—¿Una mosca? ¿En esta época del año? ¡Mira tú!
Tres pasos rápidos y una palmada sobre la mesa.
—La agarré —dijo, divertido—. ¿No debería estar puesta esta mesa, de paso?
Marcus bajó de la mesa. Se sentía rígido y torpe, y tuvo que usar una silla como apoyo para la rodilla. Como cada noche de Año Nuevo en los últimos nueve años, había comenzado el día jurándose que iba a comenzar a hacer ejercicio. Esa misma mañana. Era su intención más importante y esta vez debía mantenerla. Había un cuarto de ejercicios completo en el sótano. Él apenas sabía cómo era.
—Enseguida viene mamá.
—¿Tu madre? ¿Le pediste a Elsa que venga a poner la mesa para una fiesta a la que ni siquiera está invitada?
Marcus dio un bufido, vencido.
—Es mamá quien quiere a Marcus con ella en casa, esta noche. Para esperar juntos el Año Nuevo, los dos solos. Será más divertido para ambos.
—Me parece bien, ¡pero eso no es ninguna razón para que la mujer desperdicie la tarde viniendo hasta aquí a poner la mesa! Llámala enseguida. Dile que yo lo haré. ¿Qué es esto?
Rolf sostenía una pequeña caja metálica.
—Un disco duro —dijo Marcus sin darle importancia.
—¿Sí? ¿Qué hacía en el maletero del Maserati?
—Ése es mi coche. ¿Cuántas veces te dije que prefiero que utilices uno de los otros? Eres el peor chófer del mundo, y...
—¿Qué pasa contigo, eh?
Rolf sonrió y se inclinó para darle un beso. Marcus se escabulló. No pudo evitar echar una mirada al disco duro.
—Está destruido —dijo—. Lo cambié. Hay que tirarlo.
—Entonces eso haré —dijo Rolf encogiéndose de hombros—. Y tú deberías ponerte de mejor humor antes de que lleguen las visitas.
Todavía llevaba el disco duro en la mano cuando salió de la sala. Marcus tuvo que contenerse para no perseguirlo. Quería destruir y tirar personalmente el maldito aparatito.
No era tan grave, pensó tratando de mantener el pulso calmo. Todo había sido nada más que una medida de seguridad, que era probablemente innecesaria. Totalmente innecesaria. Su respiración se aceleró y trató de concentrarse en cualquier otra cosa.
En el menú, por ejemplo.
No importaba nada que Rolf hubiese encontrado el disco duro.
No recordaba nada del menú.
«Olvídate del disco duro. Olvídalo. No significa nada.»
—¿Llamaste a Elsa?
Rolf había regresado con los brazos llenos de manteles, servilletas y velas de estearina.
—Pero Marcus, estás... ¡Marcus!
Rolf dejó caer al suelo todo lo que llevaba.
—¿Estás enfermo? ¿Marcus?
—Todo en orden —dijo Marcus—. Sólo me siento un poco mareado. Ya pasó. Tranquilízate.
Rolf le pasó la mano por la espalda. Como era casi una cabeza más alto que Marcus, tuvo que inclinarse para encontrar la mirada abatida.
—¿Es..., tienes..., es otro ataque de pánico?
—No, no.
Marcus sonrió.
—Hace muchos años de eso. Tú me curaste, ya te lo dije.
Le costaba mover la lengua seca, entumecida. Puso las manos en los bolsillos, húmedas de sudor frío.
—¿Quieres agua? ¿Te traigo agua, Marcus?
—Gracias, eso estaría bien. Un poco de agua y enseguida me sentiré de nuevo perfectamente.
Rolf desapareció. Marcus se quedó solo.
Si no hubiese estado tan solo. Si hubiese hablado con Rolf desde el principio. Podrían haber hallado una solución. Juntos hubieran determinado qué era lo mejor que podían hacer. Juntos podían sobrellevarlo todo.
De pronto inspiró con violencia por la nariz. Enderezó bien la espalda, hizo un esfuerzo considerable para producir saliva y se abofeteó ambas mejillas con las manos abiertas. No había nada que temer. Decidió una vez más que no había nada de qué preocuparse.
Había leído un pequeño artículo sobre Niclas Winter en el
Næringstivet
en vísperas de Año Nuevo. Uno podía leer entre líneas que el hombre había muerto de una sobredosis. Ese tipo de cosas nunca se escribían con todas las palabras, en todo caso no al cabo de tan poco tiempo. La muerte del artista se vinculaba con su estilo de vida poco ortodoxo, como se formulaba con consideración. La lucha por los derechos sobre las obras aún no vendidas ya había comenzado. Les vino bien que el autor muriese; tres dueños de galerías y un conservador las valoraban en el doble del precio que tenían una semana atrás. El artículo era más interesante de lo que el espacio de la columna hacía suponer. Seguramente seguirían con otros más.
Niclas Winter había muerto de una sobredosis y Marcus Koll junior no tenía nada que temer. Se centró en eso y se concentró hasta que Rolf regresó a toda prisa con un gran vaso de agua. Los cubitos de hielo hicieron ruido cuando lo vació de un solo trago largo.
