Sean entró por la puerta principal, no por la de servicio; siempre lo hacía. Una criada acudió a abrir, pero, en respuesta a su pregunta, le dijo que Mary no estaba en casa.
—Se fue a Coney Island con su amiga. Estará fuera toda esta semana.
Él estaba enterado del proyecto, y también de que lo habían estado postergando. Aun así, se sintió algo molesto porque Mary no le hubiera puesto al corriente de que se iba. Por otra parte, se alegraba de que no estuviera en la ciudad en ese momento. Se disponía a marcharse cuando la señora Master apareció detrás de la doncella y, al verlo, lo invitó a pasar. Entonces abandonó el luminoso ambiente de la calle por la penumbra del vestíbulo.
—Buenos días, señor O’Donnell —lo saludó ella—. Mary no está, lo siento.
—Sabía que tenían intención de irse —dijo él—, pero no que ya se habían marchado.
La señora Master no era el tipo de mujer de su agrado: una privilegiada evangelista, una ferviente abolicionista, una maldita republicana. Cuando se creó un comité de noventa y dos damas de la alta sociedad que tenía por objeto mejorar la salubridad de la ciudad, no le sorprendió saber que ella formaba parte de la iniciativa. Quizá sí hacían algo bueno, pero, en todo caso, a él le importaba bien poco.
Ella había sido buena con Mary, sin embargo, y eso era lo esencial.
—Tengo la dirección del lugar donde se alojan —le informó—. ¿Se le ofrece algo?
—No, creo que no. —Calló un instante—. Si he venido, señora Master, es porque creo que va a haber problemas.
—Ah. ¿Qué clase de problemas, señor O’Donnell?
—Disturbios en las calles. Ojalá me equivoque, pero quería recomendarle prudencia a Mary; y también a usted y al señor Master —añadió.
—Ah —volvió a exclamar. Ahora que su vista se había adaptado a la penumbra del interior, Sean advirtió que estaba más pálida de lo habitual. También tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado—. Si por casualidad viera a mi marido —dijo—, avíselo, por favor. Bueno, también… —pareció vacilar, con un destello de desesperación en la mirada—, sólo para saber que no le ha ocurrido nada, podría pedirle que venga a casa.
El hotel Saint Nicholas era enorme. Su fachada de mármol blanco dominaba toda la manzana, entre las calles Broome y Spring, en el lado oeste de Broadway. Contaba con seis pisos de altura, seiscientas habitaciones y un lujo por todo lo alto. Los turistas ricachones acudían siempre a ese lugar y sus amigos neoyorquinos iban a visitarlos con entusiasmo a sus salones revestidos de madera, donde se podía tomar té bajo los frescos del techo y los candelabros de luz de gas.
Por ello, si un caballero neoyorquino iba a ver a uno de los huéspedes, no era probable que nadie se fijara en él. Frank Master estaba en el hotel Saint Nicholas desde la tarde del sábado.
La huésped a quien visitaba también residía en la ciudad; se llamaba Lily de Chantal, o, como mínimo, ése era el nombre que utilizaba por aquel entonces. Cuando nació, hacía treinta y tres años, en la localidad de Trenton, Nueva Jersey, le habían puesto Ethel Cook. El nombre profesional que había elegido, cuando todavía albergaba esperanzas de ser una solista, le gustaba tanto a ella misma como a todas las personas que conocía, por lo que nunca se molestaba en utilizar el viejo si podía evitarlo.
Algunas cantantes de éxito poseían unos cuerpos recios que servían de caja de resonancia a sus potentes voces y, aunque la voz de Lily quizá no tenía la potencia suficiente para propulsarla a los primeros puestos, su cuerpo constituía un envoltorio sumamente hermoso. Hablaba con voz queda, pero se había entrenado para hacerlo con la precisión de una actriz, de modo que pese a que no tenía un acento francés, nadie habría adivinado —salvo en momentos de diversión en privado o de entrega a la pasión— que era de Trenton. En realidad, no se podía discernir cuál era su lugar de origen.
Lily de Chantal sólo había tenido cinco amantes destacables en su vida. A todos y cada uno de ellos los había elegido con la esperanza de que la auparan en su carrera. El primero, sin duda el más adecuado, había sido un empresario del mundo del espectáculo; el siguiente, un director de orquesta, y los otros tres, ricos hombres de negocios; de estos últimos, los dos primeros habían sido fervientes mecenas de la ópera. Frank Master iba a la ópera, pero allí se acababa todo, y tal vez el hecho de que lo hubiera elegido a él indicaba que a aquellas alturas reconocía la necesidad de procurarse otras redes de seguridad.
No obstante, mientras se entregaba a alguien, había que admitir que volcaba en él toda su atención, lo cual no era de despreciar. Además de ello, siempre era divertida, a menudo tierna y en ocasiones vulnerable. Todos sus antiguos amantes seguían siendo amigos suyos. En el caso de haber tenido una voz mejor, habría conseguido todo lo que quería.
Frank Master todavía no era su amante en realidad; aunque él no lo sabía, seguía en periodo de prueba. Ella lo encontraba inteligente, amable, algo ignorante en cuestiones de ópera, pero corregible tal vez.
No era de extrañar que Frank Master hubiera conocido a Lily de Chantal en la ópera. Desde su fundación en el siglo anterior —con la colaboración, ni más ni menos, que de Lorenzo da Ponte, el libretista de Mozart— la ópera de la ciudad se había instituido como un importante lugar de encuentro social. Las óperas se representaban en numerosos teatros, y no sólo para la élite rica. Cuando Jenny Lind cantó al aire libre delante de una nutrida multitud, la ciudad entera saludó su gesto. Por aquella época el teatro principal de ópera era la Academy of Music, situada en Irving Place, a cuatro pasos de la casa de Frank Master. Se trataba de un bonito edificio, con una capacidad para más de cuatro mil quinientos espectadores, provisto de palcos para los asistentes habituales. Frank Master era uno de ellos.