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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (16 page)

El hijo de la dicha

Ahí de pie y con la mano en el picaporte, Trude Hansen no recordaba hacia dónde estaba yendo. Se bamboleó y se dio cuenta de que ya tenía suficiente como para llegar hasta mañana. El alivio fue tan grande que le flaquearon las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared en cuanto se soltó.

Allí dentro olía cada vez peor.

Tenía que hacer algo con eso.

«Pronto», pensó, y se tambaleó hacia la pequeña sala. En la alcoba, un saco de dormir yacía sobre la cama sin hacer. A los pies, una imagen de Hello Kitty adornaba un bolsito rojo de tocador. Alguien le había pintado colmillos y un parche de pirata sobre un ojo. Con manos que no le obedecían del todo, finalmente pudo coger la carterita y abrir la cremallera. Todo estaba bien.

Abastecida. Tres dosis.

Como había hecho ya en incontables oportunidades, evaluó la posibilidad de usarlas todas de una vez. Con apatía, calculaba rutinariamente las posibilidades de que todo terminara si se inyectaba voluntariamente una sobredosis. Tan cierto como que siempre pensaba así en las ocasiones en que tenía suficiente heroína como para considerar suicidarse, era que siempre descartaba la idea. Probablemente no moriría. Y cuando volviese en sí, ya no le quedaría más.

La idea de quedarse sin droga era peor que la de seguir viviendo.

Tomó el bolsito de tocador y negoció los pocos pasos hasta el sofá verde situado contra la pared. Estaba lleno de botellas de cerveza vacías del día anterior. A alguien se le había caído un cigarrillo durante la noche sobre uno de los almohadones; ella se quedó quieta por un momento mirando fijamente el gran círculo de la quemadura con un agujero negro en el centro.

Sobre el sofá colgaba la foto de la confirmación de Runar.

Atrajo el retrato hacia sí y se dejó caer sobre las botellas.

Runar la miraba fijamente desde la foto grande, enmarcada en paspartú y bordes dorados. Llevaba el cabello cortado como un jugador de hockey, con una permanente de rizos. El traje era azul pastel. La pequeña corbata rosa. Había lucido tan guapo, pensó. Era su hermano mayor y el más elegante de la iglesia ese día. Después, una vez que la ceremonia por fin terminó y mamá quiso volver a casa antes de que algunos de los otros padres comenzaran a preguntar por la fiesta, él la había alzado con un solo brazo y así la había llevado hasta el autobús. Y eso que ella tenía nueve años y estaba muy gorda.

Comieron alitas de pollo.

Mamá, Runar y ella.

Runar no recibió ni un solo regalo, todo el dinero se fue en el traje nuevo, el peluquero y el fotógrafo. Pero habían comido alitas de pollo y patatas fritas, y Runar había bebido cerveza con la comida. El había sonreído. Ella se había reído. Mamá había olido deliciosamente a limpio.

Extrajo con indolencia la cuchara y el mechero que Runar le había dado. Pronto se sentiría mejor. Muy pronto. Si sólo sus manos fuesen un poco más dóciles...

Su mente perezosa trató de calcular cuánto tiempo había pasado desde la muerte de Runar. ¿19 + 19? No. Error. Del 19 al 19 había treinta y un días. O treinta. No recordaba cuántos días hay en noviembre. Y tampoco cuántos habían pasado después. No podía siquiera precisar qué día era hoy.

Lo único que sabía con seguridad era que Runar había muerto el 19 de noviembre.

Ella estaba en casa. Él iba a venir. Le había prometido que vendría. Sólo tenía que ir a buscar dinero. Buscar heroína. Buscar todo lo que ella precisaba; Runar ayudaría a su hermanita, tal como siempre había hecho.

Se demoró. Se demoró un tiempo larguísimo. Entonces llegó la pasma.

Vinieron aquí. Llamaron al timbre, ridículamente temprano por la mañana. Cuando ella abrió, le dijeron que habían asaltado a Runar en el parque Sofienberg esa noche. Cuando lo encontraron tenía grandes heridas en la cabeza, y probablemente ya estaba muerto. Alguien había llamado a una ambulancia y, de todos modos, ya estaba muerto cuando llegó al hospital.

La mujer policía estaba seria y quizá trató de consolarla.

Ella sólo recordaba que le pusieron un papel en la mano. El teléfono y la dirección de una funeraria. Cinco días después se despertó tan tarde que comprendió que no llegaría al entierro.

Desde entonces la pasma no había hecho una mierda.

No habían atrapado a nadie.

Ella no había escuchado nada.

En cuanto vació la jeringa en una vena detrás de la rodilla, la calidez se extendió con tanta velocidad que la hizo suspirar. Se dejó caer despacio hacia atrás sobre el sofá verde. Los brazos delgados como palos abrazaron el retrato de Runar. Lo último que alcanzó a pensar antes de que todo se volviese una cálida nube de nada fue que su hermano mayor le cedió las últimas tres alitas de pollo el día de su confirmación, cuando por primera vez su mamá le dio cerveza.

A la Policía no le importaban esas cosas de Runar.

Cosas como ella y Runar.

