—No eres muy buena jugando al Yatzy, mamá.
—Desafortunada en el juego, afortunada en el amor, ya sabes. Eso me consuela.
Los dados cayeron mostrando dos unos, un tres, un cuatro y un cinco. Inger Johanne dudó un instante antes de dejar los unos y lanzar por última vez.
Sonó el teléfono.
—No hagas trampa mientras estoy lejos —ordenó, y se puso de pie juntando fuerzas.
El móvil estaba en la cocina. Pulsó la tecla verde.
—Inger Johanne —dijo.
—Hola, soy yo.
Sintió un asomo de irritación porque Isak nunca se presentara mencionando su nombre. Debía ser privilegio de Yngvar el dar por entendido que ella reconocería su voz de inmediato. Al fin y al cabo ya hacía más de diez años que se habían divorciado. Claro que él era el padre de su hija mayor, y era una suerte para todos que pudieran entenderse. Pero por el momento él ya no era un miembro cercano de la familia, pese a que se comportaba como si lo fuera.
—Hola —dijo con indiferencia—. Gracias por traer a Ragnhild a casa ayer. ¿Cómo va con Kristiane?
—Sí, bueno, por eso llamo. Pero me tienes que..., me tienes que prometer que no vas a...
Inger Johanne sintió que se le contraía la piel entre los omóplatos.
—¿Qué sucede? —le cortó.
—Bueno, el caso es que... estoy en las Galerías Sandvika. Tenía que cambiar algunos regalos, entonces..., Kristiane y yo. Ahora el problema es que..., que si te enfadas no vas a ayudar en lo más mínimo.
Inger Johanne trató de tragar saliva.
—¿Qué pasa con Kristiane? —preguntó, tratando de mantener bajo el volumen de la voz.
Escuchó cómo Ragnhild arrojaba los dados en la sala una y otra vez.
—Desapareció. Bueno, no así, no desapareció. Pero no..., no la encuentro. Yo sólo iba a...
—¿Has perdido a... Kristiane? ¿En las Galerías Sandvika?
Se imaginó el enorme centro de compras, el más grande de Escandinavia, con tres pisos, más de cien tiendas y tantos accesos que le dio vértigo. Buscó apoyo en el mostrador de la cocina.
—Ahora debes calmarte, Inger Johanne. Ya he avisado a la administración y la están buscando. ¿Sabes cuántos niños se pierden aquí cada día? ¡Un montón! Seguramente está revolviendo sola en alguna de las tiendas. Sólo te llamo para saber si hay alguna tienda aquí por la que ella sienta una atracción especial...
—¡Coño, perdiste a mi hija!
Inger Johanne gritó sin pensar en Ragnhild. La niña empezó a llorar e Inger Johanne trató de calmarla desde lejos mientras seguía hablando.
—Es «nuestra» hija —dijo Isak en el otro extremo—. Y además no está...
—Ragnhild, no sucede nada. Mamá sólo..., no pasa nada. Espérame, enseguida estaré contigo.
La niña no se calmaba. Berreó y arrojó los dados al suelo.
—¡No quiero que me pierdan, mamá!
—Prueba en la tienda de ositos —dijo silbante Inger Johanne—. Esa en la que puedes armar tu propio oso. Está en el fondo del corredor, entre la sección vieja y la sección nueva del centro.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Quién me ha perdido?
—¡Chist, mi amor! Mamá va enseguida. Nadie te ha perdido. ¡Ya voy!
Le gruñó lo último al teléfono.
—Mantén el móvil encendido. Puedo estar allí dentro de veinte minutos. Llámame enseguida si sucede algo.
Inger Johanne cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo trasero, corrió a la sala, alzó a su hija menor y la consoló lo mejor que pudo mientras cruzaba el apartamento en dirección a las escaleras de la entrada.
—Nadie te ha perdido, no hay nada de qué preocuparse. ¡Mamá está aquí!
—¿Por qué dijiste que alguien me había perdido?
