Había pasado, por esta vez.
Las sirenas ya se acercaban.
—¿Viene la poli? ¿Son ellos? ¿Alguien ha llamado para que venga una ambulancia? ¡Ésa es la sirena de la policía, ostras! ¡Llamad a la ambulancia! ¡Ayudadme!
El guarda de Securitas colgaba del borde del muelle con un brazo. Una pierna reposaba sobre un pilote resbaladizo, a sólo medio metro del agua. La otra se balanceaba de un lado a otro en un esfuerzo desesperado por mantener en equilibrio el cuerpo pesado y bien entrenado.
—¡Agárrame! ¡Coge la chaqueta!
Un muchacho se recostó boca abajo sobre la nieve mojada y agarró con ambas manos el brazo del guarda. Los ojos le brillaban. Le faltaban dos meses para cumplir dieciocho años, pero un bienaventurado esbozo de barba oscura le había permitido ir de local en local durante toda la noche sin que nadie le preguntara nada. No tenía dinero y se dedicó sobre todo a consumir los restos de cerveza que podía robar. Ahora se sentía absolutamente sobrio.
—No es ese de allí —jadeó, y aseguró la presa—. El que se cayó está más lejos.
—¿Qué?¿Eh?
El hombre de Securitas miró al cuerpo que estaba tratando desesperadamente de sacar del agua. Lo tenía bien aferrado del cuello de la cazadora; sin embargo, el tipo colgaba sin vida en el agua y pesaba como plomo, con la capucha puesta y ajustada.
—¡Socorro! —gritó alguien entonces desde el agua oscura, más hacia fuera—. ¡Ayúdenme! Yo...
Los gritos se ahogaron.
El muchacho de la barba incipiente soltó al guarda.
—Sostente solo —gritó—. Yo voy a por el otro.
Se puso de pie, se quitó los zapatos y la cazadora, y se zambulló en el agua sombría. Cuando salió de nuevo a la superficie, lo hizo en el área donde había visto al borracho que agitaba los brazos.
—¿Son dos? ¿Saltaron dos? ¿Los has visto? ¿Los habéis visto?
El guarda colgaba todavía del muelle y bramaba. Con la otra mano aferraba algo que definitivamente era un cuerpo; una cabeza tumbada hacia atrás, dos brazos y una camiseta oscura. Era simplemente tan pesado, tan malditamente pesado. Le dolía el brazo y no sentía los dedos.
No lo soltó.
El joven que se acababa de zambullir, lanzaba bocanadas, buscando aire. El choque de frío inicial, adormecedor, había dado lugar a un dolor punzante tan violento que los pulmones amenazaban con dimitir de su propósito. El muchacho golpeaba el agua con tal frenesí que la mitad de su torso emergía del agua. Debajo de sí veía sólo la profundidad oscura e incolora.
—¡Ahí! —gritó sin aliento un policía desde el borde del muelle—. ¡Justo detrás de ti!
El muchacho se volvió. Más por reflejo que porque hubiese visto algo, extendió la mano. Cerró los dedos en torno de algo y tiró. El hombre rompió la superficie con un bramido, como si hubiese empezado a gritar mientras estaba debajo del agua. Su salvador lo tenía sólidamente agarrado de los cabellos. El borracho trataba de soltarse y a la vez se esforzaba por trepar sobre el joven. Ambos desaparecieron. Cuando emergieron algunos segundos más tarde, el hombre mayor estaba boca arriba, con los brazos y las piernas en la superficie. Gritaba de dolor mientras su bienhechor no le soltaba los cabellos, sino que lo aferraba mejor mientras aseguraba una cuerda dando cuatro vueltas sobre el otro brazo, sin preguntarse de dónde había salido la soga.
—¿Lo tienes? —gritó el policía desde allá arriba—. ¿Estáis bien sujetos?
El muchacho trató de contestar, pero la boca se le llenó de agua. Hizo una señal con la mano atada.