—Gracias —dijo—. Ya me encuentro mejor.
«No tengo nada que temer», pensó mientras ponía la mesa. Mantel rojo, servilletas rojas con orlas plateadas, velas rojas o de verde navideño en los candelabros de vidrio incrustados con plata. Niclas Winter tiene que darse las gracias a sí mismo, pensó con obstinación. No debía de haberse inoculado esa sobredosis.
Su muerte no tiene nada que ver conmigo.
Era casi como si se lo creyera.
Trude Hansen estaba bastante segura de que era la víspera de Año Nuevo.
El pequeño apartamento era todavía un caos de restos de comida, botellas vacías y ropa sucia. Había trozos de papel plateado desparramados por todas partes, y en un rincón un envase para pizzas estaba siendo usado como letrina por el aterrorizado gato que maullaba sentado en el marco de la ventana.
—¡Bueno, bueno,
Pusi!
¡Bueno, bueno, mi pequeño
Pusi!
¡Ven con mamá, así!
El animal se encrespó y arqueó el lomo.
—¡No debes enfadarte con mamá!
La voz era suave y ligera. No podía recordar si le había dado de comer a
Pusi.
No hoy, en todo caso. Quizá tampoco ayer. No, tampoco ayer, porque entonces había estado furiosa porque aquel maldito animal se había orinado sobre la pizza.
—¡Chis, chis!
Trude dio un paso hacia el gato, que salió disparado como un cohete hacia el sofá forrado de piel. Ahí comenzó a afilar las uñas contra los almohadones con movimientos rítmicos y acompasados.
Debía de ser la víspera de Año Nuevo, creía Trude.
Trató de abrir la ventana. Estaba atascada, y se rompió una uña en el intento. Al final se abrió; de pronto y con un ruido. El aire helado entró en el cuarto atiborrado y Trude estiró hacia fuera el torso por encima del marco.
Por encima de los edificios hacia el oeste, de viejas casas que bloqueaban la vista directa del parque Sofienberg, podía ver las bengalas. Globos de luz rojos y verdes caían lentos hacia el suelo y fuentes de luz estallaban en el cielo. El olor de la pólvora ya empezaba a inundar las calles. Amaba el olor de los fuegos de artificio. Por suerte siempre había alguien que no podía esperar hasta medianoche.
Tenía sólo para un viaje más. Lo había guardado para la noche, el día había sido soportable únicamente gracias a una botella de aguardiente que alguien había olvidado bajo la cama.
Era difícil saber lo tarde que era.
Cuando estaba a punto de cerrar la ventana,
Pusi
saltó hacia afuera. El animal caminó con rapidez sobre la estrecha cornisa, antes de sentarse dos metros más allá y maullar.
—¡Ven,
Pusi!
¡Ven con mamá!
El gato se aseaba. Despacio y a conciencia, pasó la lengua sobre la piel. Con ritmo, cada cuatro lamidas, se rascaba con las patas detrás de las orejas.
—
¡Pusi!
—farfulló Trude lo más rígidamente que pudo y se estiró hacia el gato—. ¡Ven ahora mismo!
Sintió que ya no tenía contacto con el suelo. Si se agarraba del marco entre los dos paneles inferiores de la vieja ventana de cuatro vidrios partidos, quizá podría alargar la otra mano lo suficiente como para asir el cuello del gato. Cerró los dedos sobre la madera. El viento helado le acarició los antebrazos desnudos y ella castañeteó los dientes.
—
¡Pusi!
—alcanzó a decir por última vez, antes de perder el equilibrio y caer.
Como vivía en el tercer piso y se golpeó contra el asfalto, primero con la cabeza y luego con el hombro izquierdo, murió en el acto. Como un hombre estaba fumando asomado a la ventana al otro lado de la calle, la Policía fue alertada de inmediato. Y como el tipo pudo contar lo que había sucedido, a la vez que la puerta del apartamento vacío de Trude estaba cerrada por dentro con una cadena de seguridad, no hubo nunca razón alguna para investigar el caso más en detalle. Un accidente, nada más. Una desgracia fortuita.
El 31 de diciembre de 2008, una hora y media antes de que se festejase la llegada del nuevo año, no había nadie en todo el mundo que pudiese sacrificar un pensamiento por Runar Hansen.
Fue asesinado en un parque en el lado oeste de la ciudad el 19 de noviembre del mismo año, a los cuarenta y un años. Muerta su hermana, ya ni siquiera fue ese recuerdo vago y anestesiado que había sido.
Nadie se preo cupó tampoco de
Pusi,
sobre la cornisa.
Synnøve Hessel acarició el lomo del obeso gato. Estaba bien instalado en su falda y el ronroneo tenue y ronco era un murmullo de baja frecuencia en cada aspiración y cada exhalación. Había algo sedante en el ruido y en la total devoción del animal cuando empujaba la cabeza contra su mano cada vez que ella dejaba de acariciarlo.
—Estoy muy contenta de haber podido venir —dijo.
—Faltaría más —dijo la mujer sentada al otro extremo del sofá con una botella de cerveza en la mano—. Yo tampoco tengo muchas ganas de fiesta.
