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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (14 page)

Silje Sørensen observó la foto del joven inmaduro de enorme nariz. Los labios parecían los de un chico de diez años. La piel era brillante.

Quizás ella era naif.

Por supuesto que era naif, aun después de todos esos años en la Policía, en los que las ilusiones habían explotado como pompas de jabón a medida que ascendía en la jerarquía.

Pero aquel muchacho era joven. Si tenía quince o dieciséis años era, por supuesto, imposible saberlo, pero la foto había sido tomada después de su llegada a Noruega, y ella podría jurar que la mayoría de edad del chico estaba todavía bien lejos.

De todos modos ya no importaba.

Alejó despacio la foto, empujándola al borde del escritorio.

Ahí se quedaría hasta que resolviese este caso. Si alguien había matado a Hawre Ghani, tal como los indicios hacían suponer, averiguaría quién había sido.

Hawre Gahni estaba muerto.

Nadie se había preocupado por él mientras estaba vivo.

Por lo me nos alguien se iba a preocupar por su muerte.

—No se preocupe por mí. —Yngvar Stubø detuvo al hombre con un gesto—. Ya me he tomado tres tazas de café hoy, y no necesito otra.

Lukas Lysgaard se encogió de hombros débilmente y se sentó en uno de los sillones amarillos con orejas. El de su padre. Yngvar evitó todavía sentarse en el lugar de Eva Karin y acercó la misma silla de comedor que había usado antes.

—¿Han averiguado algo más? —preguntó Lukas, sin que su voz mostrara un interés sincero.

—¿Cómo va con la cabeza? —preguntó Yngvar.

El hombre joven se encogió de hombros otra vez antes de peinarse el cabello con los dedos y cerrar los ojos nuevamente.

—Ahora está mejor. Va y viene.

—Así es con la migraña, por lo que he oído.

Un reloj de pie sonó despacio con dos toques. Yngvar resistió la tentación de verificar su propio reloj, estaba seguro de que debían de ser más de las dos. Sintió una leve corriente de aire sobre el cuello, como si hubiese una ventana abierta. Olía a panceta y a algo más que no pudo definir bien.

—Pocas noticias, me temo. —Yngvar se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en las rodillas—. Se envió una gran cantidad de material para analizarlo más en detalle. Hay muchos indicios de que podríamos encontrar huellas en el lugar del hecho. Como de hecho fue la Policía quien la halló primero, y como es posible que fuera muy poco tiempo después de que el asesinato tuviera lugar, tenemos la esperanza de haber asegurado las pruebas de la mejor manera posible.

—Pero ¿no saben quién lo hizo?

Yngvar alzó las cejas.

—No, obviamente no. Todavía falta...

—Los periódicos especulan con la violencia indiscriminada. Dicen que poseen fuentes en la Policía que aseguran que están buscando a un lunático. Una de esas «bombas durmientes»... —los dedos apuñalaron el aire— que los psiquiatras dejan ir demasiado temprano. Gente que ha solicitado asilo, sobre todo. Somalíes. Ese tipo de gente.

—Por supuesto que es posible que estemos detrás de una persona enferma. Todo es posible. Sin embargo, a estas alturas de la investigación es importante no aferrarse a ninguna teoría cerrada.

—La patrulla llegó rápidamente al lugar del crimen, así que quien lo hiciera no puede haber estado tan lejos. He leído en el periódico que no hubo más de diez o quince minutos entre el momento de la muerte y el hallazgo del cuerpo. En Nochebuena seguro que no se encontró a muchos donde elegir. Que anduvieran de noche por las calles, quiero decir.

Evidentemente se arrepintió enseguida de lo dicho, y tomó un vaso con un líquido amarillo que Yngvar supuso que era zumo de naranja.

—No —dijo Yngvar—. Su madre, por ejemplo.

—Escúcheme —dijo Lukas, y vació el vaso antes de continuar—. Por supuesto que entiendo lo que sucede. Daría todo por saber qué buscaba mi madre en la calle a esas horas, tan tarde, en Nochebuena. Pero no lo sé, ¿de acuerdo? ¡No lo sé! Nosotros..., mi mujer y nuestros tres hijos, pasamos una Navidad con los padres de ella y otra con los míos. Esta vez mis suegros estaban en casa, de visita. Mi madre y mi padre estaban solos. Le he preguntado a mi padre, por Dios... —hizo un gesto—, le he preguntado, y él se niega a contestarme.

—Entiendo —dijo Yngvar con amabilidad—. Entiendo. Y me gustaría preguntarle justamente sobre esto.

Rendido, Lukas dio un golpe con la mano.

—Usted dirá.

—¿Le gustaba salir a pasear?

—¿Cómo?

—A su madre, ¿le gustaba pasear?

—A todos nos gusta..., sí. Sí, le gustaba.

—¿De noche? A mucha gente le gusta..., salir a tomar un poco de aire antes de irse a dormir. ¿También a su madre?

Por primera vez desde que Yngvar había conocido a Lukas Lysgaard, hacía ya tres días, le pareció que el hombre pensaba detenidamente la respuesta antes de darla.

