—¿Qué haces?
—Trabajo un poco. Navego por Internet. Bebo un poco de vino. Te echo de menos.
—Pues yo te veo bien. Aparte de eso del trabajo. ¡Es Navidad! Por mi parte he decidido tomarme la noche libre. Estoy cansadísimo. Mañana espero obtener una declaración del hijo de la obispo. Los dioses saben cómo saldrá, ya le desagrado intensamente.
—Seguro que no. Tú le caes bien a todo el mundo, Yngvar. Eres el mejor, el mejor policía del mundo. Todo saldrá bien.
Yngvar volvió a reírse.
—¡No vayas diciéndole eso a las niñas! Justo antes de Navidad estábamos haciendo cola frente a la cajera de Maxi cuando Ragnhild se paró de pronto en el carrito de compras y anunció a los cuatro vientos que su papá era el mejor, mejor, mejor, mejor..., creo que dijo «mejor» unas diez veces..., policía del mundo. Fue un poco incómodo. Todos se echaron a reír.
—Tiene razón —dijo Inger Johanne, y sonrió—. Eres el mejor de los mejores del mundo.
—Tontita. Buenas noches.
—Buenas noches, mi vida.
La voz de Yngvar se cortó. Inger Johanne miró el teléfono por un momento, como esperando que él estuviera todavía ahí y la pudiese consolar diciéndole que el hombre de la cerca no era peligroso. Se incorporó despacio, dejó el teléfono y se acercó a la ventana. La luna colgaba torcida sobre la casa vecina. Todavía había escarcha. El frío se había aferrado a Oslo con fuerza, pero el cielo estaba claro día tras día y había ofrecido las puestas de sol más espectaculares durante toda la semana. Los pocos copos de nieve que habían caído durante la mañana cubrían el césped como un velo de tul. El cielo estaba otra vez despejado, oscuro. Finalmente sintió que estaba lista para irse a dormir.
Una mujer miró a través de una ventana sin saber si podría volver a dormirse. Quizá ya estaba dormida. Todo era irreal y extraño, como si lo estuviese viendo en un sueño. Había nacido en esta casa, en este cuarto; había vivido siempre aquí y había observado a través de esta ventana con travesaños en cruz que dividían el paisaje en los cuatro rincones del mundo, tal como su padre le decía gastándole bromas cuando ella era pequeña y creía todo lo que él le contaba. Ahora todo estaba cambiado y distorsionado. Estaba acostumbrada a la lluvia en los vidrios, llovía en Bergen, y ella lloraba y no sabía lo que veía. La vida estaba hecha pedazos. El paisaje que se descubría desde la casita ya no le pertenecía.
Había esperado un día entero, una larga noche y
un
día todavía más largo, en una incertidumbre con la que no se podía hacer nada. Como su vida seguía un trayecto definido por condiciones fuera de su control, aquellas eternas horas de espera eran algo que tenía que aceptar. No había habido forma de evitarlas; no antes de que la mujer en el televisor hubiese dicho lo que ella comprendió cuando se despertó sobresaltada en la mecedora frente al aparato, hacía exactamente veinticuatro horas, con una angustia que le atragantó la garganta y le hizo temblar las manos.
Porque ella había estado esperando.
Había esperado toda su vida y se había acostumbrado a esperar.
Esta vez, todo fue diferente. Comprendió algo que no podía ser cierto, que no debía ser cierto, pero que, sin embargo, sabía, porque había vivido tanto tiempo de aquella manera, sola, completamente sola.
Llamaron al timbre, tan tarde y tan inesperadamente que ella dejó escapar un pequeño grito.
Abrió la puerta y lo reconoció. Hacía una eternidad desde que se habían visto por última vez, pero sus ojos eran los mismos. Estaba llorando, como ella, y le pidió entrar. Ella no quería. No era él a quien quería ver. No quería ver a nadie.
Cuando lo dejó entrar y cerró la puerta detrás de él, rogó a Dios que la dejase despertar.