El apartamento era más bonito de lo que Marianne lo había descrito la última vez que habló por teléfono con Synnøve. Marianne había estado en casa de Tuva en Grefsenkollveien el sábado 19 de diciembre por la tarde. Se habían hecho las ocho de la noche, y Marianne le había parecido llena de expectativas respecto del largo viaje. Synnøve había tratado de ocultar su decepción porque no podrían celebrar juntas la Navidad, sin lograrlo del todo. Había habido un tono frío, punzante, entre ambas antes de que terminasen la comunicación.
Se le ocurrió que la despedida telefónica hacía menos llamativo el que los SMS de Marianne fuesen tan breves y fríos. En todo caso el primero.
—¿O sea, que verificaste si llegó al hotel? —preguntó Tuva por tercera vez en menos de una hora.
—Sí. Llegó, se registró y pagaron la cuenta. Ahí se mueren todas las pistas.
Sintió un escalofrío y arrojó el gato al suelo.
—Ahí se mueren todas las pistas —repitió con un sollozo—. Parece una novela policiaca.
La sala no era grande, pero la vista a través de las enormes ventanas brindaba un tono especial al apartamento. Todos los muebles estaban colocados hacia el amplio balcón, y desde donde estaba sentada, Synnøve podía ver todo Oslo. Se puso de pie.
—¿Damos un paseo? —preguntó Tuva.
—¿Ahora? ¿Una hora antes de medianoche?
Synnøve estaba de pie al lado de la ventana. El edificio gris le había parecido horrible desde fuera. Un bloque gigante de LEGO apoyado sobre la base, pegado a la pared calada de la montaña a lo largo de toda la altura del edificio. En cuanto entró en la sala del undécimo piso, comprendió la admiración infantil de su amiga por el nuevo apartamento.
Synnøve nunca había visto Oslo tan bella.
Las luces brillaban por todas partes. La ciudad yacía frente a ella como un decorado navideño armado por Dios, enmarcado entre las elevaciones oscuras y el mar negro. Los cohetes estallaban en el cielo con frecuencia creciente. Synnøve y Tuva tenían asientos de primera fila para el
show
que empezaría en tan sólo una hora.
—Por mí está bien —dijo encogiéndose de hombros.
Cinco minutos después subían el camino de Grefsenåsen. El frío mordía en la cara. Se habían abrigado bien, a diferencia de todas las otras personas que salían y regresaban a las fiestas con trajes elegantes y zapatos para usar dentro de la casa. Una pandilla de muchachos de entre doce y trece años se divertía arrojando petardos a un grupo de mujeres jóvenes que lanzaban grititos y corrían alrededor sobre sus tacones altos. Un hombre mayor bajaba por la vereda con un viejo y obeso perro labrador. Les echó un sermón a los muchachos, que corrieron ladera abajo vociferando insultos antes de desaparecer dentro de una obra en construcción cerrada trepando una reja de tres metros de altura.
—De veras que es increíblemente raro que todavía no haya sacado dinero —dijo Tuva casi sin aliento—. ¿Estás segura?
Synnøve disminuyó la velocidad. A menudo olvidaba que estaba en mejor forma que la mayoría.
—La única cuenta que tuve la posibilidad de verificar es la que tenemos en común. Marianne tiene además una tarjeta para una cuenta de ahorro de la que sólo dispone ella. Tengo que hacer que la maldita Policía le pregunte al banco.
Se detuvo.
«No sirve para nada», pensó.
Estaban en un cruce. Tuva señaló hacia arriba, donde un camino solitario serpenteaba hasta Grefsenkollen. Synnøve se quedó inmóvil.
—Estoy segura de que está muerta —susurró.
Las lágrimas le corrían heladas sobre el rostro.
—No puedes saberlo —protestó Tuva—. ¡Sólo se fue hace una semana! ¡Me acuerdo de lo confundida que estabas aquella vez que se fue a Francia y no dio señales de vida durante unos cuantos días! Marianne es tan...
—¡Muerta! —gritó Synnøve—. ¡No empieces también tú! Esa vez fue totalmente distinto. ¡Entonces ella no quería nada conmigo! ¡Ahora no es así! Es que no puedes sólo...
Tuva apoyó un brazo en ella.
—Disculpa. Sólo trataba de animarte. Quizá sería mejor que no habláramos de esto.
—¡Naturalmente que vamos a hablar de esto! —Synnøve comenzó a caminar. Rápido. Aceleraba a cada paso. Tuva trotaba detrás de ella—. ¿De qué otra cosa vamos a hablar? —gritó Synnøve—. ¿Del tiempo? Quiero hablar de la maldita idiota de la tía abuela que ni siquiera avisó de nada cuando Marianne no apareció. Quiero hablar de...
—¿La has llamado?
Ahora Tuva empezó a correr para mantener el paso.
—Sí. No quería por nada del mundo hablar con la madre de Marianne, y eso lo puedo entender. Pero la mujer debe de ser... —se detuvo con brusquedad; había un alce en medio del camino—... retrasada mental —gruñó ella—. Le pregunté por qué...