—¿Le importa algo, por lo menos?

Synnøve Hessel estaba al borde de perder la compostura por primera vez en los últimos cuarenta y cinco minutos. Se inclinó hacia el policía con las manos firmemente aferradas al borde de la mesa, como si temiese estar a punto de golpear.

—Por supuesto —dijo él sin mirarla—. Pero usted seguramente entiende que debemos hacer preguntas. Si supiera cuántas personas huyen de sus vidas sin...

—¡Marianne no huyó de nada! ¡¿Cuándo entenderá que no tenía ninguna razón para escaparse?!

El policía suspiró, vencido. Hojeó los papeles que tenía frente a sí, antes de echar un vistazo al reloj. La pequeña sala de interrogatorios estaba volviéndose insoportablemente caliente. El sistema de ventilación susurraba desde el techo, pero el termostato debía de haberse roto. Synnøve Hessel se quitó el jersey de Setesdal y se quedó en camiseta, para enfriarse. Entre los pechos se le dibujaba una marca oval húmeda y ella sintió que sudaba bajo los brazos. Decidió no darle importancia. El policía olía peor que ella.

En todo caso, en la comisaría de Policía de Gardermoen habían sido amables. Amistosos casi, aunque no pudieron hacer otra cosa que dirigirla a su comisaría local. Lo habían sentido mucho, por supuesto, y le ofrecieron café. Una mujer mayor con uniforme trató de calmarla con lo que todos parecían saber: la gente desaparecía constantemente. Antes o después, regresaban.

«Después» era demasiado tarde para Synnøve Hessel.

Ya era tarde y el viaje de regreso a Sandefjord esa misma noche había sido un suplicio.

—Recapitulemos —propuso el policía antes de vaciar el resto de un refresco de cola.

Synnøve Hessel no respondió. Ya habían recapitulado dos veces sin que ello hubiese acercado al hombre hacia un concepto realista de la situación.

—Usted es... —Se acomodó las gafas y leyó— creadora de films documentales.

—Productora —lo corrigió ella.

—Precisamente. Entonces sabe usted mejor que muchos cómo es la realidad.

—Íbamos a recapitular.

—Sí. Correcto. Marianne Kleive iba a Wologo..., Wolongo...

—Wolongong. Una ciudad no muy lejos de Sidney. Iba a visitar a una tía abuela. Pasaría la Navidad allí.

—Una estancia muy corta para un viaje tan largo.

—¿Cómo?

—Digo, solamente —intervino el hombre— que en el caso de que yo hiciese todo ese viaje hasta Australia, me quedaría más tiempo que una semana.

—No puede decirse que eso tenga mucho que ver con el caso.

—No digo eso. No digo eso. Pero ella salió de Sandefjord el sábado 19 de diciembre, en el tren que sale...

—12.38.

—Mm. En Oslo debía encontrarse primero con una amiga...

—Un encuentro que en todo caso se concretó. Yo lo verifiqué.

—Donde luego pasó la noche en un hotel, para poder así tomar su vuelo a Copenhague la mañana del domingo, a las 9.30.

—Y no estuvo allí.

—¿No llegó a Copenhague?

—A Gardermoen. Quiero decir, es posible que haya llegado allí, pero no subió en el avión que iba a Copenhague. Lo que nos dice que tampoco tomó el vuelo siguiente hacia Tokio y Sidney.

El policía no hizo caso del sarcasmo. Se rascó la entrepierna sin disimulo. Tomó la botella de refresco y la dejó en cuanto vio que estaba vacía.

—¿Cómo no descubrió usted esto antes de anoche? ¿No tiene un teléfono móvil, esta..., esta dama suya?

—No es mi dama. Es mi pareja. De hecho, es mi mujer. Mi esposa, si lo prefiere. —El gesto del hombre expresó claramente que no lo prefería—. Y como ya le he dicho unas cuantas veces —dijo Synnøve, y se inclinó hacia él con el teléfono móvil en la mano—: ¡recibí tres mensajes en el curso de una semana! Todo indicaba que Marianne estaba en Australia.

—Pero ustedes no hablaron.

—No. Como le dije, traté de llamarla dos o tres veces desde el domingo, pero no logré localizarla. Anoche lo intenté, por lo menos, diez veces. Me salta directamente el contestador automático, por lo que me imagino que debe de haberse quedado sin batería.

—Déjeme ver los mensajes —dijo el hombre.

Synnøve tecleó rápido y le entregó el teléfono.

«Todo ok. Ecitante país. Marianne.»

El hombre ni siquiera leyó de corrido, sino que reparó con asombro en que «excitante» estaba mal escrito.

—No muy... —Trató de encontrar la palabra justa antes de leer el mensaje siguiente—. No muy romántico, precisamente. «Que lo pases bien. Marianne.»

La miró por encima del borde de las gafas. El tabaco de mascar se le había asentado en las comisuras como una costra negra y escupía pedacitos constantemente.

—¿Es normal para ustedes ser tan... breves?