«Por favor, Dios mío, ten piedad de mí. Deja que me despierte ahora.»
—Carece que no hay nadie despierto a esta hora...
Beate Krohn miró con desaliento al jefe de guardia. Se acercaba la medianoche. Estaban solos en la redacción, rodeados de pantallas mudas y centelleantes, del murmullo de los ordenadores y los sistemas de ventilación. Alguien había colgado adornos navideños aquí y allá. Una guirnalda con brillos rojos por aquí, una cadena de banderitas noruegas por allá. Sobre una banqueta había un arbolito ralo con la estrella torcida. La mayoría de los bombones y golosinas que se habían colocado para consuelo de los que tenían que trabajar esa Navidad eran historia. Había papeles y periódicos viejos por todas partes.
—¿Y tus padres?
El tipo no aflojaba. Encendió un cigarrillo, una transgresión tan flagrante de las reglas que ella se impresionó, muy a su pesar.
—También están durmiendo —dijo—. Por otro lado, les daría un buen susto si llamo a esta hora. En nuestra familia hay reglas: nunca antes de las siete y media de la mañana ni después de las diez de la noche. A menos que alguien se haya muerto.
—Pero alguien «se ha muerto».
—No así. Quiero decir...
La interrumpió con una enérgica inhalación y un movimiento impaciente de la mano.
—Ahora verás cómo se hace esto —sonrió él con el cigarrillo entre los dientes—. Mira y aprende.
Sus dedos juguetearon en el teclado del móvil antes de llevárselo al oído derecho.
—¡Hola, Jonas! ¡Soy Sølve!
Un silencio de tres segundos.
—¡Sølve Borre, joder!... ¡En NRK! ¿Dónde estás tú?
Beate había leído una vez que la frase inicial más corriente en todas las conversaciones a través del móvil se centraba en averiguar dónde se encontraba el receptor de la llamada. Desde entonces intentaba no preguntarlo.
—Escucha, Jonas. La obispo Lysgaard murió anoche, como ya sabrás. Es...
Evidentemente lo interrumpieron, y aprovechó la oportunidad para dar otra poderosa calada al cigarrillo.
—Sí, claro. Pero mira, sólo quiero saber de qué murió. Sólo por interés. Tengo esta sensación, ¿sabes?, algo...
Pausa.
—Pero ¿no puedes hablar con uno de ellos? Seguro que hay alguien allí que te debe un favor. ¿No podrías...?
Lo interrumpieron otra vez. Lo envolvía una nube de humo, y Beate Krohn temió que la alarma de incendio se activara. Retrocedió un poco para evitar que la ropa se le impregnase con el olor a cigarrillo.
—¡Bien hecho, Jonas, bien hecho! ¡Me llamas entonces! ¡Da igual la hora que sea!
Cortó.
—Bien —dijo, y dejó que sus dedos saltasen sobre el teclado—. Ven aquí, que te enseñaré algo. Mira este mensaje.
Beate se inclinó titubeante sobre el hombro y leyó el mensaje de NTB que informaba sobre el deceso de la obispo Lysgaard. No había cambiado desde la última vez.
—¿Algo que te llame la atención? —preguntó el jefe de guardia.
—No.
Tosió con discreción y se enderezó.
—No tengo idea de cuántos mensajes como éste he leído en mi vida —dijo él sin afectación—. Pero deben de ser muchos. Son todos idénticos. Algo solemnes en la forma, si bien, por otra parte, bastante anodinos. Pero casi siempre dicen poco más aparte de que el sujeto está muerto: «NN murió inesperadamente en su domicilio»; «ZZ falleció después de una corta enfermedad»; «XX murió en un accidente de coche en Drammen anoche». Algo así.
Los dedos dibujaron tantas comillas en el aire que la ceniza cayó en el teclado. Las teclas estaban tan gastadas que las letras ya casi ni se distinguían.
