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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (7 page)

Como la legítima de sus hijos era insignificante en relación con la fortuna total de Georg Koll, había algo de trasfondo en la amenaza. A Marcus no le importó. Quemó la carta e intentó olvidar todo el asunto. Y cuando la herencia se hizo finalmente efectiva quince años más tarde, en 1999, salió a la luz que su padre, convencido de su propia inmortalidad, se había olvidado de redactar un testamento.

Marcus siguió en sus trece: no quería saber nada del dinero de su padre.

Sólo suavizó su postura cuando su abuelo, que generalmente nunca hablaba de su primogénito Georg, lo convenció de que él era el único de los tres hermanos que podía hacerse cargo de la fortuna familiar de una manera profesional. Su hermano era maestro y su hermana trabajaba como empleada en una librería. Él mismo era economista, y cuando sus hermanos insistieron en que lo mejor era formar una nueva empresa que incluyese los valores de todos los bienes paternos y cuya propiedad se repartiese entre los tres, manteniendo a Marcus como jefe y administrador, se dejó convencer. «Al final esto parece un jodido chiste —había bromeado Mathias—. El miserable regateó nuestro dinero y el de mamá durante todo este tiempo, y seremos nosotros quienes disfrutaremos de la fortuna de la que tanto trató de alejarnos.»

«Irónico», pensó Marcus. Una magnífica ironía.

—Papá —dijo el pequeño Marcus, impaciente—. ¿Qué pone aquí? ¿Qué significa esto?

Marcus Koll sonrió distraído y apartó la mirada del paisaje de la colina, del fiordo y del cielo blanco. Tenía hambre.

—Así —dijo colocando en su lugar un tornillo pequeño—. Ahora el rotor está terminado. Entonces podemos hacer simplemente así... ¿Quieres hacerlo tú?

El muchacho asintió con la cabeza y ensartó las cuatro aspas en sus lugares.

—¡Lo hicimos, papá! ¡Lo hicimos! ¿Podemos salir y hacer que vuele? ¿Podemos ahora mismo?

Cogió el control remoto en una mano y en la otra el helicóptero, con cuidado, como si no pudiese creer que se mantuviera de una pieza.

—Hace mucho frío. Demasiado frío. Como te dije ayer, es posible que tengamos que esperar unas semanas antes de sacar el aparato al aire libre.

—Pero, papá...

—Lo prometiste, Marcus. Prometiste no insistir. ¿No podrías, en cambio, llamar a Rolf y averiguar si vendrá al gran almuerzo?

El niño dudó un momento antes de dejar los objetos que portaba, sin decir nada. Una sonrisa súbita le iluminó la cara.

—Ahora vienen la abuela y todos los demás —gritó, y salió corriendo.

La puerta se cerró de un portazo detrás del muchacho. El ruido resonó en sus oídos, hasta que sólo el débil ronquido de los perros impasibles y el chisporroteo del fuego llenaron la enorme sala. Los ojos de Marcus reposaron en la hoguera antes de recorrer todo el contorno del cuarto.

Vivía realmente en un cliché.

La casa de Asen.

Grande, pero discretamente alejada del camino, con solamente el piso superior visible para los transeúntes. Cuando la compró decidió rehacer el absurdo revestimiento rústico exterior, junto con la turba de los techos y el portón frente al garaje que parecía anunciar —tallado en tablas rústicas con cabezas de dragón en ambos extremos— que viajar era bueno, pero que era mejor quedarse en casa. Poco antes de que se pusiera manos a la obra, Rolf llegó a su vida y a la del pequeño Marcus. No pudo creer la primera vez que vio aquella enorme casa y se negó a mudarse hasta que Marcus le prometió conservar lo original y rústico (por decirlo de alguna manera) de la propiedad.

—Somos una familia convencional pero con una pizca de sal —se reía Rolf al comentar cómo vivían.

«Algo más ricos que el resto», solía pensar Marcus, pero no decía nada.

Rolf no pensaba en el dinero. Pensaba en la vida familiar, con el pequeño Marcus en medio de un enorme círculo de tíos y tías, primos y primas, el abuelo materno, amigos que iban y venían y que estaban casi siempre ahí en la casa de Asen; pensaba en los perros y en la semana de caza anual en el otoño, con amigos, viejos amigos; los muchachos con quien Marcus había crecido y a quienes nunca abandonó; Rolf se reía siempre y con ganas apreciando la vida, feliz y normal que vivía.

Rolf estaba siempre contento.

Todo había funcionado tal como Marcus esperaba.

Hasta logró hacer algo bueno con el dinero de su padre, que lo condenó a la miseria y lo creía arruinado. Paradójicamente, al dar por perdido el futuro de su hijo, Georg Koll le otorgó uno. Los terribles años iniciales habían quedado atrás, y Marcus evitó la enfermedad que eliminó tan brutalmente a muchos de sus conocidos con dolor, vergüenza y, en muchos casos, en soledad. Estaba profundamente agradecido por ello, y cuando quemó la carta de su padre, decidió que Georg Koll se equivocaba. De manera básica, fundamental. Marcus sería lo que su padre nunca logró ser: un hombre.