Ragnhild sollozaba, pero por lo menos se había calmado un poco.
—Lo has entendido mal, mi amor. A veces sucede.
Aminoró la velocidad cuando llegó a las escaleras y descendió con calma.
—Ahora iremos las dos a dar un pequeño paseo. A las Galerías Sandvika.
—Sanderías Gándika —dijo Ragnhild sonriendo a través de las lágrimas.
—Exacto.
—¿Qué me vas a comprar?
—No te voy a comprar nada, mi amor. Sólo vamos a..., vamos a buscar a Kristiane.
—Kristiane viene mañana —protestó la niña—. Esta noche íbamos a ver cine tú y yo en el sofá, con palomitas de maíz.
—Ponte las botas. Rápido, por favor.
El corazón se le salía por la boca. Suspiró tratando de tomar aire y se echó el abrigo encima mientras forzaba una sonrisa.
—Coge sólo la chaqueta. Vamos.
—¡Quiero llevar mi gorro! ¡Y mis guantes! ¡Hace frío fuera, mamá!
—¡Así! —dijo Inger Johanne, y agarró lo que había sobre el estante—. Puedes ponértelos en el coche.
Sin siquiera cerrar con llave, tomó de la mano a su hija y corrió escaleras abajo, hacia el pavimento y el coche, que por suerte estaba aparcado frente al portón.
—Me haces daño —protestó Ragnhild—. ¡Mamá, me coges demasiado fuerte!
Inger Johanne se mareaba. Reconocía el miedo desde la primera vez que tuvo a Kristiane entre sus brazos. «Todo ha salido bien», le dijo la comadrona. «Preciosa y sana», dijo Isak. Pero Inger Johanne sabía que había algo más. Miró a su hija de media hora de edad, que estaba tan quieta y que tenía algo en sí que había hecho que ella casi estallara en pedazos.
—Sube —dijo un poco demasiado bruscamente mientras abría la puerta del asiento trasero.
Sonó el teléfono. Al principio no supo dónde lo había metido y se palmeó los bolsillos de la cazadora.
—Llama en tu culo —dijo Ragnhild, y trepó dentro del coche.
—Sí —dijo Inger Johanne casi sin aliento una vez que extrajo el móvil de su bolsillo.
—¡La encontré! —rio Isak a distancia—. Estaba en la tienda de los ositos, como tú creías, y lo estaba pasando bomba. La estaba cuidando un hombre, y de hecho estaban charlando muy contentos cuando llegué.
Inger Johanne se apoyó en el coche y trató de respirar regularmente. La inmensa tranquilidad de saber que Kristiane estaba bien fue rápidamente enturbiada por lo que Isak le decía.
—¿Qué hombre?
—¿Qué..., eh? Te llamo para decirte que Kristiane está bien, tal como yo pensaba, y ahora me preguntas...
—¿Tienes claro que los centros de compras son El Dorado para los pedófilos?
Sus palabras se volvían nubes de vapor gris en el aire frío.
—Mamá, ¿no vas a ponerme el cinturón?
—Enseguida, mi vida. ¿Qué tipo de...?
—¡Inger Johanne! Esto no tiene ningún sentido.
Isak Aanonsen no se enfadaba casi nunca.
Ni quiera se enfadó cuando una noche, tarde, una eternidad atrás, ella se incorporó en el sofá y le dijo que no lograba ver cómo podrían salvar su matrimonio; le contó que ya se había hecho con los formularios necesarios para trazar una línea definitiva. Y entonces Isak trató de ver el lado positivo. Se había quedado ahí sentado durante un rato, solo en la sala, mientras una llorosa Inger Johanne se iba a acostar. Una hora más tarde había llamado a la puerta del dormitorio, consciente ya de que nunca más serían lo que habían sido. Lo más importante era Kristiane, dijo él. Sería para siempre lo más importante entre ambos, y él quería que se pusieran de acuerdo en cómo ordenarían las cuestiones prácticas con respecto a su hija, aun antes de tratar de dormir. Cuando amaneció ya habían acordado un arreglo, y desde entonces lo mantuvo con lealtad. Inger podía contar con los dedos de una mano las veces que pudo percibir un asomo de irritación en todos esos años.