—Ya han pasado muchos años desde que yo vivía en casa —dijo finalmente—. Tuve..., tuvimos hijos cuando éramos adolescentes, mi mujer y yo. Nos casamos el mismo verano en que terminamos el bachillerato, y...

Se interrumpió, y una sonrisa le cruzó el rostro lloroso.

—Eso es muy temprano —dijo Yngvar—. Creí que esas cosas ya no sucedían.

—Mamá y papá, en especial papá, tenían firmes opiniones en contra de que nos fuésemos a vivir juntos antes de casarnos. Como estábamos convencidos de que... Pero usted me ha preguntado si mi madre tenía por costumbre salir durante las noches.

Yngvar asintió y extrajo una libretita del bolsillo del pecho, tan discretamente como pudo.

—De hecho, sí. En todo caso, mientras yo viví aquí, en casa. Cuando era pastora, visitaba a menudo a miembros de su parroquia fuera de las horas de trabajo. Era... una pastora muy sociable, mamá. Podía muy bien suceder que saliese de casa en mitad de la noche y que regresara cuando yo ya estaba durmiendo. Sin embargo, nunca vi que visitase a alguien en... Nochebuena. —Se encogió de hombros—. A decir verdad, era muy gentil por su parte visitar en horas nocturnas a gente que la necesitaba. La oscuridad le daba mucho miedo.

—Miedo —repitió Yngvar—. Ya veo. Pero también le gustaba salir a pasear de noche. Aquí en Bergen, por lo menos, después de mudarse...

—No..., veamos... Cuando la nombraron obispo, yo era mayor. No estoy muy seguro de que visitara tanto entonces. Como obispo, quiero decir.

Respiró hondo y agarró el vaso. Cuando vio que estaba vacío se quedó sentado haciéndolo rodar en la mano. La rodilla izquierda le temblaba como si tuviese hormigas en la pierna.

—Cuando yo era joven, en verdad no seguía mucho lo que hacían por las noches. Más bien al contrario, le diría. —La sonrisa, esta vez, era genuina—. Yo era como casi todos los jóvenes. Estiraba los límites. Tenía novias, de vez en cuando. De hecho no pensé nunca en ello, pero quizá mi madre sí tenía esa costumbre de pasear un poco antes de irse a dormir. También en Stavanger. Pero cuando estamos aquí, con mi propia familia, por supuesto no lo hace.

—Ustedes viven en Os, ¿verdad?

—Sí. Está a sólo media hora de aquí, más o menos. Excepto en las horas punta. Entonces el viaje puede llevar una eternidad. Pero los visitamos mucho. Y ellos a nosotros. Como nunca da esos paseos nocturnos cuando nos visita, ni cuando estamos nosotros aquí, entonces...

—Disculpe que lo interrumpa, pero ¿ustedes se quedan a dormir, entonces? ¿Cuándo están aquí?

—Sólo de vez en cuando. Como regla, no. Los chicos pasan la noche aquí a menudo. Mis padres son muy diestros con ellos. En Nochebuena o en otras ocasiones especiales siempre pasamos todos juntos la noche. Entonces nos damos el gusto de beber un poco.

—¿No son abstemios, sus padres?

—No. De ninguna manera.

—¿Qué quiere usted decir con «de ninguna manera»?

—¿Qué? Quiero decir..., les gusta tomarse una copa de vino tinto con la comida. Mi padre bebe con gusto un par de vasos de whisky en una fiesta. Personas normales, en otras palabras.

—Solía beber su madre antes de salir a dar sus paseos?

Lukas Lysgaard aspiró con fuerza.

—Ahora escúcheme —dijo irritado—: ¡todo esto me parece muy raro! Algo me dice que a mi madre le gustaba salir a pasear de noche. Pero al mismo tiempo sé que temía la oscuridad. Mucho. Todos se burlaban de ella por esa fobia, porque era ella, precisamente, quien debía sentirse segura por la cercanía de Dios. Y uno está siempre cerca de El...

Dijo lo último con una mueca breve, antes de recostarse hacia atrás en el sillón y dejar el vaso vacío.

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó Yngvar.

—Eh..., sí. Mejor dicho, no... Mi padre está con mi familia y, en realidad, sería algo impropio que usted ande curioseando en sus cosas sin que él mismo haya dado su permiso.

—No voy a curiosear —sonrió Yngvar mostrando ambas palmas—. En absoluto. Sólo echaré un vistazo. Como he dicho muchas veces antes, es importante para mí formarme la mejor impresión posible de las víctimas en los casos que investigo. Por eso estoy aquí. En Bergen, quiero decir. Para tratar de formarme una imagen amplia de su madre. Ver la casa ayuda un poco. Sería práctico. ¿Qué me dice?

De nuevo Lukas se encogió de hombros. Yngvar lo tomó como un consentimiento y se levantó. Se metió la libreta en el bolsillo y le pidió a Lukas que le indicase el camino.

—Así no me equivoco —sonrió—, como la última vez.

La vivienda, en Nubbebakken, era antigua, pero estaba bien conservada. La escalera que subía al segundo piso era asombrosamente estrecha y poco ostentosa, comparada con el resto de la casa. Lukas subió primero y le advirtió sobre un saliente en el techo.