—Pero aquí —señaló él—, aquí sólo dice: «La obispo Eva Karin Lysgaard falleció anoche. Tenía 62 años...». Y después bla, bla, bla.
—No tiene que «significar» necesariamente algo —contestó ella.
—No, claro —dijo el jefe de guardia, todavía con una amplia sonrisa—. Probablemente no. Pero, aun así, hay que verificarlo, ¿no? ¿Cómo crees que un tipo como yo llegó a periodista de NRK antes de cumplir los veintidós y sin ningún tipo de educación?
Señaló su nariz con elocuencia.
—Lo tengo, ¿sabes?
El teléfono sonó. Beate Krohn miró al aparato con asombro, como si el jefe de guardia acabase de llevar a cabo un truco de magia.
—Aquí Sølve —ladró él, y arrojó la colilla en una botella de Farris—. Ya veo. Entiendo.
Durante unos segundos se quedó sentado y en silencio. La expresión burlona desapareció. Los ojos se le achicaron. Cogió una pluma y escribió unas notas ilegibles en el margen de un periódico.
—Gracias —dijo al fin—. Muchas gracias, Jonas.
Owe you big time,
¿vale?
Permaneció sentado durante un momento mirando su teléfono. Cuando levantó la vista de pronto, parecía otra persona.
—La obispo Lysgaard fue asesinada —dijo despacio—. La mataron en la misma jodida Nochebuena.
—¿Cómo...? —empezó Beate Krohn mientras se dejaba caer sobre una silla—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Con quién hablabas?
El jefe de guardia se recostó en el respaldo de la silla y la miró a los ojos.
—Espero que hayas aprendido algo esta noche —dijo en voz baja—. Y lo más, lo más importante con lo que debes quedarte es lo siguiente: no eres nada como periodista si no tienes buenas fuentes. Trabaja mucho e intensamente para obtenerlas y nunca las delates. Nunca.
Beate Krohn luchó para no sonrojarse, en vano.
—Y ahora —dijo el jefe de guardia, que esbozó una sonrisa encantadora mientras encendía otro cigarrillo—, ahora vamos a empezar a llamar en serio. ¡Ahora «sí» que vamos a despertar a gente!
—¡Caray! —dijo Yngvar Stubø, y se detuvo en la puerta—. ¿Lo he despertado?
Lukas Lysgaard pestañeó y sacudió la cabeza.
—No, no —murmuró—. O sí. Casi no pude dormir anoche, entonces me senté aquí, y luego...
Levantó la cabeza y le sonrió, pálido. Yngvar casi no lo reconoció. Los amplios hombros estaban encorvados. El cabello empezaba a estar graso y la piel le colgaba en bolsas flácidas y oscuras alrededor de los ojos. Tenía los ojos enrojecidos, y una vena se le había roto en el izquierdo.
—Lo comprendo —dijo Yngvar, que cogió una silla del lado opuesto de la mesa.
Lukas Lysgaard se encogió de hombros. Yngvar no supo bien si el gesto significaba que no le importaba nada que él lo entendiese o si era una especie de disculpa por haberse quedado dormido.
—Los lobos ya han salido de su guarida —dijo Yngvar, que se sentó—. Era simplemente una cuestión de tiempo hasta que la prensa oliera el asunto.
El otro asintió con la cabeza.
—¿Han estado por aquí? —preguntó Yngvar mirando el reloj, que indicaba que faltaban unos minutos para las ocho y media.
Su interlocutor asintió con desgana.
—En todo caso yo estoy muy agradecido de que haya venido —dijo Yngvar, e hizo un gesto con la mano—. Veo que mi colega ya se ha encargado de las formalidades. ¿Le ofrecieron algo de beber? ¿Café? ¿Agua?
—No, gracias. ¿Por qué está usted aquí?
—¿Yo?
—Sí.
—No le entiendo.
Lukas se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
—Usted trabaja en Kripos.
Yngvar asintió con la cabeza.
—Kripos ya no es lo que era antes.