Ahora estaba indignado.
—¡Esto es histeria! El hombre que hablaba con Kristiane era un tipo absolutamente normal que claramente se dio cuenta de qué clase..., qué clase de niña es. Era amable. Kristiane sonreía y se despidió con una mano cuando se separaron. Y ahora tú estás diciendo que...
Inger Johanne podía escuchar el
dam-di-rum-ram
de Kristiane por detrás. Empezó a llorar en silencio, para no alarmar a Ragnhild más de lo que ya lo había hecho.
—Lo siento —susurró en el teléfono—. Lo siento, Isak. De veras. Es que me he asustado.
—Yo también —dijo él, después de una pausa de duda. La voz era la de siempre. Amistosa, otra vez—. Pero todo ha salido bien. Pienso que lo mejor para ti es que la lleve a tu casa hoy. ¿Te parece bien?
—Gracias. Mil gracias, Isak. Me encantaría tenerla conmigo.
—Ya pasaremos otro día juntos.
—Quizá podrías quedarte tú también —dijo Inger Johanne.
—¿En tu casa? ¡Sí, cómo no!
En un destello, ella vio de nuevo los ojos azul oscuro que se convertían en rendijas estrechas sobre la cara siempre mal afeitada cuando él esbozaba esa sonrisa rara y sesgada de la que una vez estuvo tan enamorada.
—Estaremos allí dentro de, más o menos, media hora —dijo él—. ¿Quieres que compre algo, ya que estamos por aquí?
—No, gracias. Sólo venid. Venid.
La comunicación se cortó.
Le sobrevino un enorme cansancio. Apoyó ambos brazos en el techo del coche. El metal estaba tan frío que hizo que su piel se estremeciera. Quizá podría contarle a Isak algo acerca del hombre que había visto en el jardín hacía unos días. Si le contaba que su terror no era una invención salida de la nada, que tenía buenas razones para angustiarse, que el hombre sabía el nombre de Kristiane, a pesar de que las niñas no lo conocían, si ella...
No.
Se enderezó despacio y secó sus lágrimas con el dorso de la mano.
—Ven —dijo inclinándose con una sonrisa sobre Ragnhild—. No iremos a Sandvika al final. En su lugar, Isak y Kristiane vendrán aquí.
—Pero íbamos a ver una película y a jugar a que estábamos en el cine —protestó Ragnhild con energía—. ¡Sólo yo y tú!
—Podemos hacer eso también con ellos. Será muy divertido. Ven, vamos.
La niña descendió con desgana del asiento para niños y salió del coche.
Mientras caminaban por la acera, Ragnhild se detuvo de improviso, con las manos en la cintura.
—Mamá —dijo muy seria—, primero tenemos muchísima prisa por llegar a las Galerías Sandvika. Luego volvemos otra vez a casa. Primero íbamos a jugar a ir al cine, yo contigo, y de pronto Isak y Kristiane quieren venir también. Yngvar tiene razón.
—¿En cuánto a qué? —sonrió Inger Johanne acariciando el cabello de su hija menor.
—En cuanto a que te es muy difícil tomar decisiones. Pero por eso eres la mejor mamá del mundo. La mejor supermamá de todo el mundo, con nata encima.
La subinsp ectora Silje Sørensen del Departamento de Violentos en el distrito policial de Oslo había bebido dos tazas de cacao con nata y se sentía mareada.
Las fotografías que tenía frente a sí no mejoraban la situación.