—¡Papá!

El chiquillo entró corriendo en la sala y juntó las manos en un aplauso.

—¡Todos vienen! Rolf dijo que la perra ha tenido tres cachorros, y él está de camino a casa, ansioso por...

—Bueno, bueno.

Marcus se rio y se puso de pie para seguir al muchacho al vestíbulo.

Escuchó el ruido de varios automóviles frente a la casa, las visitas llegaban.

Se detuvo un momento en el comedor y pensó en su pasado.

Por fin se había librado de la duda que lo había obsesionado durante varias semanas. Tenía un agudo instinto y había creado una fortuna con sólo seguirlo. A principios del verano de 2007, resistió durante semanas el deseo de desprenderse de todo en el mercado de acciones. Sentado, despierto noche tras noche, frente a análisis e informes, el único indicio de que algo andaba mal fue el enfriamiento del mercado norteamericano de viviendas. Cuando más tarde, durante el verano, llegó la primera caída de paquetes de obligaciones relacionadas con los préstamos
subprime,
se decidió de un día para otro. En el curso de tres meses liquidó más de mil millones en acciones norteamericanas, lo que le reportó enormes beneficios. Unos meses después se despertaba en medio de la noche de puro alivio. La fortuna estuvo generando intereses hasta que éstos empezaron a declinar.

Entonces Marcus Koll compró propiedades, justo cuando todo era barato.

Al cabo de pocos años, el rédito de las ventas sería formidable.

Marcus debía protegerse él mismo y a los suyos.

Tenía ese derecho. Era su deber.

Georg Koll había intentado destruir la vida de Marcus de nuevo, en esta ocasión desde el más allá, pero no iba a lograrlo.

—¿Puedo?

Yngvar Stubø indicó con la cabeza el sillón amarillo frente al televisor. Erik Lysgaard no dio señales de reaccionar. Estaba sentado ahí sin más, en un sillón similar al otro, pero de color más oscuro, mirando fijamente hacia delante, las manos sobre el regazo.

Yngvar reparó entonces en el tejido y en los largos cabellos grises, casi invisibles, adheridos al reposacabezas sobre el respaldo del sillón. Cambiando de idea, tomó una silla de las que rodeaban la mesa de comedor y se sentó en ella.

Respiraba con pesadez. Un asomo de resaca lo molestaba desde que se había despertado a las cinco y media, y tenía sed. El vuelo de Gardermoen a Bergen había sido cualquier cosa menos agradable. Es cierto que el avión estaba casi vacío, pues no había tanta gente ansiosa por viajar de Oslo a Bergen a las 7.25 de la mañana del día de Navidad, pero durante el viaje se produjeron muchas turbulencias y apenas había dormido.

—Esto no es un interrogatorio —dijo cuando no se le ocurrió nada mejor—. Eso lo haremos más tarde, en la comisaria. Cuando se sienta...

«Cuando se sienta mejor», estuvo a punto de decir, pero se detuvo.

La sala era luminosa y agradable. No era ni moderna ni antigua. Algunos de los muebles estaban muy usados, como los dos sillones orejeros frente al televisor. El comedor también parecía heredado. El salón, por su parte, que estaba al lado, era de color crema y estaba lleno de almohadones coloridos; Yngvar había visto precisamente lo mismo en un folleto de Bohus que Kristiane quería leer en la cama como si fuese una cosa de vida o muerte. Había estantes para libros alrededor de las ventanas, a lo largo de toda la pared. Estaban llenos de títulos que indicaban que el matrimonio Lysgaard tenía variados intereses y manejaba varios idiomas. Un volumen grande con caracteres cirílicos en la tapa reposaba sobre la pequeña mesa de café entre los dos sillones. En las paredes, las pinturas colgaban tan cerca una de la otra que era difícil obtener una impresión aislada de cada una. La única que llamaba de inmediato la atención era una copia del
Cristo ábside,
de Henrik Sørensen, una figura rubia del Mesías en actitud de abrazar. Quizá ni siquiera era una copia. Parecía un original y podía ser uno de los varios bosquejos del autor para la obra final de la iglesia de Lillestrøm.

De cualquier modo, la gran atracción era el enorme pesebre navideño que vio sobre el aparador. Debía de tener más de un metro de ancho, y quizá medio metro de alto, y lo mismo de profundidad. Estaba dentro de una especie de caja con un vidrio encima, como en un cuadro. En medio de ángeles y pequeños pastores, de las ovejas y los tres reyes magos, el niño Jesús yacía en un lecho de paja. Dentro del humilde establo brillaba una luz, tan ingeniosamente simulada que parecía como si Jesús tuviese un halo.

—Es de Salzburgo —dijo Erik Lysgaard, tan de improviso que Yngvar se sobresaltó.

Volvió a quedarse callado.

—No era mi intención quedarme mirando —contestó Yngvar, que sonrió con prudencia—. Pero es verdaderamente cautivador.

El viudo levantó la vista por primera vez.

—Es lo que dice Eva Karin. «Cautivador», dice cuando habla del pesebre.