Al principio Synnøve se quedó muda. No sabía qué contestar. La pregunta era pertinente, lo sabía, porque era justamente lo abrupto, impersonal y fuera de lo común del mensaje lo que la había inquietado. Sobre el primero, que llegó el lunes, ella no había pensado mucho más. Marianne podía estar ocupada. Su tía podía ser exigente. Qué sabía ella, podía haber miles de buenas razones para que un mensaje de texto fuese corto o escaso. En Nochebuena llegó solamente un corto «Feliz Navidad» que le sentó bastante mal. El último mensaje, según el que Marianne lo estaba pasando más o menos bien, la mantuvo despierta dos noches.

—No —dijo ella cuando la pausa empezó a ser embarazosa—. Por eso no creo que haya sido ella quien los escribió. Ella nunca hubiera escrito mal la palabra «excitante».

El policía abrió los ojos de forma tan dramática que le recordó a un payaso en una malograda fiesta infantil. Los mechones de pelo le sobresalían detrás de las orejas, la boca era de un rojo húmedo y la nariz parecía una patata redonda.

—Entonces ahora tenemos una
teoríaaa
—dijo, y alargó la «a» tanto como pudo—. ¡Alguien robó el teléfono móvil de Marianne y mandó los mensajes en su lugar!

—Eso no es lo que estoy diciendo —protestó ella, aunque era exactamente lo que había dicho—. Pero ¿no comprende que... si Marianne hubiera estado envuelta en un crimen y alguien...?

Crimen.

La palabra pasó a través de ella. Le produjo un dolor físico. No había pensado en esa idea hasta ahora. No seriamente. No utilizando la expresión correcta.

Crimen.

—... y alguien quisiese hacer difícil que se descubriera, entonces...

—¿Qué se descubriera?

—¡Sí! ¡Que desapareció, quiero decir! O que está...

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas estuvo a punto de ponerse a llorar mientras otros la miraban.

Llamaron a la puerta.

—¡Kvam! ¡Te buscan en la guardia!

Un hombre de uniforme sonrió y entró en el cuarto. Apoyó una mano en el hombro de su maloliente colega y señaló la puerta.

—Parece que tienen prisa.

—Estoy en medio de...

—Puedo hacerme cargo.

El detective Kvam se puso de pie con una mueca amarga. Comenzó a juntar los papeles que tenía delante.

—Déjalo todo allí. Yo terminaré esto. Desaparición, ¿no es así?

Kvam se encogió de hombros, se despidió con una inclinación de cabeza y caminó hacia la puerta. La cerró con un golpe fuerte.

—Synnøve Hessel —dijo el nuevo policía—. Hace ya tanto tiempo.

Ella se incorporó a medias y encajó la mano extendida.

—¿Kjetil? ¿Kjetil... Berggren?


¡The one and only!
Te vi allí afuera, y me sentí... —extendió la mano frente a sí y la movió de un lado a otro— preocupado cuando vi que Ola Kvam iba a recibir tu denuncia. Él no es..., en realidad, está retirado, y ahora durante las fiestas buscamos algunos suplentes para cubrir... Bueno, ya sabes. Todos tenemos lo nuestro. Vine en cuanto terminé de hacer lo que tenía pendiente.

Kjetil Berggren había ido a su misma escuela, sólo que ella en un curso superior. Synnøve casi ni lo recordaba, a no ser porque había sido el campeón de atletismo del colegio. Estableció el récord de 3.000 metros en Bugårdsparken ya en el primer año de secundaria y había pertenecido el equipo nacional junior antes de ingresar en la facultad, recién salido del bachillerato.

Todavía parecía poder correr más rápido que cualquiera.

—¡Te he seguido, ya lo sabes! —Sonrió ampliamente, entrecruzó los dedos detrás de la nuca y se recostó sobre el respaldo, inclinando la silla—. ¡Muy buenos documentales! Especialmente ese que hiciste desde...

—Tienes que ayudarme, Kjetil.

A ella le pareció que las pupilas de él se achicaban. Quizá

fuese porque de pronto la luz le cayó en los ojos cuando dejó que las patas delanteras de la silla tocasen el suelo y se inclinó hacia ella.

—Por eso estoy aquí. Nosotros. La Policía.
To protect and to serve,
como dicen.

Otra vez ensayó una sonrisa, que tampoco entonces fue retribuida.

—Estoy absoluta, pero absolutamente segura de que algo terrible le ha sucedido a mi pareja.

Kjetil Berggren acomodó despacio los papeles frente a sí y los colocó en una carpeta que empujó hacia la izquierda de la gran mesa que los separaba.

—Lo mejor es que lo oiga todo junto —dijo—. Desde el principio.

Al comienzo había entendido a su padre.

Cuando la Policía llamó al timbre de la casa de Os en la noche de Navidad, justo antes de que todos se fuesen a dormir, Lukas Lysgaard pensó ante todo en su padre. Su madre había muerto, dijo el policía, y parecía sinceramente apenado por tener que darle aquella noticia tan triste. Es verdad que tenían consigo al arcipreste de Fana, el colega más íntimo de su madre, pero el pobre hombre estaba tan transido por la pena que se había quedado sentado en el coche mientras los dos policías se encargaban de la triste tarea de decirle a Lukas Lysgaard que su madre había sido asesinada hacía tres horas.

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