La víspera de Navidad de este año había caído en un día hábil, lo que era óptimo para aquellos que querían tener la mayor cantidad posible de vacaciones. Como el 23 era un martes, la mayoría se tomó libre el lunes anterior, que era de hecho una jornada laboral, y entonces uno podía por supuesto faltar también el martes. El 25 y el 26 eran festivos oficiales y hoy, 27, era sábado. Un día de trabajo para las empresas de servicios; sin embargo, para los más despreocupados, las Navidades de 2008 fueron una oportunidad para tomarse dos semanas libres seguidas, ya que no tenía sentido volver al trabajo cuando la Nochevieja y el 1 de enero ocuparían la mitad de la semana siguiente.
Noruega funcionaba a media velocidad, pero no así Silje Sørensen.
Ver aquella enorme pila de entradas la había puesto de muy mal humor. Al final fue bastante fácil convencer a la familia que lo mejor para todos era dejarla trabajar un día más.
O quizá fuera pensar en Hawre Ghani lo que acaparaba su atención, independientemente de lo que tratase de hacer.
Ojeó rápidamente las fotos que tenía del cadáver, separó una de cuando el muchacho aún estaba con vida y la puso junto a un nuevo documento antes de cerrar la carpeta.
El 25 por la tarde llamó al detective inspector Harald Bull tal como él había solicitado. El hombre no estaba muy interesado en discutir sobre el trabajo en plenas fiestas navideñas. Con «lo más pronto posible» había querido decir: 5 de enero. A pesar de que el presupuesto de horas extra ya estaba agotado a esa altura del año, acordaron poner a trabajar al oficial Knut Bork para que verificase la historia del kurdo solicitante de asilo. El oficial Bork era joven, soltero y ambicioso, y Silje Sørensen se quedó impresionada con el informe que el hombre había finalizado esa misma mañana y que la esperaba en la oficina.
Sus ojos corrían por encima de las hojas.
Hawre Ghani había llegado a Noruega hacía un año y medio, cuando, según lo que declaró entonces, tenía quince años. Era huérfano. Como no estaba en posesión de ningún documento de identidad, su edad fue rápidamente cuestionada por las autoridades noruegas.
A pesar de las dudas acerca de la verdadera edad del muchacho, lo ubicaron en el asilo de inmigrantes de Ringebu. Allí había varios como él; peticionarios de asilo solteros y menores de dieciocho años. Se escapó al tercer día. Desde entonces lo hizo más o menos continuamente, a excepción de los días que tuvo que pasar en la celda de custodia cuando no lograba ser lo suficientemente hábil.
Hacía un año se había dado a la prostitución.
Según varios informes se vendía caro, a menudo y a quien fuese.
Por lo menos en un caso, Hawre Ghani robó a un cliente, algo que se descubrió por casualidad. Había sustraído un par de zapatillas Nike Shock color negro en Sporthuset, en Storo. Un guardia de seguridad lo atrapó, lo arrojó al suelo y lo retuvo al sentarse sobre él hasta que llegó la Policía, cuarenta y cinco minutos más tarde. Cuando lo revisaban para arrestarlo, lo encontraron en posesión de una billetera beis Mont Blanc con una tarjeta de crédito, papeles y recibos a nombre de un conocido periodista deportivo. Éste no estaba interesado de ninguna manera en poner la denuncia, contaba con aridez el informe del oficial Bork, pero varios colegas que conocían el ambiente de la prostitución podían confirmar que el muchacho y la víctima eran bien conocidos en él.
Durante un tiempo se trató de poner a Hawre en contacto con un kurdo iraquí con permiso de permanencia temporal y sin derecho a reagrupamiento familiar. Un MUF, como los llamaban. El hombre, que había vivido de prestado en Noruega durante más de diez años y hablaba noruego de corrido, trabajaba parcialmente como líder de juventudes en la ciudad vieja. Hasta entonces había sido muy afortunado con sus proyectos entre los desinhibidos hijos de refugiados. Con Hawre no le fue tan bien. Al cabo de tres semanas, el muchacho arrastró a cuatro compañeros del club a una ronda de atracos en los depósitos de los sótanos al oeste de la ciudad y trató de desvalijar un cajero automático con ayuda de una palanca de hierro, además de robar y chocar contra un viejo Audi TT matriculado hacía cuatro años.