Dejó escapar un pequeño ronquido, como si tratase de evitar ponerse a llorar. Yngvar acercó un poco la silla.

—Muchas personas —soltó despacio, e hizo una pausa—. Muchas personas van a decirle en los próximos días que saben cómo se siente, pero pocas lo saben a ciencia cierta. Aunque la mayoría de los que tienen nuestra edad... —Yngvar debía de ser diez años menor que Erik Lysgaard—... han pasado por la experiencia de perder a alguien, las cosas son muy distintas cuando ha habido un crimen. No sólo perdemos a alguien de una manera brutal, sino que además nos quedamos con tantas preguntas. Un crimen de este tipo... —«No sé qué tipo de crimen es éste», pensó mientras hablaba. Estrictamente hablando, todavía no se había comprobado nada— es un ultraje para muchos otros, aparte de para la víctima. Puede quitarle el aire a cualquiera. Es...

—Disculpe.

El hijo de Erik, Lukas Lysgaard, abrió la boca por primera vez desde que había recibido a Yngvar y lo había conducido a la sala. Le había parecido lloroso y agotado, pero dueño de sí. Hasta ese momento había permanecido bastante quieto, al lado de la ventana más lejana, que se abría al jardín. Ahora arrugó el ceño y se acercó un par de pasos.

—No creo que mi padre necesite consuelo. No por parte suya, por lo menos, con el debido respeto. Tanto él como yo preferiríamos estar solos. Cuando accedimos a este interrogatorio... —se corrigió rápidamente—, a esta entrevista que no iba a ser un interrogatorio, fue porque, por supuesto, queremos ayudar a la Policía tanto como nos sea posible. Y más aún dadas las circunstancias. Como sabe, estoy dispuesto a declarar en la comisaría de Policía en cuanto lo dispongan, pero por lo que a mi padre respecta...

El padre se recuperó visiblemente en el sillón. Enderezó la espalda, parpadeó con énfasis y levantó la barbilla.

—¿Qué es lo que quiere saber? —preguntó mirando directo a los ojos de Yngvar.

«Idiota», pensó Yngvar de sí mismo.

—Lo siento —dijo—. Por supuesto, debí dejarlos tranquilos. Es solamente que..., por una vez, no tenemos a los medios sobre la nuca. Por una vez sería posible adelantarse a esa pandilla que está allí fuera.

Señaló con el pulgar por encima el hombro, como si ya hubiese un grupo de periodistas en las escaleras.

—Pero debí pensarlo mejor. No los molestaré hoy. Por supuesto.

Se puso de pie y tomó la chaqueta que colgaba sobre una de las otras sillas del comedor. Erik Lysgaard lo miró con asombro, la boca entreabierta y el puño en la frente, justo sobre las poderosas gafas de pesada montura negra.

—¿No tiene usted alguna pregunta? —preguntó con gentileza.

—Sí. Muchísimas. Pero como dije: eso puede esperar. ¿Podría utilizar el cuarto de baño antes de irme?

Esto último iba dirigido a Lukas.

—En la entrada, segunda puerta a la izquierda —murmuró éste.

Yngvar inclinó levemente la cabeza hacia Erik Lysgaard y caminó hacia la puerta. A mitad del camino se volvió.

Dudó.

—Una sola cosa —dijo rascándose una mejilla—. ¿Podría preguntarle qué hacía la obispo Lysgaard en la calle, caminando sola a las once de la noche en Nochebuena?

Siguió un extraño silencio.

El hijo miró al padre, pero no había realmente ninguna pregunta en la mirada. Sólo un aire expectante y sin expresión, como si ya supiese la respuesta, o como si ésta no le interesase. Por su parte, Erik Lysgaard apoyó las manos en los brazos del sillón, se recostó sobre el respaldo y respiró hondo antes de mirar a Yngvar directamente a los ojos.

—Eso no es asunto suyo.

—¿Cómo?

Inoportunamente, Yngvar comenzó a reír.

—¿Qué ha dicho?

—Dije que es algo que no le interesa.

—Bien. Yo creí que habíamos convenido...

Nuevamente se hizo el silencio.

—Tendremos oportunidad para hablar de esto más tarde —dijo finalmente, saludó al viudo levantando una mano y salió de la habitación.

La sorpresiva y absurda respuesta había hecho que se olvidara por un momento de la necesidad que lo acuciaba. En cuanto cerró la puerta tras de sí, sintió que tenía que darse prisa.

—En la entrada, segunda puerta a la derecha —susurró para sí; tomó el picaporte y abrió la puerta.

Un dormitorio. No muy grande, quizá de unos diez metros cuadrados. Rectangular, con una ventana en la pared corta, la más alejada de la puerta. Bajo la ventana, un camastro simple con ropa de cama color lila. En la cabecera, sobre la almohada, descansaba una prenda plegada. Un camisón, supuso Yngvar, que aspiró con energía por la nariz.

Definitivamente no era un cuarto de huéspedes. El olor dulce del sueño se mezclaba con un perfume débil, casi indiscernible.

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