—¡Venga! —jadeó, casi sin que lo pudiesen oír, y tragó más agua—. ¡Venga...!
Nunca se imaginó que el frío pudiese ser tan intenso. El agua se le colaba a través de cada poro. Clavos congelados le pinchaban por todos lados. Sentía como si alguien tratase de embutirle las sienes en el cerebro y creía tener el pecho helado. Ya no sentía las manos, y en un momento de angustia lacerante creyó que los testículos le habían desaparecido. Le quemaba la entrepierna, un calor ardiente y paradójico se extendía desde las ingles hacia los muslos.
Los movimientos eran más lentos. Sentía los ojos muertos. Alguien los debía haber apagado. Todo era mojado, frío y oscuro. No podía haber transcurrido más de un minuto desde que se arrojó al agua. Se le ocurrió que esto podía ser lo último que experimentase: perder los huevos en el fondo del mar de diciembre por causa de un borracho idiota en Aker Brygge.
Lo subieron enseguida.
Estaba acostado en el suelo sobre una manta hecha con algo que parecía lámina de aluminio y alguien trataba de quitarle la ropa.
Se aferró a los pantalones.
—Tranquilo —dijo un policía; debía de ser el mismo que le había arrojado la cuerda—. Debemos quitarte la ropa mojada. Enseguida llegará personal de auxilios para ayudarte.
—Mis huevos —lloriqueó el muchacho—. Los dedos, están...
Giró la cabeza. Dos policías, llenos de energía, depositaban a una persona en el suelo unos metros más allá. El cuerpo que cargaban derramaba agua y no se movía. No habían terminado de colocarlo allí cuando el conductor de una ambulancia llegó corriendo con una camilla con ruedas. El policía más viejo lo alejó con un gesto cuando intentó ayudar a mover de lugar el cadáver.
—Está muerto. Ocúpate de los vivos.
—
Fuck!
—se quejó el muchacho mientras trataba de ponerse de pie—. ¿Está muerto? ¿No llegó?
—Ése no es el que tú has salvado —dijo el policía con calma, mientras trataba de desnudarlo—. De todos modos hubiera sido demasiado tarde. Tu hombre está allí. Es ese que ha vuelto a ponerse la gorra.
Sonrió y sacudió la cabeza. Se movía rápido; el temerario muchacho entendió por fin que sus órganos sexuales seguían en su lugar. Con indolencia, dejó que le quitaran la ropa. Tres policías acordonaron el área con cinta rojiblanca y después uno de ellos echó una especie de lona sobre el cuerpo que yacía en la camilla.
—
T-t-t-tú
ahí —dijo el hombre de la gorra, acercándose—. ¿
P-p-pen-sabas a-a-a-arrancarme
el cuero de la cabeza o
q-q-qué?
Todavía llevaba toda la ropa encima. Alguien le había arrojado una manta sobre los hombros. No sólo le castañeteaban los dientes, sino que todo el cuerpo le temblaba y hacía que saltasen gotas de los mechones que asomaban bajo la gorra empapada.
En el suelo, el muchacho no lograba recordar la gorra.
—
¡Sal-sal-salvé
la gorra! —sonrió el otro—.
¡La-la-la a-a-a-atrapé!
—Sal de ahí —dijo el policía, ya cansado—. ¡Ve para allá!
Señaló hacia una ambulancia, que permanecía estacionada en diagonal sobre el muelle e iluminaba con su parpadeante luz azul al grupo de personas uniformadas.
—
¿Qui-qui-quién
es ese de ahí? —preguntó impasible el hombre mirando con interés al cadáver de la camilla—.
¡N-n-n-no l-lo v-v-v-vi en el ag-agua!
—Ahora acabas... ¡Arne! ¡Arne, llévate al tipo este a la ambulancia, está que no entiende nada!
Con bastante rudeza, llevaron al hombre aterido hacia la ambulancia.