—No...
Yngvar no podía imaginar qué era lo que aquel hombre quería.
—Hasta donde yo sé, ahora Kripos es principalmente una entidad nacional para luchar contra el crimen organizado. ¿Creen ustedes que la mafia mató a mi madre?
—¡No, no, no!
Por un momento, Yngvar creyó que el hombre hablaba en serio. Una sonrisa triste, casi imperceptible, lo convenció de que no era así.
—Nuestros mejores medios se han volcado en este caso —dijo, y se sirvió café de un termo—. Y algunos me cuentan entre ellos. ¿Cómo va con su padre?
No hubo respuesta.
—En todo caso, pensé en darle un poco de información antes —dijo Yngvar, y empujó una delgada carpeta a través de la mesa.
Lukas Lysgaard no dio señales de querer abrirla.
—Su madre murió de una puñalada. En el corazón. Eso implica que murió muy rápido.
Yngvar observó el rostro que tenía enfrente en busca de un signo que le dijese qué debía esperar.
—No tiene ninguna otra herida, a no ser por un par de rasguños que casi con seguridad se deben a la caída. Tampoco parece que haya tratado de ofrecer ninguna resistencia.
—Tenía... —Lukas se llevó un puño a la boca y carraspeó—. Tenía sesenta y dos años. No puede esperarse que tuviera mucho que oponer a un asesino. —Tosió otra vez, antes de añadir rápidamente—: O asesina. Me imagino que también existen.
—Sí, claro.
Yngvar inclinó la cabeza y se pasó una mano por la cara mientras consideraba si debía recuperar la carpeta. Se hizo un largo silencio. Era embarazoso, e Yngvar percibió que la actitud poco amistosa de Lukas Lysgaard no había cambiado en veinticuatro horas. Con los brazos cruzados, miraba fijamente a la mesa.
—Mi esposa es criminóloga —dijo de pronto Yngvar—. Abogada, también. Y además estudió Psicología.
Ahora por lo menos Lukas levantó la vista. Una arruga de asombro apareció sobre las cejas.
—Es mucho más joven que yo —agregó Yngvar.
Ni el testigo más obstinado ni el detenido más hostil lograba permanecer impasible cuando Yngvar, sin preámbulos, comenzaba a hablar de su familia. Parecía tan poco profesional que la persona interrogada, o bien se enojaba, o se asombraba, o se interesaba.
—De vez en cuando, ella dice... —Yngvar se enderezó y bebió un trago largo y bien audible—. Ella piensa que es mejor que los que uno quiere se mueran después de una larga y penosa enfermedad que víctimas de un asesinato, aunque en ese último caso sea, por lo general, un final muy rápido.
No había terminado de decir esto cuando sintió el típico aguijón de la conciencia, por abusar de Inger Johanne al endilgarle puntos de vista que no sostenía. La molestia desapareció en cuanto vio la reacción de Lukas.
—¿Qué quiere decir? ¿Y qué quiere decir usted con eso? Es terrible desear algo así para alguien que uno quiere, y...
—Sí, ¿verdad? Estoy tan de acuerdo con usted. Con todo, su argumento es que la familia de la víctima de un crimen deberá exponerse necesariamente a una investigación meticulosa de ahí en adelante, y eso puede ser una carga terrible. Si uno muere por otras causas, entonces... —Yngvar extendió las palmas frente a sí— ya pasó todo. La familia se ahoga en condolencias y nadie pregunta nada. Al contrario, mi esposa sostiene que los decesos por causas naturales tienen el efecto de un lacre para todo tipo de secretos de familia, e insiste en ello. En cambio, cuando alguien muere víctima de un crimen... —Bonachón, meneó la cabeza e introdujo una llave imaginaria en una cerradura invisible—. Todo tiene que salir a la luz y ser expuesto. Eso es lo que ella quiere decir. No es que yo esté de acuerdo, como dije, pero el argumento tiene su lógica, ¿no le parece?