—Éste era el dormitorio de ellos —dijo abriendo una puerta.

Se quedó parado con la mano en el picaporte, bloqueando parcialmente la entrada. Yngvar entendió el gesto y solamente se inclinó para echar una mirada.

Una cama doble.

La colcha estaba cosida con trozos de género de distinto color y hacía más acogedora la habitación, que era grande y estaba bastante vacía. En la mesita de noche había pilas de libros, y en el suelo, al lado de la cama y más hacia la puerta, yacía un periódico doblado.
Bergens Tidende,
pudo ver Yngvar. Una pintura grande colgaba de la pared directamente sobre la cama, formas abstractas en azul y lila. Detrás de la puerta, de forma que Yngvar sólo pudo verlo reflejado en el espejo entre las grandes ventanas, había un espacioso ropero.

—Gracias —dijo retrocediendo.

El segundo piso tenía además un baño reacondicionado, dos dormitorios bastante anónimos, uno de los cuales era el cuarto de Lukas de cuando era muchacho, y un despacho grande en el que sus padres tenían cada uno sus amplios escritorios. Yngvar ardía en deseos de analizar los papeles más de cerca. La buena voluntad de Lukas estaba, sin embargo, a punto de terminarse, por lo que en lugar de hacerlo inclinó la cabeza en dirección a las escaleras. En el camino pasaron al lado de una puerta estrecha con una llave de hierro forjado en la cerradura, y él presumió que debía tratarse de una escalera que conducía a la azotea.

—¿Por qué viven aquí? —preguntó Yngvar mientras bajaban.

—¿Cómo?

—¿Por qué no viven en la residencia episcopal? Hasta donde sé, el obispado de Bjørgvin tiene una residencia especialmente diseñada en Landåslien.

—Ésta es la casa natal de mi padre. Quisieron vivir aquí cuando regresamos a Bergen. Cuando mi madre fue nombrada obispo, él insistió en que se mudaran aquí. Fue una condición, creo, para que él aceptase. El que mi madre fuese obispo, quiero decir.

Estaban abajo, en el pasillo largo al lado de la sala.

—Pero ¿eso no está regulado por ley? —preguntó Yngvar—. Hasta donde yo sé, uno tiene el deber de...

—Escuche —interrumpió Lukas llevándose un pulgar a un ojo mientras apretaba el otro con el índice—. Hubo mucho barullo para que fuese como es, pero yo realmente no lo sé. Estoy tremendamente cansado. ¿Puede preguntarle a otra persona, por favor?

—Ningún problema —dijo Yngvar, rápidamente—. Le dejaré descansar. Sólo necesito echar un vistazo a ese cuarto ahí.

Señaló el pequeño dormitorio que había encontrado por error un par de días atrás.


Feel free
—murmuró Lukas, e indicó la puerta con la mano extendida.

En cuanto entró en la habitación, Yngvar se percató de que Lukas no se había interpuesto en el camino. Por el contrario, el hijo de la obispo había regresado a la sala y lo había dejado solo. Miró rápido a su alrededor.

Habían corrido las cortinas, y ya no se olía el empalagoso olor del sueño. El cuarto estaba más frío de lo que recordaba, y las ropas que antes reposaban sobre la silla ya no estaban allí.

El resto parecía estar tal como lo había visto.

Se inclinó para leer los títulos en los lomos de la pequeña pila de libros en la mesita de noche. Una gruesa biografía del héroe de la iglesia Christian Hauge, una novela policial de Unni Lindell y un ejemplar viejo y gastado, encuadernado en cuero, de
Markens grøde.

Se quedó muy quieto. Todos sus sentidos estaban alerta. Ella había vivido sus noches en esta habitación, de eso estaba seguro. Abrió con cuidado las puertas del ropero. Faldas y vestidos colgaban junto a blusas y camisas planchadas en una de las mitades; la otra estaba dividida con estantes. Un estante para bragas, otro para medias. Uno para pantalones, otro para cinturones y bolsos de fiesta. Un estante inferior para todo lo que no cabía en los otros.

«Uno no guarda sus ropas de uso diario en un cuarto para huéspedes», pensó, y cerró el armario sin hacer ruido. Le sobrevino una sensación de rechazo, tal como solía sucederle cuando se adentraba en las vidas de otras personas por efecto de una tragedia.

—¿Termina ya? —escuchó que gritaba Lukas.

—Sí, enseguida —dijo, y dejó que sus ojos recorrieran por última vez la habitación antes de abandonarla y salir al pasillo—. Gracias.

En la puerta de entrada se volvió y alargó la mano para saludar.

—Me pregunto cuándo cesará —dijo Lukas sin tomarla—. Este dolor.

—No se acabará nunca —dijo Yngvar, al tiempo que dejaba caer la mano—. Nunca del todo.

Lukas Lysgaard dejó escapar un sollozo.

—Yo perdí a mi primera esposa y a una hija ya mayor —dijo Yngvar despacio—, hace ya más de diez años. Un lamentable y ridículo accidente que sucedió en nuestra casa. Creía que era imposible sentir tanto dolor.

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