—Por lo menos podría haberte dado las gracias —dijo el policía mientras hacía señas llamando a uno de los que habían llegado con el vehículo—. Fue una acción valiente arrojarte de ese modo al agua. No muchos se hubieran atrevido. ¡A ver! —Se incorporó y apoyó la mano en el hombro de un hombre con uniforme color amarillo refractante—. Hazte cargo de nuestro héroe —le dijo con una sonrisa—. Consigue que entre de nuevo en calor.
—Busco otra camilla. Un instante....
El muchacho sacudió la cabeza e intentó ponerse de pie. Estaba desnudo dentro de una manta enorme y alguien le había colocado un par de zapatillas demasiado grandes sin que él se hubiese percatado. El conductor de la ambulancia lo sostuvo del brazo cuando se tambaleó.
—Está bien —dijo el muchacho ajustándose mejor la manta—. Pero tengo tanto frío como en el Infierno.
—Me parece que buscamos una camilla —vaciló el conductor—. Sólo...
—No.
El muchacho renqueó hacia la ambulancia. Cuando ya casi se alejaba del borde del muelle, se detuvo por un momento. El viento salado del fiordo le hizo darse cuenta súbitamente de lo cerca que había estado de morir. Estaba a punto de echarse a llorar. Un poco avergonzado, se tapó los ojos con la manta. Tenía que dar un paso corto a un lado, pero pisó la manta y tropezó. Para no perder el equilibrio, se agarró a lo primero que encontró. Era la lona que cubría el cuerpo sobre la camilla.
Ahora sí que salió todo mal.
No podían haber pasado más de cinco minutos desde que había estado caminando por Aker Brygge; solo, insatisfecho y sin dinero como para coger un taxi y regresar a casa. En el curso de esos miserables trescientos segundos había nadado en el agua helada, había estado a punto de morir, había salvado a un hombre de perecer ahogado, había recibido elogios de la Policía y sentía que estaba a punto de perecer congelado. En el mismo intervalo llegaron al lugar tres coches de la Policía con seis agentes uniformados, además de dos ambulancias completamente equipadas. Todo lo cual era bastante increíble, considerando el corto tiempo que había pasado. A eso se sumaba que apenas llegado al muelle, el guarda de Securitas congregó a cinco de sus colegas desde los edificios de oficinas cercanos; la Policía tenía que encargarse del cuerpo que había rescatado.
En medio de ese caos de hombres uniformados y una sola mujer, circulaban cerca de treinta personas más o menos borrachas que no prestaban mucha atención a la barrera policial. La dramática escena era como papel para moscas para los que todavía se hallaban en las cercanías antes de las primeras luces de una mañana de domingo. Y como además no habían pasado aún cinco minutos desde que Aker Brygge hubiese estado relativamente vacío, la Policía no entendía bien todavía la relación que existía entre el guarda, el joven nadador, el borracho y el muerto que dos de ellos habían sacado del agua utilizando toda su fuerza. Estaba claro que la Policía tenía sus procedimientos; pero era de noche, el lugar era un caos, y de todos modos lo más importante había sido sacar del agua con vida al borracho. Por eso, y quizá también porque uno de ellos estaba fuera de combate por el esfuerzo de sacar el cadáver a tierra, sólo quedaron un par de policías cerca del muerto. Uno de ellos, un sargento joven, se doblaba vomitando a unos diez o quince metros de la cinta plástica que limitaba el área, sin que nadie reparase en él. El otro había cubierto el cadáver y ahora, en voz baja, le aclaraba la situación al encargado de la operación; entonces, el joven de la incipiente barba perdió el equilibrio de puro agotamiento.
Cayó hacia atrás. Comenzó a perder control de la manta. Por un segundo estuvo más preocupado por no mostrarse desnudo que por recuperarse; y entonces se agarró de la lona, con ambas manos, mientras caía. La tela estaba enganchada al lado opuesto de la camilla, que empezó a girarse. Por un instante pareció que el peso del cadáver sería suficiente para evitar el desastre total, pero el muchacho no soltaba la lona. Cayó al suelo sin nada que lo cubriese, aparte de las enormes zapatillas y la parte posterior de la cabeza; chocó contra el suelo helado con un ruido evidente. El dolor hizo que gritase antes de desvanecerse durante unos segundos.
Cuando volvió en sí, lo primero que lo golpeó fue el hedor.
Algo encima de él lo asfixiaba, le quitaba el aliento con una pestilencia a carne podrida y cloaca. Alguien gritó y él abrió los ojos. El cadáver había caído sobre él en perfecta simetría con su cuerpo, como un beso de la muerte, y se encontró mirando directamente al interior de la capucha.
Ahí se encontraba lo que con toda lógica debía de ser una cabeza.
Al fin y al cabo, era lo que se encontraba generalmente dentro de la capucha de una cazadora.
En el informe policial que se redactaría unas horas después, se diría que la Policía estimaba que el cuerpo había estado en el agua durante aproximadamente un mes. El mismo informe subrayaba que seguramente el cadáver se había conservado sólo gracias a las ropas. Clínicamente, el cuerpo se describía como «violentamente hinchado, parcialmente deshecho», de donde el autor del informe concluía de un modo sucinto que no podía asegurarse si el muerto era hombre o mujer. Por el momento, las ropas apuntaban a lo primero.
El muchacho que había dado vueltas por Oslo toda la noche del sábado en busca de bebidas y mujeres y que se arrojó sin miedo al fiordo en medio del invierno para salvar otra vida se desmayó otra vez. En esta ocasión perdió el conocimiento durante un rato más largo; no se despertó hasta que se halló en una cama del hospital de Ullevål, con su madre sentada a su vera. Empezó a llorar apenas la vio. Sollozaba como una criatura y se aferraba al calor del abrazo calmante de su madre, mientras trataba de apartar lo último que había vivido antes de que la oscuridad lo bendijese para separarlo del monstruo marino.
En un agujero en la masa informe, aproximadamente en el lugar donde una vez había estado un ojo, apareció de pronto un pez y lo miró. Un pequeño pececito plateado, no más grande que una anchoíta, con ojos negros y aletas vibrantes; se miraron mutuamente, el muchacho y el pez, antes de que éste se lanzase de la cabeza muerta para caer dentro de la boca del joven.
—¡A partir de ahora siempre comeremos pescado en Nochebuena!
Yngvar Stubø cogió con los dedos la cabeza de bacalao que reposaba en su plato, sorbió el ojo y masticó con aire contemplativo. Su suegra, sentada a la mesa ovalada justo enfrente de él, arrugó la boca a la vez que volvía la cara alzando las cejas. Su marido ya tenía un par de copas de más y señaló con el cuchillo y el tenedor a su yerno.
—¡Ese es un hombre! ¡Los hombres de verdad se comen todo el pescado!
—Pero, a decir verdad —comenzó su esposa—, el costillar de cerdo en Nochebuena es una tradición familiar ininterrumpida desde...
—¡Perdón, mamá!
Inger Johanne Vik suspiró y soltó los cubiertos.
—Fue un error, ¿vale? ¡Un error torpe y bastante insignificante! ¿No puedes olvidar este asunto del costillar de cerdo? Medio Oriente está en llamas, la crisis financiera causa estragos, y ¿tienes que montar un jodido escándalo porque Strøm-Larsen se equivocó con mi encargo? A todos en esta mesa les gusta el bacalao, mamá, de veras que no puede ser tan...
—No es propio de ti usar palabrotas, querida. Por otro lado, sé bien y por experiencia propia que Strøm-Larsen se olvida de todo. He comprado en las mejores carnicerías de la ciudad desde antes de que nacieras, y tengo...